René se acuesta a dormir y abraza a su oso.
La escena podría ocurrir en un dormitorio antiguo de Bruselas, o en medio de la estepa siberiana. René podría ser adulto, al igual que el oso, o un infante de pocos años y el oso ser un muñeco de peluche. René podría estar cerca de la muerte, en medio de nieve perpetua, y abrazar al oso como buscando un último aliento de tibieza, o simplemente ser arropado por su madre en un sillón de Hanoi, mirando ambos cómo cae la lluvia frente a los faros amarillos de la calle, mientras recorre la suavidad del oso peludo pensando que la infancia es un lugar para quedarse. Quizá René, ni infante ni adulto mayor, sea un hombre maduro intentando dormir sentado en su minimalista y fría cocina de Varsovia, abrazado al oso que ella le dejó antes de partir, y quizá no advierta, hasta bien entrada la madrugada, que las lágrimas van mojando el muñeco de peluche que no acierta a quejarse como podría hacerlo un oso de verdad. Pero René también es cuidador del zoológico de Nápoles y viene, ya hace varios días, sentándose durante horas al lado del oso pardo que perdió a su compañera y no quiere comer, ni moverse, ni salir de su cueva. Dormita y luego amanece con toda la espalda dolorida, entumecido, pero la mirada del oso lo gratifica; sabe que en esos ojos que parecen fríos hay un agradecimiento que trasciende especies. Y René, que tiene apenas seis meses de vida, aún duerme mucho con la fija mirada cuidadora de su madre que pasa la noche entre la guarda de su bebé y alterna, para distracción, la mirada entre su hijo y la ventana que da a la callecita de su vecindario en Niza, colocándole historias inventadas a cada automóvil que pasa durante la madrugada, mientras se preocupa de que el oso de peluche, regalo de su hermana, no se escape de los brazos de René, lo que podría despertarlo.
En la calle Macquarie, donde se alza el Hospital de Sídney, la lluvia oscila entre acariciar las ventanas y resoplar como una queja impulsada por el viento. Ella, todavía con la anestesia reinando su voluntad y acostada en la cama de blanco absoluto, no acierta a creer que ya todo haya pasado. Apenas llega a advertir la lluvia en la calle cuando la enfermera, con una sonrisa más ancha que su uniforme, entra a la habitación con un bebé en brazos. Su bebé. Se lo coloca sobre el pecho con la suavidad de una pluma soñando y ella siente sus ojos húmedos. Detrás entra el médico y le informa, protocolarmente, que todo ha salido bien. Ambos la miran como se suele observar a los milagros cotidianos. Y el médico pregunta, por decir algo: —¿Ya tienen el nombre?, y a ella se le caen de los labios todavía resecos esas dos sílabas que tanto han repetido con su marido en los últimos meses: —René. Se llama René. Y junto con un trueno lejano y adormecido en la tarde de Sídney su esposo entra en la sala, todo ansiedad y nervios, cargando un oso de peluche que le pasa casi instintivamente a la enfermera para poder abrazar a su esposa hasta el llanto. El médico se queda mirando perdido el oso con su gran moño rojo en los brazos de la enfermera, que no puede borrar la sonrisa de su cara. Y luego murmura, sin saber si ella lo escucha o sólo habla para sí mismo: —Yo dormía siempre con un peluche igual a éste, durante años, no me separaba de él jamás por las noches... hasta que escuché a mi padre contar cómo mi abuelo había muerto a manos de un oso pardo en un viaje de turismo a Canadá. La enfermera, que sí lo había escuchado, calló su sonrisa deliberadamente, dejó el oso de peluche en el costado de la cama de la madre y, al pasar junto al médico le puso una mano en el hombro y le dijo en voz muy baja: —A veces el cuidado y el consuelo están en el mismo lugar que la amenaza y la tragedia. El médico sintió un repentino frío en sus brazos y ganas de abandonar la habitación. Se acercó entonces a los padres y, mientras acariciaba el moño rojo del oso, les dejó su última frase: —Bienvenido René. Cuídenlo mucho, por favor. Y abandonó la sala.
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