lunes, 21 de abril de 2025

Alguien que eligió seguir de largo


El nombre es ese animal inquietante que nos penetra para tomar asiento en la sombra sensata de la conciencia, desde donde identificará algo y nos arrancará la piel amnésica dejándonos expuestos a la asociación necesaria. 
Lo dijo como el infortunio de un saber que indigestara el resto de las cenas del porvenir. Incluso sin conocer su nombre, llegaba hasta mí el color de la amenaza que, como una aurora boreal, se proyectaba impertinente sobre el interior de su cráneo, usando la oquedad legada por la vida para sentirse dueña de esa especie de bóveda celeste con atmósfera de hueso. 
Cada vocablo un estilete que ensarta nuestra memoria a una cara, un paisaje, un trozo de ser humano, la calle ridícula del último adiós o el tono de voz de alguien que eligió seguir de largo. Pero allí está el nombre, bendito atuendo de lienzo significante para disimular la evidente tortura ejercida contra la memoria. Sabrás. Enunciarás. Te lo llevarás como una siega más de la cosecha social, que semeja una danza infinita, interminable e inabarcable. 

Apoyé la mano en la pared, mientras la calle se paladeaba desierta de autos con cierto íntimo goce. Necesitaba sentir ese trozo de mundo en estado de quietud y saber que carecía de nombre alguno, como todo aquello que, de tan común y evidente, no se enuncia ni se revela en ninguna oralidad o grafía. 
Desde allí lo vi alejarse rengueando, con la mirada desesperada fulminando cada objeto, presencia o recuerdo. Murmurando una letanía de agónicas revelaciones finales, ramillete de epifanías que lo iban cegando vereda tras vereda hasta que lograse caer, vuelto ya innominado y libre, fuera del alcance de cualquier diccionario en celo. 

viernes, 18 de abril de 2025

Un salvaje crimen contra Flora


—No sé por qué hay que escribir.
—No hay que escribir. 
—Si no escribo, no estoy.
—No hay que estar.

(La descomposición entra en escena con un ramo de flores que piden auxilio sin saber que ya fueron cortadas por la mañana, mientras la lluvia se preguntaba cómo realizar un caligrafía de pétalos que justificara su mirada turbia.)

—Por ese camino no llegamos a ningún lado. 
—No hay que llegar a algún lado. 

(En la banda de sonido tejida al telón púrpura, las cuerdas llegan a un clímax que las sume en un silencio de jadeo, dejando a la sección de vientos corrigiendo la caligrafía de la lluvia con acentos sincopados que se acuestan en el proscenio y simulan un cuadro de ardientes velas oblicuas que increpan al viento por haber cortado las flores.

—Pero allí están las preguntas. 
—Las preguntas lo detienen todo. Son la fórmula para que nada se mueva. 

(Del fondo del camión estacionado en la entrada, se desprende una luz violeta que lacera lentamente los pasillos alfombrados con caligrafías de desencuentros y acaba por rebotar en forma coreográfica entre los espejos del hall de entrada, tapizado de fotos y canciones de diciembre, simulando ser un ramo de violetas vespertinas que arrancan media fila de butacas para plantarse en la espera de su riego.

—Sin preguntas nunca sabremos.
—El saber está en la respuesta, no en la pregunta. 

(Abrazada al telón, sobre el margen derecho, la descomposición repasa su letra sin saber que en su guion sólo hay números y que, además, al ser todos números primos no podrán procrear y darle un segundo acto que redima su salvaje crimen contra Flora. Lee, ensimismada y, a su alrededor, la carne regresa al hueso, el hueso a la tierra, la tierra al polvo y el polvo a la pregunta.)

—Pero sin preguntas las respuestas no existen.
—Por eso escribir es coleccionar una cantidad de respuestas a preguntas que nadie hizo. 

(Las violetas, desde su media fila de butacas, se ponen de pie y aplauden a rabiar en una pirotecnia de polen que convierte en terciopelo sus alrededores. Y todo sin saber que el camión sigue en marcha, estacionado en la entrada y congestionando angustias de diésel por su soledad, ya sin luces.

—Entonces no hay necesidad de leerlas. 
—Nadie lee. 
—Pero se hacen preguntas. 
—Por eso nada se mueve. 

(Escucho al último de los matafuegos verdes caer al piso en la lejanía del pasillo violeta. Sé que la voracidad de las velas oblicuas consumirá todo en apenas un cuarto de hora. También sé que, en ese mismo cuarto, se refugiarán los minutos violetas que sienten una nostalgia ya irreparable por su camión en marcha. Y que la descomposición atravesará corriendo el escenario para sumergirse en la escalera que lleva al sótano, donde la lluvia duerme, sin pensarlo ni quererlo. Y sin hacer preguntas.)

lunes, 14 de abril de 2025

Saberse


La noche como ese filo arrepentido que elige quedarse del lado de la caricia, renegando del corte, la herida o la división certera entre lo sufrido y lo olvidado. Sostiene a quien elige habitarla con una voz propia que es luz vaciada de sombras. Y esas luces conversan mudas durante la noche. Se saben. Se miran ciegas pero se mantienen en la cercanía de un tacto que va enderezando las huellas digitales para que esos vientos que levantan bolsas y papeles de las calles no invoquen miedo.

Bajo el marco de la puerta de incansable madera verde creí ver mis nueve años. Parado en la espera grácil de todo el resto de los años por suceder. Pero sin alejarse del marco verde, como si sólo allí debajo el tiempo pudiera ser controlado. No me hablaría ni me acercaría. Cuando el tiempo juega con nosotros adquirimos la solidez de una burbuja. Dos palabras y una mirada mal echadas y todo nos desvanecerá. Por eso sólo mirar y ni siquiera llevarme la seguridad de ser, ni tampoco preguntarle a la noche si el verde de aquella puerta está labrado en la sonrisa de su oscuridad o en la lejanía de mi sueño. 

Varias cuadras antes del amanecer, subo el cuello de mi abrigo para que los años no se coagulen en mi cuello mientras camino de regreso a mi vespertina soledad. Era mi verde, lo sé. Eran mis nueve años, estoy seguro. Pero me iré a dormir sin repetirlo, puesto que la noche no permite que ningún delator llegue vivo al amanecer. 

domingo, 13 de abril de 2025

El espejo de un deseo


A medida que se acercaba al espejo, cerraba los ojos. Y se quedaba detenida allí, sin mirar. 
—¿Por qué?
—Porque lo que se muestra ahí no soy yo. 
—¿Y quién es?
—Lo sé, pero no puedo decirlo. 
—¿Funciona mal el espejo, entonces?
Se daba vuelta, dándole la espalda, y ahí sí me miraba. 
—Todo laberinto se alimenta de incertidumbres. Mientras la duda está presente, tiene vida. Cuando hay certezas, muere. 
Yo la miraba. Y miraba el espejo detrás de ella. Y el espejo reflejaba una parte de mi y una parte de su espalda. Ahora sentía el miedo de no recordar cuándo habíamos entrado.
—Es hora de apagar la luz. 
Como siempre, solía decirlo cuando entre los brazos de cada uno, ejecutando el tenerse en el reflejo de un abrazo, serpenteaba el laberinto con una paleta de colores venenosos que volvía sensata la oscuridad. 
Luego, sus labios, que aún sin luz tenían aroma a rojo verano, le hablaban a los míos tan cerca que no me hacía falta oír las palabras para entender, por la vibración de su aliento invadiendo dulcemente mi boca. 
—No hablemos, porque los espejos no solo entienden de imagen, también de sonido. Pueden reflejar todo lo que decimos. Y sé que lo que algún día repetirá esa imagen que no es la mía, son palabras que nunca he dicho. 
—Te voy a dar un beso.
Porque ella siempre me pedía que le avise antes. Odiaba girar de imprevisto dentro del laberinto y ver el extremo sin salida, la elección torpe, la falla. 
—Y salimos. 
Porque yo siempre le pedía que me avise antes. Necesitaba una mínima señal de salida para poder desplegar a tiempo las alas y llevarla, con esa danza de aire turbulento alrededor que nos gustaba hasta la embriaguez, hacia donde nuestro laberinto se desplegaba recto, sin elecciones ni reflejos de otras dudas.
Antes de aterrizar y cuando ya las alas disfrutaban del planeo suave cercano a la tierra, se lo dije. 
—¿Algún día me dirás quién es la del espejo?
Ella apretó fuerte sus brazos alrededor de mi pecho.
—Sí, pero te lo diré cuando ya no puedas oírme. 
—¿Y verte?
—Verme sí, claro. En el espejo. 
Aterrizamos. Justo a tiempo para volver a encender la luz. 
Y mirarnos. 
Porque cada ojo es, al fin, el espejo de un deseo.

miércoles, 9 de abril de 2025

En el mismo lugar


René se acuesta a dormir y abraza a su oso. 
La escena podría ocurrir en un dormitorio antiguo de Bruselas, o en medio de la estepa siberiana. René podría ser adulto, al igual que el oso, o un infante de pocos años y el oso ser un muñeco de peluche. René podría estar cerca de la muerte, en medio de nieve perpetua, y abrazar al oso como buscando un último aliento de tibieza, o simplemente ser arropado por su madre en un sillón de Hanoi, mirando ambos cómo cae la lluvia frente a los faros amarillos de la calle, mientras recorre la suavidad del oso peludo pensando que la infancia es un lugar para quedarse. Quizá René, ni infante ni adulto mayor, sea un hombre maduro intentando dormir sentado en su minimalista y fría cocina de Varsovia, abrazado al oso que ella le dejó antes de partir, y quizá no advierta, hasta bien entrada la madrugada, que las lágrimas van mojando el muñeco de peluche que no acierta a quejarse como podría hacerlo un oso de verdad. Pero René también es cuidador del zoológico de Nápoles y viene, ya hace varios días, sentándose durante horas al lado del oso pardo que perdió a su compañera y no quiere comer, ni moverse, ni salir de su cueva. Dormita y luego amanece con toda la espalda dolorida, entumecido, pero la mirada del oso lo gratifica; sabe que en esos ojos que parecen fríos hay un agradecimiento que trasciende especies. Y René, que tiene apenas seis meses de vida, aún duerme mucho con la fija mirada cuidadora de su madre que pasa la noche entre la guarda de su bebé y alterna, para distracción, la mirada entre su hijo y la ventana que da a la callecita de su vecindario en Niza, colocándole historias inventadas a cada automóvil que pasa durante la madrugada, mientras se preocupa de que el oso de peluche, regalo de su hermana, no se escape de los brazos de René, lo que podría despertarlo.

En la calle Macquarie, donde se alza el Hospital de Sídney, la lluvia oscila entre acariciar las ventanas y resoplar como una queja impulsada por el viento. Ella, todavía con la anestesia reinando su voluntad y acostada en la cama de blanco absoluto, no acierta a creer que ya todo haya pasado. Apenas llega a advertir la lluvia en la calle cuando la enfermera, con una sonrisa más ancha que su uniforme, entra a la habitación con un bebé en brazos. Su bebé. Se lo coloca sobre el pecho con la suavidad de una pluma soñando y ella siente sus ojos húmedos. Detrás entra el médico y le informa, protocolarmente, que todo ha salido bien. Ambos la miran como se suele observar a los milagros cotidianos. Y el médico pregunta, por decir algo: —¿Ya tienen el nombre?, y a ella se le caen de los labios todavía resecos esas dos sílabas que tanto han repetido con su marido en los últimos meses: —René. Se llama René. Y junto con un trueno lejano y adormecido en la tarde de Sídney su esposo entra en la sala, todo ansiedad y nervios, cargando un oso de peluche que le pasa casi instintivamente a la enfermera para poder abrazar a su esposa hasta el llanto. El médico se queda mirando perdido el oso con su gran moño rojo en los brazos de la enfermera, que no puede borrar la sonrisa de su cara. Y luego murmura, sin saber si ella lo escucha o sólo habla para sí mismo: —Yo dormía siempre con un peluche igual a éste, durante años, no me separaba de él jamás por las noches... hasta que escuché a mi padre contar cómo mi abuelo había muerto a manos de un oso pardo en un viaje de turismo a Canadá. La enfermera, que sí lo había escuchado, calló su sonrisa deliberadamente, dejó el oso de peluche en el costado de la cama de la madre y, al pasar junto al médico le puso una mano en el hombro y le dijo en voz muy baja: —A veces el cuidado y el consuelo están en el mismo lugar que la amenaza y la tragedia. El médico sintió un repentino frío en sus brazos y ganas de abandonar la habitación. Se acercó entonces a los padres y, mientras acariciaba el moño rojo del oso, les dejó su última frase: —Bienvenido René. Cuídenlo mucho, por favor. Y abandonó la sala. 

viernes, 4 de abril de 2025

El último junio


Refinamiento. Desesperación. Canto encerado que se expande como seda desde gargantas hasta su inevitable reflexión en paredes. Y cada palabra que fue cantada colisiona con el inveterado obstáculo, que ni siquiera nació para esperarla, y que golpea, troza y devuelve algo parecido en sílabas, pero jamás igual. 
Refinar no es adiestrar en la forma de colocar los brazos, o cuándo es indicado el movimiento casual de la mano que indica aprobación, solías decirme. Refinar es llegar a ver lo que no hay allí en donde no hay ningún canto por ver. ¿Desesperación por escuchar? Porque las paredes no escuchan, su reflexión no requiere de la vista, decías también entre sorbo y sorbo de té. 
Pero yo sí lo recuerdo. En el último junio que pasamos en la casa. ¿Hablás con lo inanimado, con lo que ya partió de este tiempo?, te apuraste a corregirme. Sí. Y son conversaciones más refinadas que la continua desesperación que armoniza el canto de las que mantenemos los aún animados. En el último junio, decía, aquellas paredes que ya han fallecido acertaron a mostrarme su memoria, todo lo que recordaban, guardaban, atesoraban. Cada una de las palabras pronunciadas, en canto, voz, susurro o insulto. Ellas las tenían todas. Entonces entiendo un poco mejor que ya no existan, dijiste terminando la taza de té.
Si la desesperación acabará devastando, por el pánico de poder escuchar, a todo recuerdo posible, quiero pensar que no estás guardando ninguna de nuestras vidas, ninguno de nuestros junios ni tampoco la más leve armonía que nuestras voces hayan entonado junto a algún fuego. No, respondiste con lo ojos absolutamente endurecidos.
Y agregaste, antes de levantarte y salir de la sala, yo quiero sobrevivir.

miércoles, 2 de abril de 2025

Basado en hechos reales


—El problema lo tengo con las semillas. 
—Cuénteme.
—Yo como pan con semillas. Éstas se caen, a veces, del pan y quedan esparcidas por la mesa.
—¿Le molesta que se caigan?
—No. Yo no me meto con la voluntad de nadie. Menos si es una semilla. 
—Bien. 
—No sé... ¿por qué me está juzgando? ¿Cómo sabe que eso está bien?
—No fue un juicio, lo invité a que prosiga el relato. 
—Está bien, pero sería bueno que no utilice sentencias morales para animarme a hablar, porque podría lograr inhibirme del todo. 
—Fïjese que acaba usted, ahora, de hacer lo mismo. 
—Pero yo soy el paciente. 
—¿Y eso le hace suponer que tiene salvedades que no me abarcan a mí?
—Claro, porque yo le pago. Usted no me está pagando nada a mi. 
—Pero lo escucho. 
—Eso es relativo... porque todavía no le conté el motivo concreto. 
—Adelante. Lo escucho. 
—Las semillas desprendidas del pan y esparcidas sobre la mesa se confunden con pequeñas cucarachas. 
—¿En su casa hay cucarachas?
—Es notable su perspicacia... sin duda elegí muy bien al profesional. 
—Gracias. Pero no era tan difícil tampoco. 
—Nada que ocurra en mi vida es difícil. Y si lo es, ni llego a percibirlo. 
—Dejemos eso para más adelante. Volvamos a las semillas y las cucarachas. 
—Eso eso todo. Se me confunden. E imagine que estoy comiendo... no es lo más agradable que puede pasar. 
—No, es claro. Sin embargo, no puedo dejar de preguntarle por qué tiene cucarachas arriba de la mesa. 
—Lo entiendo. Si no puede dejar de preguntarme, pues hágalo. 
—¿Por qué tiene cucarachas arriba de la mesa?
—Yo no tengo nada. No son posesiones mías. ¿Me imagina con un título de propiedad de un rebaño de cucarachas? No existe tal cosa. 
—Supongo que no.
—Su margen de duda ya me da escalofríos. 
—Lo ratifico, no existe. Entonces... ¿cómo llegan esas cucarachas a la mesa y a confundirse con sus semillas? 
—Ahora está usando el posesivo para las semillas. Es decir, supone o admite que no soy dueño de las cucarachas pero sí de las semillas. ¿Cómo llega a esa conclusión?
—Es sencillo. Las cucarachas no las compró, pero el pan con semillas, sí. Ergo, es suyo. 
—Brillante. Dejemos de lado hipótesis molestas de que podrían habérmelo regalado, podría haberlo robado o podría, ¿por qué no?, haberlo horneado yo mismo. 
—En principio, dudo de que alguien regale un pan con semillas, también dudo de que si usted eligiera el camino del delito le apuntara a un pan con semillas. Y por último, de ninguna manera cocinaría un pan con semillas en un ambiente en el cual perfectamente podría estar elaborando pan con semillas y cucarachas.
—¿Sabe que lo soñé?
—¿Soñó conmigo?
—No, mi inconsciente tiene claros sus límites. Soñé que cocinaba pan y cuando abría el horno veía un dantesco espectáculo de cucarachas pasándose bronceador... cual si estuvieran en un balneario, por el calor, ¿vio?
—Claro. ¿Sintió algún tipo de pulsión agresiva hacia ellas?
—¿En el sueño o en la mesa?
—En general. 
—Si aplastarlas con un golpe que prácticamente va dejando la mesa en pedazos es algo llamado "pulsión agresiva" para usted, sí. No sólo la siento, la ejecuto y cada vez con más y más agresividad. 
—Entiendo. ¿Encuentra usted algún tipo de culpa en la cucaracha para actuar de esa manera?, denominando "la cucaracha" como una generalidad por todas, sin discriminar una por una, claro. 
—Sí, es feo discriminar.
—En realidad, depende. En ocasiones es imposible no hacerlo. 
—Por ejemplo, yo debería discriminar semillas de cucarachas, porque luego el golpe en la mesa acaba con la cucaracha, pero también acaba con todas las semillas en el piso. 
—¿Y culpa de eso, usted, a la cucaracha?
—Mire... ya van dos veces que intenta meterme en la dicotomía "culpa - inocencia". ¿Me parece a mi o usted está tomando partido por las cucarachas por tener algo en contra de las semillas? 
—Yo no tomo partido. Yo sólo analizo y trato de que usted encuentre su propio camino hacia la solución. 
—Hasta ahora, ese camino va de este sillón a la puerta de salida. Y si bien usted no toma partido, toma agua, lo veo. Y a cada rato. 
—¿Eso lo perturba?
—No, claro. Su vejiga no es de mi incumbencia. 
—Eso es un punto a favor. Al menos dejamos claro ese tema. 
—Gracias. ¿Qué tan cerca del alta me deja eso?
—No tiene nada que ver mi vejiga con su alta profesional. 
—No, claro... ¿se imagina?
—Volvamos al tema de la culpa.
—Usted vuelve. Yo, no. 
—Claro. Yo soy el analista. 
—¿Y por qué con ese tonito?
—Fue una declaración absolutamente neutra. Sin tonos. 
—Ahí está. Esa es la palabra. Neutra. Ahí radica el foco del problema. Ambas cosas son de forma y color neutro. Semillas y cucarachas. Ninguna se caracteriza ni destaca, entonces se camuflan. 
—¿Y usted da por sentado que las cucarachas toman esa forma y color adrede para confundirse con sus semillas?
—Sí. 
—Bueno, ahí nace un sentimiento de culpa. Usted está culpando a las cucarachas. 
—¿Usted, no?
—Yo no abro juicios de ningún tipo.
—Lindo sería. No vine a un estudio de abogados, precisamente. 
—No sólo los abogados abren juicios. 
—No, claro. Ahora veo que también los analistas. 
—Eso es un juicio suyo.
—Sí, ¿vio?... voy aprendiendo, ¿no? La terapia da resultados. 
—Me alegra que sienta eso. ¿Y qué resultado estima?
—Por ahora un empate peleado, con posible definición por penales. Y ahí estamos complicados porque las cucarachas patean y las semillas, no. Y usted, ya lo sé, hincha por las cucarachas. 
—Dejando de lado su altamente cuestionable juicio sobre mí, pregunto, ¿alguna vez vio a una cucaracha patear un penal?
—Sí. Esa fue otra cosa que soñé. 
—¿Era gol o atajaba la semilla?
—Me desperté antes de que la pelota llegue al arco. 
—Un mecanismo de defensa inconsciente. 
—Sí, el equipo de las semillas, en mi sueño, defendían bastante bien para ser semillas. Se cerraban atrás y parecían esperar el riego como si fueran a florecer. 
—A todo esto, hay un elemento que fue quedando afuera del análisis. 
—¿Su secretaria?
—No, el pan. 
—Ah, eso... es que el pan no interviene, no tiene nada que ver. 
—Ah, mire... ¿me parece a mi o ahora es usted quien pretende darle un halo de inocencia al pan, la semilla y el conjunto todo, dejando a la cucaracha como único culpable?
—Hay algo definitivo. Algo que diferencia de manera inequívoca a unos de otros y coloca culpabilidades donde deben estar. 
—Lo escucho. 
—Las cucarachas se mueven y las semillas, no. Las cucarachas tienen voluntad y las semillas, no.
—¿Le parece que algo que es capaz de devenir en árbol carece de voluntad? Deje pasar el tiempo suficiente y vaya a observar a cucaracha y semilla. Por un lado verá un cadáver ya consumido y, por el otro, un árbol de dimensiones que harían palidecer a cualquier cucaracha, por más voluntad de contaminar su mesa que tenga. 
—No deja de tener razón, pero no puedo esperar a que la semilla se vuelva árbol para comerme mi pan. 
—Y ahí ya llegamos a que las cucarachas directamente serían las culpables de su muerte por inanición. 
—Me parece una excelente conclusión. Ahora sí empiezo a ver el camino. 
—¿Y qué siente que tiene que hacer?
—Aceptar mi destino. 
—Me parece altamente razonable. 
—Bajar la pulsión agresiva de la culpa.
—Excelente. 
—Y quitar el pan con semillas de mi dieta. En realidad quitar todo tipo de comidas, puesto que sea lo que sea que ponga en mi mesa ellas vendrán. 
—Aceptación. 
—Claro, la última etapa del duelo. Aceptar que debo desaparecer para evitar toda culpa posible y toda pulsión agresiva. 
—Sí lo piensa bien, llegó aquí "negando"; luego entró en la "ira" de pretender acabar con seres inferiores en voluntad a una semilla; más tarde llegamos a una "negociación" en donde intercambiamos voluntades, penales y algún vaso de agua; llegó después la "depresión" de entender la realidad y ahora la "aceptación" de su propia extinción. Es decir, ha completado las cinco etapas típicas de todo duelo. 
—Supongo que aquí terminamos por hoy. 
—Terminamos con la terapia en general. No acepto pacientes que han fallecido. 
—Claro... es lógico. 
—Eso sí, al salir por favor abónele la sesión a mi secretaria. 
—¿Ella le cobra a seres fallecidos?
—Sí, porque tiene una licenciatura en médium.
—Qué completo todo... ¿Y le puedo hacer una última pregunta, doctor?
—Sí, por supuesto. 
—¿Me llevará flores?
—Créame que lo evaluaría de buen grado, pero la ética profesional me lo impide. 
—Obvio. Usted es lo que se dice un profesional en toda la regla. 
—Sí. Y aparte, entre nosotros y ahora que ya terminó la terapia, debo confesarle que tengo un grave trauma de confusión entre las margaritas y los huevos fritos.
—Ah, caramba... qué complejo, puedo imaginarlo. 
—Me estoy tratando, por supuesto, pero no sabe la frustración que experimento en la mesa cuando quiero mojar el pan en una margarita. 
—¿Sabe qué, doctor? Ahora me hace sentir realmente mucho mejor. No es que me consuele su desgracia, por supuesto, pero me siento menos solo. 
—Es invariable. Las tragedias unen a la gente. 
—Por supuesto.