jueves, 15 de agosto de 2024

Claveles engarzados en la Luna


Quise darte un abrazo en clave de fresa. Olvidé el otoño que sonreía desde las pantallas de tu octogonal trasplante de tejido en clave de adiós. 
Golpearon la puerta. El despertar nunca puede tener los mismos cuchillos que lo soñado. Y, desde las velas que enturbiaban tus párpados esmerilados de noches óseas, se abalanzaban en cascada fluorescente una torre de luminosos periódicos caducos, cada uno con sus propias muertes anunciadas como claveles engarzados en la Luna.

Sin ella, el café no se enfriaría, decías mientras te acomodaba la almohada blanca, de la cama blanca, de tu final blanco. No hace falta tomarlo, decía yo cerrando la puerta, con ese sonido a picaporte que se afinaba en un —volverás y no sé si estaré—. Yo no corrí las cortinas, ellas huyeron. Si te digo que la madera balsa flota, ¿buscarías un lago para que mi memoria no termine por hundirse? Y, por darle crédito a la noche, no vi la deuda que tus dedos dibujaban en la arena tibia de mis brazos. Llevame a una hamaca. No me importa si la sábana blanca tiene vértigo. Colgá mi suero en las cadenas y dejá que me pierda en el viaje. Quiero amanecer por dentro, en un péndulo que filigrana mi infancia y que le miente mi muerte al ocaso. Incluso sin café. Vos, llevame.

Grumos sentados en los bancos del pasillo. Dispersos. Con sombreros atravesados de plumas y cejas entonando himnos escarlata. Me prometí no volver, sabiendo que no me iría jamás. Como si pedirles a mis piernas un coito con la brisa zigzagueante de los pasos desechados fuera una aberración más cruel que la propia sábana blanca que soterraría tu piel transparente. 
Otro trasplante. El de un molino que tritura los granos con los que hilábamos el brillo de nuestras sonrisas y arroja esa sábana que espera. Te espera. Nos desespera. Pero el turbio y caliente anonimato pudo más que la cruz esa de madera que vigila en lo alto. 

Arrancarte cables, agujas, cánulas y licencias de familia con fecha de caducidad dibujada en la certera forma de una serpiente con somnoliente paciencia. Mirar lágrimas caídas como ojos procaces en las sábanas blancas. Abrazar, como el último piso posible del ascensor en clave de fresa. Y afuera, puerta mediante, el otoño que empuja nuestras pieles.

Nos dormiremos contando claveles engarzados en la Luna. Tenés tu café. Tenés tu abrazo. Podremos irnos.