Acompañé al perro a grabar los momentos finales de su episodio de ladridos en la noche. Él quería tener un registro y poder escucharse porque, según me confesó más tarde, sospechaba que la edad estaba tornando su ladrido en un impotente ronquido sin consecuencias.
Cuando lo vi con el casete en la mano le pregunté si no tenía miedo al resultado. Pero me dijo que olvide lo humano. Que tras un hocico todo explota en formas distintas. Sin embargo, no pude evitar notar su cola caída y entregada al universo de lo irremediable.
Mientras el casete sonaba y los ladridos, sin juicio de mi parte, repetían su cadencia de farol esmerilado por los años, vi cómo agachó la cabeza, emitió un resoplido más de equino que de perro, y luego se acercó hasta mí diciendo en voz baja, como un susurro con aroma a plegaria:
—Nos vemos en la próxima. Yo ya terminé por aquí. Es hora del acantilado.
Y, por supuesto, entendí muy bien esa referencia al acantilado. Demasiado bien.
Le acaricié el lomo y lo rodeé con un abrazo. Él dejó escapar unos bufidos afantasmados, como si la rémora de un real ladrido aún luchara por un lugar en su memoria.
Luego, me devolvió al casete y sólo atinó a decir:
—Por favor, que nadie lo escuche. Quiero irme con dignidad.
Lo guardé en mi bolsillo y acabé viendo cómo su sombra se recortaba en la noche de la ruta camino al acantilado.
El tono anaranjado del amanecer incipiente acabó por secarme las últimas lágrimas.