Locomotoras silvestres adiestradas en la rara fragancia de amamantar vagones abandonados. La colina se recorta en sombra contra el ocaso y despereza un desaliño de vías en nostalgia.
Sonreír y esperar la luna. Como quien toma agua sabiendo que es el último vaso. Quizá también la última boca. ¿Y quién no besó trenes viéndolos partir?
Vimos alces en la orilla del lago. Vimos cabellos de mujer desesperada en un soneto de hierbas que besaban el fuego de la noche. Vimos entretejer vías desiertas con cantos de grillos.
La luna se recorta en brillo de paralelas que no se tocan mientras, ahí donde nace el infinito, esa luz que crece es boca, agua y beso último del vaso que dejaste para nadar junto al último de los alces.
El final de tu presencia según el lago es tu cabello hundiendo su saludo a la colina. Y luego el espejo retoma su incierta espera pálida que es manta de alces, sonetos, hierbas y noche con insomnio.
Entonces ya no sé si lo que miro a través del vaso es la luna, amamantando la locomotora que sólo conoce voracidad y partida, o es la luz del tren que ahora mismo corre colina abajo, hundiéndose para siempre en el lago que se llevó tu beso.
Ya no quedan alces que me miren con culpa. Entonces, guardo el vaso en mi bolsillo para recordar por siempre la estación de tren correcta y retomo mi camino por la ruta, repitiendo tu nombre como letanía para recordar exactamente cuándo volver.