jueves, 11 de septiembre de 2025

Tren de las dieciséis


Cerrar la valija como quien escribe que todo va a partir. Pero haber dejado el viaje adentro y sentir el rumor del tiempo cabalgando en la ruta, cuando se apoya una mano en las manijas esas de cuero. ¿De dónde habrá sacado el Sol la excusa para salir esta mañana? Lo miro callarse lánguido, apoyado en la baranda de la estación, y no puedo menos que imaginarle un soplo al corazón que lo obliga a moverse así, tan despacio. 

—¿Toma el de las dieciséis?
Extraña idea. Como si un tren fuera líquido y, en vez de vagones, fuera servido en vasos. Pero la hora es cierta y ella sólo necesita cumplir con la rutina de deshacerse de ese papel que me extiende con su mano derecha. 
Agarro el papel. Sin palabras. Pero con una mirada que le baja los párpados como un atardecer en cámara rápida. Es mucho más incómodo el silencio cuando flota entre dos miradas que se encuentran. Ambos lo sabemos. Por eso vuelvo a mi valija y paso la mano por su superficie como si de un animal dormido se tratase.

Saber los motivos como quien parte hacia todo lo escrito. Pero haber dejado a cada vocal con vida y a cada consonante reencarnando en el número exacto de todas las vidas pasadas desde que se empezó el viaje. 

—¿Pasillo o ventanilla?
El mechón de pelo negro que le tapa la ceja izquierda tiene la misma figura que mi séptima consonante reencarnada, en un número que define la cantidad de órbitas que ha dado el Sol desde que empezó el viaje. Debo responderle. 
—Útero. 
Ahora sus ojos se abren y el mechón de pelo se desplaza. En algún lado de su cuerpo se dibuja una sonrisa que no necesita párpados para iluminar la piel circundante. 
—Me temo que el viaje no durará nueve meses...
—No tema —le digo, mientras levanto mi valija como si alguna aurora boreal tosiera al amanecer—, tampoco yo estoy destinado a nacer. 
—Puedo ofrecerle ventanilla, entonces. Si lo piensa bien y acepta correr el riesgo, es lo más parecido a una cesárea. 
—Y el pasillo como un cordón umbilical. 
—No esperaba tener que admitirlo, pero... 
Bajó su mirada al suelo de cemento sucio como una afirmación más certera que cualquier monosílabo. 
Y concluyó:
—Me permito sugerirle que aborde el tren. Ya son casi las dieciséis. 

Subir los escalones suficientes como quien escribe todo lo partido, como quien acepta ofrendar sus renglones a las vías para que el tren de su nacimiento pueda hacer rodar a cada vocal con vida. 
Me siento junto a la ventanilla y alcanzo a verla alejarse unos diez o quince pasos por el andén. Casi al unísono con la primera sacudida del motor, se da vuelta y lleva su mano hasta la visera de la gorra de su uniforme, en un saludo que me indica claramente que las contracciones han comenzado.