miércoles, 28 de mayo de 2025

El ateísmo de querer ser salvo


Como el cierre ese,
casual o adictivo,
pero nunca anónimo de historias
que nos cuesta la desmembranza
de todos los polos opuestos 
que yacen en el lecho 
de las lagunas de nuestra ignorancia. 


Sentado y con las piernas cruzadas, repartía cartas en el espacio que el semicírculo de su respiración le abría por delante. Cartas en el piso y un acervo de monosílabos que se iban puliendo en el roce con el aire frío que contenía a varios presentes ahí parados. Mirando. Calculando. Contando. Describiendo hasta dónde puede un mecanismo de tipo humano mantener esa ironía llamada vida sin los recursos más indispensables. 

Va carta. Va piso. Va polvo que se corre algunos milímetros no sin cierto desdén. Van las miradas de los reunidos allí que parecen peinarle la madeja de suciedad que debería de ser pelo, pero es apenas eclosión de cerebro en mal estado. 

—Usted. Sí, caballero. El del paraguas. Esta noche olvidará la puerta de su casa abierta, sin llave, y mañana Dios estará sentado en su cocina comiendo tostadas mientras lo mira fijo. Y usted sabrá exactamente qué quiere que le explique. Y morirá su silencio, se lo garantizo, antes de que Él termine su tostada. 

Carta. Un camión cansado destroza los espejos de agua de la calle y sus baches. Se aleja, con el rumiar de un motor que no busca excusas para envejecer. Y los presentes que aprietan a oscuras sus manos en los bolsillos, rezando el ateísmo de querer ser salvos del destino ese, tirado tan parco en la vereda. 

—Callar no le va a servir de nada. Daría lo mismo que eso que hizo el sábado pasado detrás del establo fuera publicado en los diarios o entonado sinfónicamente por todos los coros de la ciudad. Él ya lo sabe y, en su cabeza, la cicatriz no se va a cerrar jamás. Al menos no mientras ambos vivan. Y sí, señorita, hablo de usted. Nadie más de los aquí presentes viajó al campo en las últimas semanas. 

Las manos ennegrecidas y con las uñas partidas acarician el mazo de cartas mezclándolo con movimientos nada casuales ni azarosos. Todo lo contrario. Cada entrar y salir de naipes, aunque semeje el contorsionismo sensual de un amante desquiciado del caos más longevo de esa cuadra, está obviamente destinado, colocado y previsto. 

Va carta. Y el semáforo de la esquina cambia a rojo al mismo tiempo que una sirena pasa, lamiendo con el dolor de la urgencia el aire agreste que ahora agita apenas las cartas sobre la vereda. Los ojos, endurecidos como dos piedras negras que piden por favor párpados para su próxima vida, se clavan en la carta dormida ahora sobre el cemento. También sobre el rojo del semáforo, como si todo fuera uno. Y finalmente vuelve a hablar mirando, como siempre, a todos y a nadie. 

—Sí, se lo confirmo. A usted caballero. Esta noche me encontrará aquí, como casi todas. Sé que vendrá a buscarme porque necesita mi muerte. O, en realidad, sólo mi silencio, pero sabe que no hay manera. Sabe, siendo quien es y viniendo de dónde viene, que sólo la muerte me calla. Podrá retornar mañana a su propio averno y sentarse con algo más de paz sabiendo que, al menos, una de las tantas amenazas que pesan sobre su cabeza fue eliminada. 

Un viento, de poca armonía con el clima de la cuadra, se levantó brusco y agitó tanto los cabellos y abrigos de los presentes allí reunidos como las cartas repartidas en el piso, que se dispersaron como conejos culpables de algo innominado. Algunas de las personas, luego de las palabras dichas, buscaron alrededor algún posible destinatario, adivinando o presintiendo en el vacío, sin más que la pura intuición. Pero no hizo falta. El sobretodo beige, la espalda y las piernas rígidas del hombre se alejaban ya a unas cuántas veredas de allí, sin volver la vista, ni el tiempo. 

sábado, 24 de mayo de 2025

El desguace de la entropía familiar

Acabo de contar la hierba muerta, atravesada por las espinas acanaladas de las palabras que dejaste flotando en la última navidad.

Ve hacia el horizonte. Ya es otoño. Y el bajorrelieve que tus muslos hincan en el parecer de los suelos callados no permite cerrar los cajones que ocultan el desguace de la entropía familiar.

Pero el león que bajó de los cielos ha quedado hipnotizado mirando tu pelo. Tengo más miedo de desenredarlo que de despertarlo. 

Puede que haya bajado de los cielos, yo no niego lo divino ni mucho menos aquello que proviene de espejos que se amnesian a la hora de reflejar cualquier poniente, por más absurda que sea la circunferencia del sol y su afección por ser dibujada con tallarines pasados de cocción, pero tampoco puedo dejar de ver, entre sus garras, parte de la hierba muerta. Y las palabras las sabés de memoria. Así como la llegada de la navidad. No se te puede caer del cajón un año nuevo colorado sin que acabes por angustiar al león de los cielos. 

¿Por qué no reconocer, acaso, que lo que inflama tu verba enhiesta no tiene nada que ver con desiertos de hierba occisa por cualquier llanto pasado de cocción? ¿Por qué no admitir que la savia que recorre mis muslos, engamados con el sonido que emite la Vía Láctea al tragar su ensalada de hierbas en otoño, es tan paralela al derrame del rojo y sinuoso acervo familiar que desciende del cajón, transversal a mi seno y oblicuo en su apertura?

Porque todos sabemos que dormís abrazada con el león de los cielos, en un cajón vaciado a medias de antiguos estrépitos rojos, que nuestros cinco abuelos dejaron a fuego lento en la última navidad sin palabras. Y sin espinas. Y con la sombra de lo rojo siendo negra en la luz y desfilando como un ceño fruncido de hormigas que bajaran a la Vía Láctea a reclamar por su mutismo, o su incapacidad para jugar al tenis, pero reflejando, eso sí, el delineado corpóreo de tus muslos de año nuevo en el armario que le da vida al cajón.

La palabra cajón suena, en tu boca, como ataúd.

Mejor así. El león de los cielos no vivirá por siempre. Y todo pelo acabará por ser desenredado en el final de la Vïa Láctea.



Imagen: Salvador Dali, Spain, 1938

lunes, 19 de mayo de 2025

Regreso desarmado


En un principio es el camino,
desandando su huella perturbada
y mordiendo el sol de a ratos,
como quien necesita pensar la noche.

Pero el signo recto del estío
nos levanta del sueño níveo, 
aquiescente con la calidez que acuna
un siseo de formas espejadas y caninas,
de paso esquivo,
entre horizonte y ruta de olvido.

Y luego del principio es el regreso.
Con tu huella en brazos.
Y la mirada sempiterna que horada
cualquier destino que crea posible,
entre las manos tendidas
y el juego, siempre falaz,
de negarnos a la cosecha
de lo que nuestro llanto siembra.