Como el cierre ese,
casual o adictivo,
pero nunca anónimo de historias
que nos cuesta la desmembranza
de todos los polos opuestos
que yacen en el lecho
de las lagunas de nuestra ignorancia.
Sentado y con las piernas cruzadas, repartía cartas en el espacio que el semicírculo de su respiración le abría por delante. Cartas en el piso y un acervo de monosílabos que se iban puliendo en el roce con el aire frío que contenía a varios presentes ahí parados. Mirando. Calculando. Contando. Describiendo hasta dónde puede un mecanismo de tipo humano mantener esa ironía llamada vida sin los recursos más indispensables.
Va carta. Va piso. Va polvo que se corre algunos milímetros no sin cierto desdén. Van las miradas de los reunidos allí que parecen peinarle la madeja de suciedad que debería de ser pelo, pero es apenas eclosión de cerebro en mal estado.
—Usted. Sí, caballero. El del paraguas. Esta noche olvidará la puerta de su casa abierta, sin llave, y mañana Dios estará sentado en su cocina comiendo tostadas mientras lo mira fijo. Y usted sabrá exactamente qué quiere que le explique. Y morirá su silencio, se lo garantizo, antes de que Él termine su tostada.
Carta. Un camión cansado destroza los espejos de agua de la calle y sus baches. Se aleja, con el rumiar de un motor que no busca excusas para envejecer. Y los presentes que aprietan a oscuras sus manos en los bolsillos, rezando el ateísmo de querer ser salvos del destino ese, tirado tan parco en la vereda.
—Callar no le va a servir de nada. Daría lo mismo que eso que hizo el sábado pasado detrás del establo fuera publicado en los diarios o entonado sinfónicamente por todos los coros de la ciudad. Él ya lo sabe y, en su cabeza, la cicatriz no se va a cerrar jamás. Al menos no mientras ambos vivan. Y sí, señorita, hablo de usted. Nadie más de los aquí presentes viajó al campo en las últimas semanas.
Las manos ennegrecidas y con las uñas partidas acarician el mazo de cartas mezclándolo con movimientos nada casuales ni azarosos. Todo lo contrario. Cada entrar y salir de naipes, aunque semeje el contorsionismo sensual de un amante desquiciado del caos más longevo de esa cuadra, está obviamente destinado, colocado y previsto.
Va carta. Y el semáforo de la esquina cambia a rojo al mismo tiempo que una sirena pasa, lamiendo con el dolor de la urgencia el aire agreste que ahora agita apenas las cartas sobre la vereda. Los ojos, endurecidos como dos piedras negras que piden por favor párpados para su próxima vida, se clavan en la carta dormida ahora sobre el cemento. También sobre el rojo del semáforo, como si todo fuera uno. Y finalmente vuelve a hablar mirando, como siempre, a todos y a nadie.
—Sí, se lo confirmo. A usted caballero. Esta noche me encontrará aquí, como casi todas. Sé que vendrá a buscarme porque necesita mi muerte. O, en realidad, sólo mi silencio, pero sabe que no hay manera. Sabe, siendo quien es y viniendo de dónde viene, que sólo la muerte me calla. Podrá retornar mañana a su propio averno y sentarse con algo más de paz sabiendo que, al menos, una de las tantas amenazas que pesan sobre su cabeza fue eliminada.
Un viento, de poca armonía con el clima de la cuadra, se levantó brusco y agitó tanto los cabellos y abrigos de los presentes allí reunidos como las cartas repartidas en el piso, que se dispersaron como conejos culpables de algo innominado. Algunas de las personas, luego de las palabras dichas, buscaron alrededor algún posible destinatario, adivinando o presintiendo en el vacío, sin más que la pura intuición. Pero no hizo falta. El sobretodo beige, la espalda y las piernas rígidas del hombre se alejaban ya a unas cuántas veredas de allí, sin volver la vista, ni el tiempo.
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