miércoles, 28 de mayo de 2025

El ateísmo de querer ser salvo


Como el cierre ese,
casual o adictivo,
pero nunca anónimo de historias
que nos cuesta la desmembranza
de todos los polos opuestos 
que yacen en el lecho 
de las lagunas de nuestra ignorancia. 


Sentado y con las piernas cruzadas, repartía cartas en el espacio que el semicírculo de su respiración le abría por delante. Cartas en el piso y un acervo de monosílabos que se iban puliendo en el roce con el aire frío que contenía a varios presentes ahí parados. Mirando. Calculando. Contando. Describiendo hasta dónde puede un mecanismo de tipo humano mantener esa ironía llamada vida sin los recursos más indispensables. 

Va carta. Va piso. Va polvo que se corre algunos milímetros no sin cierto desdén. Van las miradas de los reunidos allí que parecen peinarle la madeja de suciedad que debería de ser pelo, pero es apenas eclosión de cerebro en mal estado. 

—Usted. Sí, caballero. El del paraguas. Esta noche olvidará la puerta de su casa abierta, sin llave, y mañana Dios estará sentado en su cocina comiendo tostadas mientras lo mira fijo. Y usted sabrá exactamente qué quiere que le explique. Y morirá su silencio, se lo garantizo, antes de que Él termine su tostada. 

Carta. Un camión cansado destroza los espejos de agua de la calle y sus baches. Se aleja, con el rumiar de un motor que no busca excusas para envejecer. Y los presentes que aprietan a oscuras sus manos en los bolsillos, rezando el ateísmo de querer ser salvos del destino ese, tirado tan parco en la vereda. 

—Callar no le va a servir de nada. Daría lo mismo que eso que hizo el sábado pasado detrás del establo fuera publicado en los diarios o entonado sinfónicamente por todos los coros de la ciudad. Él ya lo sabe y, en su cabeza, la cicatriz no se va a cerrar jamás. Al menos no mientras ambos vivan. Y sí, señorita, hablo de usted. Nadie más de los aquí presentes viajó al campo en las últimas semanas. 

Las manos ennegrecidas y con las uñas partidas acarician el mazo de cartas mezclándolo con movimientos nada casuales ni azarosos. Todo lo contrario. Cada entrar y salir de naipes, aunque semeje el contorsionismo sensual de un amante desquiciado del caos más longevo de esa cuadra, está obviamente destinado, colocado y previsto. 

Va carta. Y el semáforo de la esquina cambia a rojo al mismo tiempo que una sirena pasa, lamiendo con el dolor de la urgencia el aire agreste que ahora agita apenas las cartas sobre la vereda. Los ojos, endurecidos como dos piedras negras que piden por favor párpados para su próxima vida, se clavan en la carta dormida ahora sobre el cemento. También sobre el rojo del semáforo, como si todo fuera uno. Y finalmente vuelve a hablar mirando, como siempre, a todos y a nadie. 

—Sí, se lo confirmo. A usted caballero. Esta noche me encontrará aquí, como casi todas. Sé que vendrá a buscarme porque necesita mi muerte. O, en realidad, sólo mi silencio, pero sabe que no hay manera. Sabe, siendo quien es y viniendo de dónde viene, que sólo la muerte me calla. Podrá retornar mañana a su propio averno y sentarse con algo más de paz sabiendo que, al menos, una de las tantas amenazas que pesan sobre su cabeza fue eliminada. 

Un viento, de poca armonía con el clima de la cuadra, se levantó brusco y agitó tanto los cabellos y abrigos de los presentes allí reunidos como las cartas repartidas en el piso, que se dispersaron como conejos culpables de algo innominado. Algunas de las personas, luego de las palabras dichas, buscaron alrededor algún posible destinatario, adivinando o presintiendo en el vacío, sin más que la pura intuición. Pero no hizo falta. El sobretodo beige, la espalda y las piernas rígidas del hombre se alejaban ya a unas cuántas veredas de allí, sin volver la vista, ni el tiempo. 

sábado, 24 de mayo de 2025

El desguace de la entropía familiar

Acabo de contar la hierba muerta, atravesada por las espinas acanaladas de las palabras que dejaste flotando en la última navidad.

Ve hacia el horizonte. Ya es otoño. Y el bajorrelieve que tus muslos hincan en el parecer de los suelos callados no permite cerrar los cajones que ocultan el desguace de la entropía familiar.

Pero el león que bajó de los cielos ha quedado hipnotizado mirando tu pelo. Tengo más miedo de desenredarlo que de despertarlo. 

Puede que haya bajado de los cielos, yo no niego lo divino ni mucho menos aquello que proviene de espejos que se amnesian a la hora de reflejar cualquier poniente, por más absurda que sea la circunferencia del sol y su afección por ser dibujada con tallarines pasados de cocción, pero tampoco puedo dejar de ver, entre sus garras, parte de la hierba muerta. Y las palabras las sabés de memoria. Así como la llegada de la navidad. No se te puede caer del cajón un año nuevo colorado sin que acabes por angustiar al león de los cielos. 

¿Por qué no reconocer, acaso, que lo que inflama tu verba enhiesta no tiene nada que ver con desiertos de hierba occisa por cualquier llanto pasado de cocción? ¿Por qué no admitir que la savia que recorre mis muslos, engamados con el sonido que emite la Vía Láctea al tragar su ensalada de hierbas en otoño, es tan paralela al derrame del rojo y sinuoso acervo familiar que desciende del cajón, transversal a mi seno y oblicuo en su apertura?

Porque todos sabemos que dormís abrazada con el león de los cielos, en un cajón vaciado a medias de antiguos estrépitos rojos, que nuestros cinco abuelos dejaron a fuego lento en la última navidad sin palabras. Y sin espinas. Y con la sombra de lo rojo siendo negra en la luz y desfilando como un ceño fruncido de hormigas que bajaran a la Vía Láctea a reclamar por su mutismo, o su incapacidad para jugar al tenis, pero reflejando, eso sí, el delineado corpóreo de tus muslos de año nuevo en el armario que le da vida al cajón.

La palabra cajón suena, en tu boca, como ataúd.

Mejor así. El león de los cielos no vivirá por siempre. Y todo pelo acabará por ser desenredado en el final de la Vïa Láctea.



Imagen: Salvador Dali, Spain, 1938

lunes, 19 de mayo de 2025

Regreso desarmado


En un principio es el camino,
desandando su huella perturbada
y mordiendo el sol de a ratos,
como quien necesita pensar la noche.

Pero el signo recto del estío
nos levanta del sueño níveo, 
aquiescente con la calidez que acuna
un siseo de formas espejadas y caninas,
de paso esquivo,
entre horizonte y ruta de olvido.

Y luego del principio es el regreso.
Con tu huella en brazos.
Y la mirada sempiterna que horada
cualquier destino que crea posible,
entre las manos tendidas
y el juego, siempre falaz,
de negarnos a la cosecha
de lo que nuestro llanto siembra.

viernes, 9 de mayo de 2025

En el lecho de un sueño


Verlo abrir la puerta del bar y entrar, alzando rutinariamente la mano y soltando alguna sonrisa según quien estuviera sentado fue, en un primer momento, como lo más obvio; esa pieza absolutamente conocida que se encaja en nuestro cerebro como en un rompecabezas ya gastado de tanto armarse.

Respondí con la mano el gesto muy leve, cansino, como todo lo que se repite cada día sin fallar. Pero luego, aún antes de que mi mano volviese a la madera gastada de la mesa y mientras él se acomodaba en su lugar de siempre, junto a la ventana, algo se detuvo en mi cabeza y, dentro de ese estallido sordo, creí ver cómo todo alrededor también se detenía. Pero no, claro, era sólo yo. Alrededor la vida seguía su curso sin inmutarse, sin dar evidencias de ningún tipo de sorpresa ni asombro, cómo si la persona que acababa de sentarse y pedir un café negro no hubiera fallecido hace más de tres años.

La amistad había comenzado en la infancia. Eso de visitarse en las casas, merendar juntos, compartir tareas escolares y demás. Luego, la vida nos había acercado y alejado cada tanto, como suele pasar con muchas relaciones. Aún así, siempre le acomodó la palabra “amigo” dentro de mi forma de llamar a quienes me rodeaban.

Y en base a este sentir fue que consideré permitido o sensato levantarme de mi mesa y acercarme hasta la suya. Con unos pasos que cualquiera hubiera dado por triviales o rutinarios, pero que yo sentía como cruzando una nube que sólo podía asentarse en el lecho de un sueño, llegué hasta su mesa. Cruzamos miradas, me saludó, como solía hacerlo siempre y soltó su “¿cómo andás?, sentate, dale…” de un día más, uno cualquiera, rutina pura.

Lo primero que atiné fue a mirar alrededor. Desde la gente hasta las cosas. Desde el árbol añoso y entrañable de la esquina de la plaza hasta el semáforo. Y luego a los vecinos que estaban dentro del bar, algunos solos, otros charlando de a dos o tres, al mozo, que iba y venía con su bandeja eterna en equilibrio color milagro, a todos. Pero en nadie advertí ningún mínimo asombro o registro del hecho que yo tenía delante. El árbol continuaba ofreciéndole la reverencia breve de sus hojas al viento tibio, el semáforo conversaba solo en su propio idioma de luces rimadas como un obtuso soneto callejero y la colina, siempre allá en el fondo, descansaba horizontes sin alterar en nada su contorno.

¿Todos sabían o todos ignoraban? Era evidente que algo estaba pasando en todos menos en mí. Y llegar a esa conclusión en esos mínimos segundos entre saludo y sentada en su mesa me puso muy cerca de un colapso. Aún sin que entendiera muy bien qué significaba esa palabra, fue la que me surgió.

—¿Cómo va, amigo?, ¿qué tal tus cosas?

Lo miré sin disimulo alguno. En el mismo instante en el que la palabra “colapso” se formó en mi mente, supe y decidí que no iba a fingir ninguna escena que no se correspondiese con mi saber sensato. Si todos sabían, yo también llegaría a ese lugar; si todos ignoraban, no me contarían entre sus filas.

—Amigo… ¿qué hacés acá?

—¿Cómo qué hago?, bueno… el café no es muy rico, ya lo sabemos, pero también sabemos que no hay otro bar en el pueblo —y se encogió de hombros mientras llevaba el pocillo a sus labios.

—Te entiendo, sí, pero no me refiero a eso. Me refiero a… bueno, a tu vida.

—¿Mi vida?, ¿por estar acá?... insisto, puede que el café no sea muy bueno, pero tampoco creo que llegue a matarme, no exageres.

—Eso ya pasó y lo sabés. Y no hablo ni de café ni de bar ni de pueblo. Amigo… no sé que pasa alrededor, pero yo sé que… bueno, yo no veo lo mismo que el resto de las personas de aquí “no ven”. O al revés, quizá no vea algo muy evidente que todos saben menos yo.

—¿Estuviste tomando temprano hoy?... no puedo seguirte en lo que decís, es un enredo, ponelo más claro.

—Sí, cómo no. Claro. Directo. No puedo entender qué hacés acá hoy sentado siendo que falleciste hace más de tres años.

—Ah, eso… —bajó la vista al piso sonriendo, como quien escucha finalmente algo muy obvio o muy gastado y prosiguió— entonces sí, definitivamente te falta saber algo. Que no sé si todos lo saben, porque en la esencia misma de ese algo está el ignorarlo y el desconocer que uno lo sabe, para luego entenderlo, conocerlo y entonces volver a perderlo.

—Ahora sos vos el que arrancó a tomar temprano. ¿Más claro, más concreto, yendo al grano?...

—Por supuesto, amigo. Primero que nada, yo no he muerto. Es obvio, estoy acá, ya lo ves. Si fuese un espíritu no vendría a tomar café, no a este bar, eso seguro.

—Pero yo…

—Sí, lo sé. Y aquí viene el tema, dejame explicarte. —Suspiró mirando por la ventana de vidrios sucios y pude ver el reflejo de sus ojos algo cansados buscando las palabras— Nos va pasando a todos, de poco, de a ratos, por épocas, en mayor o menor medida, pero nos va afectando a todos. Ya sabés que todo este pueblo tiene un tema con la memoria. Lo descubrieron y pusieron en evidencia los que quisieron estudiar su historia y su fundación. Nadie recordaba nada. Nada se pudo reconstruir. La gente simplemente vive en línea recta sin tener ninguna noción de lo pasado.

—Sí, eso lo tengo en claro. Pero… yo recuerdo tu muerte, yo me enteré… yo…

—Y acá viene lo que te falta saber. El problema de la memoria no sólo es que falta, sino también que se va alterando, tergiversando, se van creando hechos que nunca pasaron, se comparten en forma colectiva recuerdos de cosas inexistentes o, al revés, se desconoce algo tan obvio como el origen del pueblo o, quizá, la existencia de una librería, allí, a dos cuadras de la plaza.

—¿Librería?

—¿Lo ves?... el mismo fenómeno que hace que no sepas algo tan obvio como que aquí a la vuelta está la librería de toda la vida, hizo que me creyeras muerto hasta que entré hoy al bar. También entré el sábado, y el martes nos cruzamos, también te conté lo de mi hermana el jueves, aquí mismo… pero todo se retorció en tu cabeza, se desmadró, se borroneó y hoy, sin tener la memoria para recordar o peor aún, teniendo una memoria fallada con hechos ficticios, simplemente me dabas por muerto.

—¿Y cómo sabés que vos mismo no estás sufriendo este tipo de problemas, por más que sepas de qué se trata?

—Amigo, el jueves cuando nos vimos te conté que volvía del cementerio, de querer llevarle flores a mi hermana muerta, pero al ir a comprarlas la que me atendió en el puesto de flores fue ella… y yo perdí el habla por todo ese día y la mitad del otro, porque tampoco recordaba o sabía que ella trabajaba vendiendo flores en el cementerio. Saber lo que pasa no nos evita sufrirlo.

—¿Y hasta dónde va a llegar esto?

—Nunca nos vamos a enterar… ¿te das cuenta? De a poco caeremos en universos de fantasía con hechos irreales y con olvidos tan presentes como lo más concreto que se pueda imaginar. Y esto mismo que te estoy diciendo será olvidado o reemplazado por alguna otra teoría, o desmentido para creer que sólo fue la alucinación de alguien.

Dentro de todo lo trágico que podía entrever, al menos me sobrevoló la calma de saber que no estaba loco y que no estaba viendo muertos caminando como si nada. Había una explicación, por más dramática que se presentara, tenía un sentido.

Le dije a mi amigo que me disculpe un minuto poque necesitaba pasar al baño. Entre el malestar general y las horas sentado allí, no sólo necesitaba del baño físicamente si no también mentalmente, para estar aunque sea un minuto solo y poder repensarme entre toda la arboleda de lo vivido y escuchado.

Al salir del cuarto sanitario me dirigí a la mesa. El mozo me esperaba parado al lado.

—Disculpe, caballero, estamos cerrando y quería cobrarle los dos cafés que tomó.

Miré alrededor. Miré la mesa, la silla. Miré al mozo.

—Sí, claro… pero, perdone, una pregunta, ¿mi amigo se fue?, ¿lo vio salir?

—No le entiendo. ¿De quién habla? Usted estuvo solo en esta mesa algunas horas, consumió dos cafés y nada más.

miércoles, 7 de mayo de 2025

Se conoce por sentir


Sigue lloviendo.

No, claro. Por supuesto, no llueve siempre. Hubo tiempos en donde no llovía. O sí, pero nadie se ocupaba de registrarlo. Entonces, cuando se llega a ese punto se duda de todo. Porque, si no todo fue registrado, si no todo recae en alguna memoria colectiva, libro, diario o estudio, le abrimos la posibilidad a poder dudar de todo. Ahora mismo, mientras miro embelesado el collage de grises y sus tonos de belleza en clave de cielo, dudo mucho de poder recordar algún día sin lluvia. Sin embargo, al mismo tiempo, es claro que las tormentas se detienen, el sol sale, las nubes se abren. Todos sabemos eso. Pero, por alguna razón, en este mismo instante en mi cabeza, y sé que también en la de todos los que me rodean y habitan aquí, no es posible que se forme el recuerdo de un día soleado, de un cielo sin lluvia.

Así es como llego a las palabras que me dijo aquella vez ese forastero que escribía, que se instaló en el pueblo un tiempo, callado, amable y con un carácter que sabía caminar paralelo a la paleta de colores de los espíritus de por aquí. Apenas supe de su llegada por dichos, comentarios en el bar o cruces de vereda, porque se hacía notar muy poco. “Necesito observar, no ser observado”, solía decir con una sonrisa amable y se escabullía enseguida confundiéndose entre los árboles de la plaza. Uno más. Uno que, sin embargo, trabajaba para pasar por “uno menos” y no notarse. La cuestión fue que, cuando llegué a hablar con él (por alguna razón todo forastero termina siempre hablando conmigo en algún momento, sin que yo sepa o entienda porqué), supe que era profesor de historia y que se dedicaba a reconstruir el pasado de los pueblos hasta llegar a su fundación, para luego ponerlo todo en un libro. O varios, dependiendo de lo importante que sea lo que se encontraba. Y no, antes de que alguien se lo pregunte o imagine, o se haga alguna ilusión con el tema le adelanto el final: ningún libro ha salido de este pueblo. No al menos de la pluma de este forastero. Ni de ningún otro que nos hayamos enterado.



—¿Sabe lo que pasa?, sin lograr entender muy bien porqué ni en qué circunstancias ocurrió, puedo afirmarle que todo este pueblo que ustedes habitan carece de algo fundamental. Algo que no se nota porque, claro, para notarlo hay que tenerlo, caso contrario se vive sin saber. Nadie extraña lo que nunca conoció, ¿entiende? Bueno, ese algo que acá no existe es la memoria. Nadie de ustedes tiene memoria, caballero. No he logrado reconstruir ni un mes de historia porque, aún habiendo hablado con decenas de personas, resulta que simplemente nadie recuerda nada, ni se interesa por esa falta, ni sospecha que esa capacidad, tan importante en la condición humana, aquí fue borrada de la faz de este suelo que habitan. De esta manera, no sólo no podemos estudiar su historia o su conformación como pueblo, sino que tampoco podremos llegar nunca a saber cómo se fundó.

Yo, simplemente atiné a decirle lo primero que me surgió, puesto que esa palabra, “fundar”, me movilizó desde algún lugar enterrado en mi ser. Enterrado, es decir, que existe pero que no se puede ver, ni tener, ni contar con él.

—Mire, buen hombre, voy a decirle lo único que se me ocurre que puede ayudar, porque usted me parece buena gente. Creo que eso que usted dice, la memoria, es como el tiempo enrollándose sobre sí mismo, cual serpiente que forma un espiral imposible para mirarse los ojos con sus propios ojos. ¿Cómo volver a algo que ya no está, que se fugó en el devenir, que quedó enterrado junto al anochecer? Y usted busca eso. Se empeña en buscar precisamente lo que ya no se encuentra. Bueno, aquí nadie hace eso. Se podría decir que vivimos en línea recta y no somos de abrazar espirales ni giros de ningún tipo. Sin embargo, hay algo que sí puedo decirle con respecto a la fundación del pueblo.

—¿Sabe cómo ocurrió?

—No, señor. Yo no sé cuándo se fundó este pueblo, ni cómo, ni quién lo hizo, ni nada de todo eso que alguien como usted puede llegar a preguntarse. Lo que sí le puedo decir es algo muy simple, pero importante para entender el resto de todo.

—¿Algo que recuerda?

—No. Mire, la memoria no es la única forma de saber. Ciertas cosas se conocen por recordarlas, pero ciertas otras sólo son posibles de conocer por sentirlas, ¿me entiende?

—Sí… supongo, pero no importa lo que yo piense. Cuénteme que es eso que sabe y que podría ayudar.

—Como le decía, yo no sé nada de la fundación de este pueblo. Pero sólo le puedo afirmar una cosa. Ese día, llovía.

lunes, 5 de mayo de 2025

Un tipo de fenómeno


Para casos así, es decir, gente que llegaba al pueblo desde otros lugares estando de paso, a casi todos les gustaba usar la palabra “forastero”. Para mí era un poco ridícula, me sonaba a película del lejano oeste. Pero supongo que su uso tenía que ver con una postura general ligada al orgullo. Cuanto más solemne y ajena sonara la palabra usada para describir al extraño, más arraigado estaría el saberse parte del pueblo.

Entonces, este forastero estaba de rondas por el pueblo con diversos trámites y, por cuestiones laborales un poco indirectas pero necesarias, me había tocado atenderlo, de alguna manera. Así fue que nos reunimos, casi topándonos en nuestras caminatas, en la clásica esquina de la plaza que estaba coronada, en diagonal, por el bar. Y suena así, sólo “bar” porque al ser el único jamás tuvo necesidad de un nombre. Quizás alguna vez su dueño le imaginó alguno, pero no tiene ningún sentido nombrar lo que es único. El bar, y ya era suficiente. Llegó dando pasos un poco indecisos, como si hubiese olvidado algo en algún lado (quizás esos pequeños regustos que un temporal desarraigo provoca en un viaje), pero al acercarse me di cuenta de que tenía un tema muy concreto para abordarme. Luego del saludo amable y con la mirada acariciando un poco las hojas ocres que alfombraban la plaza, sacó un papel de su bolsillo.

—Es… nada importante, sólo curiosidad. Usted entenderá. Cuando uno viaja, ¿no?, otros lugares, paisajes, personas… Pero, hoy pasé la tarde en el bar, cerrando algunos oficios que debía llevarme finalizados y no pude evitar escuchar conversaciones. Usted sabrá, uno se sienta, ¿no?, claro, la gente habla… está en su pueblo, la rutina, el día a día, salen las cosas más típicas, es claro. En fin… el tema es, nada más una pregunta, insisto, pura curiosidad, no lo tome a mal, claro.

—Vea, ande tranquilo, buen hombre. No puedo “tomar a mal” algo que ni siquiera me ha “servido” aún. Por favor explíquese con calma y así me entero —dije, intentando que avance en su cuestión.

—Claro, tiene usted razón. La pregunta es sencilla, ¿tienen en este pueblo algún tipo de dialecto, o lenguaje especial, particular, heredado quizá de algo indígena, por qué no, o cosa similar?

La mención, así como al pasar, me hizo reaccionar con algo de fastidio por enconos propios, a qué negarlo, pero tampoco era muy ubicado de su parte andar suponiendo orígenes y raíces cuando ni siquiera había llegado a amanecer un solo día aún en el pueblo.

—Disculpe, pero, ¿se ha cruzado con muchos indios durante su estadía por aquí?

—No… ¡no!, por supuesto, no le apuntaba a eso… sólo que en el hablar cotidiano, ya le digo, escuchado más que nada en conversaciones del bar, me he cruzado con unas cuántas palabras que no conozco y que sé que no pertenecen al castellano, puesto que me he tomado el trabajo de buscarlas en el diccionario.

—Bien, veo que lo suyo es algo serio. Le ha demandado hasta un trabajo extra.

—Insisto, no quiero que suene mal, ni mucho menos inquisidor pero… la curiosidad ha ganado, en mí, la pelea contra la prudencia y me ha llevado, merced a su buena voluntad, a tratar de entender de qué se trata.

Lo observé. Era notable cómo sus párpados no se cerraban, sino que le trastabillaban la mirada entre mi persona, mi reacción, el papel blanco que sostenía en su mano como una especie de pasaje a todo lo posible y la gente que caminaba por alrededor en la plaza, bordando el atardecer con seguros retornos a sus casas. De alguna manera, era un hombre que tenía perfecta consciencia de haber llegado a un punto sin retorno. Desde ese punto, sólo podría avanzar, jamás retirarse como si no hubiese dicho nada.

—Bien, su interés y la seriedad con la que ha tomado las cosas merece que me explaye como es debido, es decir, hasta que entienda.

—Gracias —se relajó al percibir mi predisposición—, lo escucho.

Con mi brazo extendido señalé la salida y el fin del pueblo.

—Habrá notado la colina que enmarca de manera inevitable el pueblo.

—Sí, por supuesto.

—Y sabrá, por otra parte, de qué se trata el fenómeno del eco.

—Eh… claro, también.

—Entonces no le costará mucho deducir que tenemos, bastante cerca, una elevación natural del terreno que se presta para ese tipo de fenómeno. Ya sabe, las ondas de sonido emitidas rebotan y regresan, con una dilación en el tiempo, que logra esa característica de repetición que se va apagando de a poco. ¿Y a qué voy con esto?, a que para todos los habitantes de este pueblo, a lo largo del tiempo, ha sido bastante común echar sus palabras al viento en dirección a la colina y esperar por el eco.

—Claro, sí, puedo imaginarlo.

—Sí, pero no puede imaginar la conexión entre esas palabras que escuchó hoy y estos elementos.

—Bueno, eso no, ciertamente.

—Bien. La cosa es que durante mucho tiempo la gente no logró entender jamás las reflexiones que volvían de la colina. Lanzaban una palabra y el eco que regresaba era otra cosa. Imagínese, un fenómeno raro si los hay. Se estudió, se contrató especialistas, se trajeron equipos de investigación y un largo etcétera histórico que le voy a ahorrar. Finalmente el diagnóstico fue contundente: el eco generado en esa colina sufre de dislexia y severas faltas de ortografía. En realidad, no se pudo determinar exactamente si se trata de la colina sola o la colina y el viento, pero entre ambos no logran reproducir, como todo eco sensato y educado haría, una palabra tal cual fue emitida. Al respecto de alguna hipótesis posible, un geólogo aventuró que esa colina no “nació” exactamente en la formación de este terreno, sino que, movimiento tectónico mediante, puede haberse desplazado desde otro lugar geográfico y, sencillamente, no hablar ni comprender el idioma nuestro.

—Increíble… sería como una colina extranjera, digamos.

—Forastera, solemos decir por acá.

—Claro, bueno, son sinónimos.

Lo miré unos instantes en silencio, intentando que entienda que, en un pueblo en el que bullen términos y palabras que escapan a cualquier diccionario por culpa de un eco disléxico que va alimentando el habla popular, decir simplemente “sinónimo” es algo bastante delicado y hasta de mal gusto. Pero no pareció captarlo en absoluto.

—Por lo tanto y para finalizar, a grandes rasgos ahí tiene usted el nacimiento de esas palabras que le sonaron extrañas en las conversaciones de hoy en el bar. El eco devuelve términos imposibles, contracciones, recortes, estertores fonéticos, y la gente los va tomando entre la simpatía y el cariño, como si no usar esas palabras fuera desairar a la colina, al viento y al eco, quienes también son habitantes de este pueblo.

—Entiendo… entiendo —dijo mirando de soslayo su papel blanco que todavía sostenía en su mano.

—¿Me equivoco o en el bar, mientras escuchaba esas conversaciones parroquiales que entretejían palabras extrañas, usted fue tomando nota?

En ese momento el hombre pareció despertar de un amable letargo y se guardó el papel en el bolsillo de su saco. Sonriendo muy levemente miraba al piso y al anochecer que se desperezaba sobre la colina de fondo.

—No… sí, claro. Mire, si le tengo que ser sincero, y sí, le tengo que ser sincero, ¿por qué no?, no soy persona de falsear las cosas, ni usted merecería que lo haga, es claro… por eso mismo, decía, si le tengo que ser sincero, sí. Sí. Anoté algunas palabras que no entendí y que me parecieron absolutamente extraordinarias en su construcción o fonética. Pero ¿sabe qué?, tome —y extrajo de su bolsillo el papel blanco, ofreciéndomelo— aquí se lo dejo. No… no es posible. Si me fuera del pueblo con ese papel y esas palabras escritas, me sentiría un vulgar ladrón… y uno muy miserable, porque es muy claro que esas palabras, como tantas otras, son de aquí y aquí deben quedar. No soy quién para llevármelas, ni mucho menos para recordarlas o usarlas.

Miré el papel entre mis dedos. Había garabateado unas ocho o diez palabras, no más. Y en algunos casos casi no pude contener una sonrisa por su forma de entenderlas y escribirlas. Luego lo miré a los ojos. La plaza ya casi estaba en penumbras y la gente raleaba alrededor.

—Le agradezco. Le confieso que no adiviné su nobleza en nuestro breve trato, pero su gesto ahora me lo deja muy en claro. Y mire… si bien es cierto que esto no debe salir de aquí, también es cierto que aquí sabemos ser agradecidos. Así que le voy a dar una, una sola, de nuestras palabras de regalo, para que se la lleve y nos recuerde.

Sentí que me miró con legítima emoción y que se dispuso a escucharla y guardarla. Entonces cerré la conversación.

—Vaya, nomás, que no se le haga tarde… mire que ya está por “achenocer”.

viernes, 2 de mayo de 2025

Uno de nosotros


Nunca tuve dudas de que cualquier encuesta lo daría ganador por amplia mayoría en la categoría de “ciudadano ilustre”. Pero, por supuesto, nadie hace encuestas en nuestro pueblo. En parte porque a nadie le interesa qué pensamos y en parte porque nadie tendría interés en responder. De todas maneras y más allá de ese detalle, el hecho de esa preferencia y cariño entrañable también habla bastante de nuestra forma de ser. Idiosincrasia, le dicen algunos, aunque sea una palabra que por estas tierras cae demasiado altisonante. Nadie puede pensar que en un pueblo como este se le pueda dar cabida a tanta cantidad de letras juntas para expresar cómo somos. Porque ese “somos”, sin ir más lejos, puede contener, por ejemplo, este tipo de preferencias a la hora de nombrar un habitante destacado, ilustre o querido. “Símbolo”, “ícono”, “faro de honestidad intachable” y demás denominaciones más ligadas a un improbable libro de historia que a su verdadera identidad.

Sin embargo, tampoco a nadie le molesta la vulgar exageración. O incluso, lo llegué a pensar muchas veces, no hay tal exageración y es realmente lo que piensan de él, sin derrapar ni un adjetivo en sus charlas. Yo, si bien no puedo contarme como participante de esa tribuna, también confieso que lo siento como un símbolo entrañable y alguien sin el cual este pueblo no sería para nada el mismo.

Llegó en una época en la que se esperaba algo muy distinto de esta región. Soplaban vientos de prosperidad y se pensaba que este terrón difuminado de casas sueltas en medio de un desierto bastante amable se convertiría en “ciudad”, esa palabra que a cualquier habitante de por aquí le causa escozor, pues ante algún extranjero que se atreva a llamarnos “ciudad” se lo corregirá inmediata y severamente con un “pueblo, señor, y orgullosos”. Entonces, decía, a alguien se le ocurrió que él debía de formar parte del pueblo, que era necesario que lo trajeran, que ya habíamos crecido lo suficiente como para merecerlo. Y que una de las calles, la que obviamente contenía la comisaría, la iglesia, la municipalidad y la oficina de correo, diseminadas en un par de cuadras, lo necesitaba en uno de sus cruces con la que contenía, a su vez, los escasos comercios apiñados también en un par de cuadras, como si necesitaran verse de cerca entre sí para no experimentar la tristeza que siempre acechaba en las afueras del pueblo, mirándonos desde la colina fijo y sin parpadear.

Así fue que comenzó a formar parte de nuestra comunidad este vecino. Raro al principio, mirado con desconfianza por algunos y con un exagerado respeto por otros, respetado en sus decisiones cíclicas y eternas, pero siempre único en su especie. Sí, sobre todo porque, por más proyección de progreso que algún alucinado pudo tener para nuestra comunidad, quedó solo como único ejemplar de una especie que jamás se extinguiría porque tampoco, en realidad, tenía vida. Luces, sí. Y eran su natural carisma y encanto, lo que lo destacaban del resto de los vecinos. Sus tres luces rotando todo el tiempo e indicando quién debía o no pasar por su calle (porque, obviamente, luego de que lo instalaron, la calle pasó a ser “su calle” para todos).

Siempre me quedó en el recuerdo el comentario que cierto día me hizo un compañero de bar. Parado en la vereda a mi lado y observándolo, me tocó el brazo y me dijo, casi como un secreto y en voz baja para que él no escuche:

—¿Te diste cuenta? La luz del medio, esa que en todos ellos siempre es amarilla, en el nuestro es color sepia… ¿Entendés?, eso es lo que indica que ya es parte de nuestro pueblo y que es uno de nosotros.

Y esta frase, más allá del detalle del color que era tan cierto como significativo, me hizo caer también en la cuenta de que nadie en el pueblo se refería a él por su verdadero nombre. Como si llamarlo sencillamente “semáforo” fuese un insulto inaceptable para alguien tan querido.