miércoles, 13 de diciembre de 2017

Blanco


Faltan cuatro minutos para las dos de la madrugada. (Él siempre me decía que nunca eligiera números redondos, que son más creíbles los números que no coinciden con números redondos. Y, mientras hacía un gesto curvo con la mano, yo no podía dejar de imaginar manadas de números rodando por una ladera de verdades bien verdes, bien creíbles. Porque todo lo verde es creíble, así como verde está tan deletreadamente cerca de verdad). Afuera, el viento se lleva en cadencias espasmódicas muchas cosas que oscilan, vuelan o se arrastran, según cómo haya sido su historia y su origen. (Él remontaría para siempre esa redundancia de silencio sobre silencio llegando a término sin quejarse nunca de un sólo dolor. Pero yo no podía mirarlo sin imaginar que el culpable de la asfixia lenta era sencillamente el color blanco omnipresente).

    —Le dejo el barco donde siempre... Vea que hay viento esta noche... Vea...
Y un gesto mínimo tocando su gorra con dos dedos. Antonio se retira caminando por las piedras brillantes de humedad. (Él entornaba los ojos, como si de afilar las pupilas se tratase, cuando tenía por delante a Antonio. Decía que su costumbre de no terminar jamás las frases se debía a un falsedad oculta, a un esconder pasado o presente turbio). Las maderas del barco crujen quejándose del viento. Son sonidos cortos, repentinos, con resonancia fresca de camarote a obscuras. Desde mi ceguera, con mucha tranquilidad puedo pensar en ellos como en la voz perdida de la noche. (Él me tenía prohibido hablar de mi ceguera. Decía que ser ciego es vulgar, que cualquiera puede ser ciego, basta con arrancarse los ojos, por ejemplo. En cambio ver, ver pero ver de mirar y no sólo de tener los ojos abiertos, eso no es para cualquiera, decía él. Y yo siempre quise preguntarle si alguna vez se había arrancado los ojos, pero nunca se lo pregunté. Porque yo, en mis sueños, me los arranco cada vez sin que nada cambie).
    —Cuídese, Antonio, le digo alzando bastante la voz, aunque sin gritar. Y en la penumbra del sendero adivino el gesto del hombre, de espaldas, alzando apenas la mano, sin dejar de caminar algo encorvado. (Él disponía de cada colilla de cada cigarrillo en forma tal que su manera de arrojarla denotaba qué pensaba del otro. Siempre la lanzaba lejos, tomándola a presión entre sus dedos pulgar e índice, en un movimiento ya impensado, mecánico, automático. Luego, la dirección y el arco que describía era el indicador: cuanto más alto y dotado de gracia era el tiro, mayor simpatía; en cambio, un lanzamiento bajo, corto, o incluso rebotando cerca o rápido contra algún obstáculo, no era para nada una buena señal).

    —Esperando... Estoy esperando, nomás. Siempre, ¿vio? Como... como que todo eso que siempre es una gran sábana de agua que nos duerme sin querer, ¿no?, el río, bah, todo eso venga hasta mí y me lleve —y hacía un gesto ampuloso con las manos—, me levante y nademos así, sin nadar, pero con esa calma que tiene siempre el agua, porque el agua es... es calma, ¿vio?, calma siempre, por más olas que tenga o no, son como... como una bravuconada que no se le cree mucho. No... el agua es calma. Y nos lleva mansos, nos duerme, sólo hay que quedarse sentados acá y esperarla. Acá o...
    
    No es de hablar, Antonio, poco y nada. A veces ha soltado breves monólogos tropezados como ese. Me viene ahora a la memoria y no sé bien por qué. Supongo que el viento. El verlo adivinado en ese irse por la noche hastiada. El sospechar como sospecho del blanco que lo ocupa todo. (Él, creo yo, acabó por enamorarse en forma tan infantil como insana de la redundancia del silencio sobre el silencio. Y al fin, cuando el blanco omnisciente cantaba su jaque al rey sin siquiera torcer los labios, él ya sostenía en sus manos frías y nudosas algo que le sabía a eternidad: un amor que lo trascendería, un caminar de pasos cerrados en ese bosque tan silencioso como imperceptible para quien no estuviera envenenado de blanco).

    —¿Cómo era mi padre?
    Suspira, Antonio, y se acomoda inquieto en su silla blanca, con la sonrisa más apagada y triste que se puede superponer a esa hora de la noche.
    —No era un hombre fácil... No... Yo le diría que, en realidad no lo diría yo, lo que se decía siempre era... Bueno, ya se sabe cómo es la gente. Somos gente, claro. Todos. Su padre, por decirlo así, no esperaba que nada se lo llevase. No era como yo. Él se sentaba en la orilla y miraba al río como diciéndole: "algún día te voy a beber entero y todos los que caminen por el lecho seco van a recordar mi nombre". Yo le miraba los ojos, ¿sabe?, le miraba los ojos cuando él miraba. Hay que mirar a la gente cuando mira otras cosas u otras personas para enterarse de las verdades. Las verdades que se callan fácil cuando se mira de frente, se escapan como fantasmas infantiles cuando se mira creyendo no ser visto. Y este hombre, su padre... bueno...
Hago un gesto alzando una mano, alzando las cejas y sonriendo un poco, como invitando.
    —¿Bueno?
    Antonio pierde los ojos en el lecho del río. Hasta allí se han ido a caer sus miradas y su nula preocupación por mi invitación a que siga hablando. Parece que lo que está meditando es infinitamente más fuerte e importante que mis preguntas o mis esperas. O que mi persona, directamente. (Él siempre me decía que tenía que vestirme de muelle, si estaba en el muelle, y de barco, si estaba a bordo. Que lo más importante no era que nadie me mirara, si no que nadie me viera, y que ambas cosas para nada eran lo mismo. Él decía mimetizarse, marcando cada sílaba con un vaivén categórico de la mano y un brillo en los ojos).
    —Antonio, ¿qué había en su mirada?
    Quizá la pregunta directa, sin sutilezas o esperas, funcione mejor. 
    —Su padre, tiene que saberlo, no era de tomar. No... casi nunca. Él dejaba que tomaran los otros, pero el callaba bien callado su garguero y no le hacía al alcohol. Sin embargo, una noche, acá mismo, apenas unos metros más allá en el muelle, estaba un poco mosqueado por algunas ginebras que habíamos tomado juntos. Y los ojos le brillaban. Miraba el río al trasluz, como si tuviera el deber de respirarse toda el agua y regalarle el oxígeno a alguien que lo necesitase. Y los ojos le brillaban... Mientras, yo lo miraba mirar... pero ningún agua frenaba esas pupilas. Y había algo concreto en esa mirada, algo material. Así que así, como le decía, mirando mirar, fue que la conocí.
    Hace silencio. Antonio calla y se ladea la gorra como quien quisiera dormir. O salirse del presente.
    —¿Conocer?... ¿conocer a quién?
    —A su madre, claro. 
    —¿Mi madre?
   —Claro, a la mujer que el río blanco le llevó de los brazos. Nunca la había visto, jamás. Apenas sabía que había existido y más por mentas que por su padre. Él no hablaba jamás de ella. Pero bueno... claro, ella estaba en su mirada. Imposible disimular esas cosas. 
    Siento un frío violento en los brazos. Como si hubiera equivocado alguna puerta y estuviera en la vida equivocada. Antonio es el guarda del tren que mira mi boleto y me informa que ese tren no va adonde yo quiero viajar. Y afuera, todas las ventanillas vomitan noche sobre los asientos y yo tengo la seguridad de que ya nunca voy a poder bajar.
    Antonio se para, tomándose la cintura, algo encorvado, me pone una mano en el hombro y mira hacia el borde del muelle. 
    —Me voy. Este viejo tonto ya habló demasiado por hoy y se está poniendo frío. Mañana salgo apenas haya luz, déjeme la llave en la caja gris, donde siempre. El barco está listo. 
    Todas frases que se caen de mis oídos como el deshielo de una montaña transparente. Antes de que se aleje, le tomo un brazo al pasar y le digo con voz ronca:
    —Antonio... cuénteme cómo era mi madre. Y por favor no me diga que jamás la conoció porque yo sé que no puede mentirme acá, delante del río que alguna vez se lo va a llevar.
    —No... claro, no... ¿mentir?, no tengo por qué. Pero sólo tengo lo que vi aquella noche en aquella mirada y nada más. 
    —Es más de lo que tuve yo, en toda mi vida. 
    Antonio calla durante unos segundos largos y deja que mi frase sea pulida en silencio por el cariño de las maderas húmedas del muelle.
    —Su madre era una mujer blanca, con unos brazos que ondulaban en la misma calma que el agua y unos ojos del color del lecho del río, porque era ciega su madre, ¿sabe?... Pero lo más importante de todo es que ella era una mujer blanca, blanca igual que el río blanco, no de piel, de alma, digo... Era importante eso porque ella era del río y por eso volvió a él. Simple, ¿no?, muy doloroso, muy simple también. Todos, vea... todos estamos en camino a casa, a lo que sea que fuera nuestra casa, pero en camino. Todos estamos regresando. Y eso estaba en la mirada de su padre, aquella noche. Llámele embrujo del alcohol o dolor atragantado, pero esa noche su padre andaba con ganas de contar algunas cosas. Y lo hizo a su manera, en ese completo silencio con el que se vestía, pero dejándome que mire su mirada. 
    Luego de unos segundos, comprende que yo ya no voy a hablar. Me palmea apenas el hombro y se va caminando, dejando un "adiós" apenas murmurado entre sus pasos arrastrados. 

    Él siempre colgaba el sobretodo en el mismo gancho amurado a la pared, cada vez que regresaba del muelle. Luego, revisaba meticulosamente los bolsillos uno por uno sacando sus cosas personales y acomodándolas en una repisa. Odiaba que lo mire hacer eso y, entre muchas otras reglas, me tenía terminantemente prohibido tocar sus cosas. Por eso, ya de grande y entendiendo, evitaba mirarlo y solía dejarle ese rato en paz. No se me escapaba que, luego de colgar y acomodar todo, solía sacar un papel del bolsillo del sobretodo y sentarse en la cama a mirarlo. Digo mirarlo y no leerlo, porque mi padre era analfabeto, no sabía leer. Sin embargo, más allá de la intriga que me causaba ese ritual sin sentido, jamás me atreví a revisarle nada. Podía más el miedo a su enojo que mi curiosidad. 
    La noche en que finalmente murió, y en medio de un estado de shock, tan sereno como devastado, lo primero que hice, aun entendiendo lo tonto de mi acto, fue ir a revisarle los bolsillos del sobretodo en busca de ese papel que noche tras noche le había visto mirar absorto sentado en la cama. Lo encontré fácil, rápido, obviamente no había tantos bolsillos. Lo tomé como si fuera un objeto sagrado y me senté en la cama, casi en el mismo lugar en donde se sentaba mi padre. Lo abrí, lo miré y lo revisé detalladamente por ambas caras. Era un papel en blanco. Completamente en blanco. 
    Hoy, luego de tanto tiempo y luego de las palabras de Antonio, entendí ese papel, entendí a mi padre y entendí qué mujer era mi madre. Entendí que la única carta de amor que una mujer blanca de río podía dejarle a su pareja analfabeta era precisamente un papel en blanco. Entendí que la redundancia de silencio sobre silencio de mi padre, encontraba cada noche, en ese papel en blanco, todas las palabras que él precisaba de su amor. 
    Y entendí, finalmente, que ahora tenía el pasaje correcto en la mano para mi regreso a casa.


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