La mirada del otro siempre acaba de quebrarse
en algún tiempo.
(No hay dulce que no se amargue,
explica la sal enferma antes de volver
a su mar.)
Y la disciplina esa de contener
la respiración, acaba por esfumar
todo diccionario
de vuelos
posibles.
La sensación esa de despertar
como el nuevo almuerzo del
enojo caníbal
de cualquier
causa.
(¿Con qué tenedor se unta el brillo ese
de haber estado al llegar?)
Y al pasar por la garganta esa del ascensor
la otra mirada sube
lo que todo baja,
y la puerta no se detiene en el
canto de esas
pupilas.
(Iris sin filo y córnea sin melodía.)
La mirada del otro
convence escaleras de olvidar peldaños
mientras acuesta, en un susurro,
las nuevas y mejores
causas para deslizar,
en el impermeable
sueño,
un plato central del siguiente desayuno.
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