miércoles, 29 de julio de 2020

El mar comienza a salar lo seco


Dos caballos corriendo a la par desde el fondo del sol hasta la colina más iluminada de ese atardecer. El deseo de la arena, que va dejando palidecer el calor del día, es poder dormirse escuchando el mar. 

Un signo serpentea sobre la colina, ondulando una serie de frases hemisféricas que no acaban de gestar un mínimo borrador. Uno de los caballos lo mira y el signo cae fulminado de interpretación. Los ojos del caballo son miradas automotores que surcan la playa incendiando caracoles enterrados como si cantaran los premios de una lotería. Devasta cada sombra que le llega por delante. Los ojos del otro caballo desensillan al lucero del cielo y lo ponen a flotar cerca de la orilla, donde la espuma simula la sonrisa final del día.

El deseo de la colina es respirar la noche mientras enhebra el galope infinito de los caballos escapados del profeta. Las escrituras supieron acostar sus signos en sendas frases simétricas que iluminaban cada ladera semejando cada uno de los dos universos posibles. Y caballos. Caballos como la aguja del tiempo que puede mantener en unión cielo, tierra y respiración, mirando siempre de reojo lo escrito, trotando en acentos y profecías sin dejar jamás de sonreír. Espuma del mar. Sal. Olas que barrieron tiempos sin juramentos y hoy son el aplauso cálido que celebra esa arena que sólo piensa en dormir en su arrullo. 

El mar, por la noche, es como un teléfono sonando en una calle vacía. La arena sueña con el abrazo que un pulpo le supo dar, hace ya varias mareas. Ambos caballos rezan junto a un fuego humilde que devora hojas de una escritura gentil. Comerán, luego, unos peces que el profeta les dejó antes de seguir su viaje. Dormirán, como duerme la arena en el tiempo blanco, y por la mañana llegarán al fin del mundo, si acaso el mar se lo permite al cielo. 

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