viernes, 8 de diciembre de 2017

Siempre se van en un auto

Cierran la puerta, la última, y nace un mundo distinto adentro. Es un mundo que se separa del que habitamos los que estamos mirando. Cierran la puerta y ahí está ese planeta que nació, con una atmósfera de vidrios oscuros y formas difuminadas que se adivinan a través de cielos reflejados. No arrancan enseguida. Hay un lapso mínimo en el que ocurren cosas adentro del auto. Cosas que no sabemos. Cabezas que giran. Alguna conversación de frases rápidas y gestos mínimos de manos. Se señala hacia adelante, hacia los vidrios y atmósferas que los rodean. Desde afuera el sentimiento es el mismo que ante un planeta nuevo. Interrogantes. Habitantes. Y sabemos que acaban yéndose. Siempre. Luego de ese lapso de nada o de actos ciegos al exterior, el auto se mueve, frena apenas como una gentileza de un mundo nuevo ante un universo viejo, y luego sí, ya sale a la nueva vida de mundo nacido. Y se lleva a sus habitantes consigo. Y los que miramos somos invadidos por el desasosiego y la desolación de saber que jamás volveremos a verlos. Como en una visita de mundos, de planetas que se acercan y se orbitan para luego desanudarse y saltar a saborear el vacío obscuro. Jamás. Jamás volveremos a ver a los mismos seres. Cuando bajen del auto serán otros, serán los anodinos y obtusos que ignorábamos y evitábamos antes de su experiencia estelar. 

    El auto sabe. Todos los autos lo saben. Callan, con ese brillo de silencio color gris, o celeste o rojo deportivo y rapaz. Callan y mantienen sus faros indiferentes, como jugadores de póquer sentados a la mesa en la que se disputa cada universo, cada noche. Saben y callan, fingiendo interés sólo por la presión de los neumáticos, por el estado de la batería, por la nafta. Saben que son mundos portátiles y descartables. Uno nuevo cada viaje. Uno más, con cada puerta cerrada. Uno, con cada ser que se va. 

    El hombre baja la ventanilla y el viento lo invade. Lo levanta del asiento. Lo estrella contra el techo del auto y, rebotando caóticamente, lo expulsa. El hombre remonta el cielo, sintiendo una opresión letal en sus pulmones. Muere, en un parpadeo tenue, en una canción salada que se le pegotea en los labios, y se invita a mirar con calma el delineado de la ruta allá abajo, por donde ahora transita el auto solitario, acéfalo de volante o manos directoras. Él se recuesta cansado en una corriente de aire tibio. Su saco flamea en la tarde soleada. Cierra los ojos y la agenda de su mente le indica etiquetas de prioridades. Allí, girando no muy lejos de ciertas nubes, toma su celular y marca el número de su esposa. Tendrá que ir a buscar al auto. No, él ya no puede. Sí, está estrellado contra un árbol a la vera de la ruta. No, él no estaba en el auto. Sí, sí, se había bajado antes. No, no está vivo. Nunca más. Y sí, claro, la ama. 

    Cierran la puerta y ambas dimensiones se desgarran. El que mira, fuera, y el que ya no mira, dentro. Aceleran y los mundos se derriten un poco, se solapan. El rumor del motor es el mantra adormilado de las dimensiones que fingen estoicismo pero copulan en transversal optimismo de amistad planetaria. Quieren ser una. Quieren parir un espejo retrovisor que las muestre en el asiento trasero sonriendo y cantando rumbo a su destino. Pero el optimismo se lacera con cada cierre de puerta, con cada traba automática, con cada vidrio levantado. Nunca bajan los mismos. Suben seres de un color y bajan arco iris de espectro estropeado, con infrarrojos desenfocados y similitudes apenas abocetadas en clave antropomorfa. Pero sólo los autos lo saben. Y callan. Cierran sus puertas y arrancan, con una astilla de húmeda culpa clavada entre sus bujías. 

    El hombre frena en el semáforo. Se mira las manos en el volante. Se mira las uñas. Extiende los dedos y vuelve a cerrar el puño. Delante de su auto, el universo se pliega con un chirrido agudo de galaxias en agonía. Antes de que el semáforo se ponga en verde, todo se pone en negro, en vacío y en la nada. El murmullo del aire acondicionado le dice que es su última oportunidad de respirar, que si lo apagara ya no le quedaría más que nadar, con largas brazadas, a través de la nafta de su tanque hasta llegar al más allá. Más allá del parabrisas, el universo plegado acaba de triturar las últimas estrellas y cae, amorfo y blando, hacia la laguna efervescente del botiquín de Dios, que lo mira serio. El brazo izquierdo se le desprende y activa, sin querer, el guiño. La luz naranja y parpadeante en el tablero le hilvana los ojos a su recuerdo. Busca el celular en el saco con su mano derecha y llama a la esposa. Tendrá que venir a buscar al universo justo abajo de su auto. No, él no lo atropelló, él respetó el semáforo pero todo fue inútil. Sí, que llame también a su abogado. No, no para él, porque él ya no está, para el auto. Sí, todavía respira pero sólo hasta que se apague al aire acondicionado. Y sí, claro, está llorando.

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