Llueve.
Pero acá no es una cuestión de las nubes y eso. O un frente frío chocando con un frente cálido y esas cosas que dicen en la televisión. Esas son otras lluvias, que ocurren en el cielo y por causas que ellos saben. Y que los cielos alimentan con esas luces que después se ven en las noticias. Les dicen tormentas eléctricas, como si alguna vez se hubiera podido enchufar una nube. No.
Acá la lluvia es uno más de nosotros, alguien que vive acá. No ocurre, no cae, no se precipita, no se desata, ella vive acá y cada tanto elige ponerse a conversar, a su manera, con la gente del pueblo. Todos la conocemos, claro, ¿quién puede ignorar a la lluvia? De recién nacidos, nomás, la vemos caer y estar. Porque, aparte, ella tiene eso de ser inmortal. Todos sabemos que nos sobrevivirá y que viene habitando el pueblo desde mucho antes que nuestros abuelos o bisabuelos. En algunas charlas, incluso, hay quien aventura que ella ya estaba por acá cuando todo esto sólo era tierra, pasto raleado, aves picoteando algún fruto descuidado y la colina, siempre ahí en el fondo.
Porque ella también es un habitante más. Imagino que no debe haber día en el pueblo en el que la colina no intervenga en alguna conversación. Ella siempre es el marco, el fondo, la tela infinita en donde van a parar nuestras miradas cuando no tenemos nada que mirar. O cuando queremos evitar cualquier mirada. Siempre lo pensé, si algún día esa colina nos devolviera todas las miradas que allí han ido a parar, bueno… tendríamos graves problemas para hacernos cargo de aquello que elegimos eludir, ignorar, hasta incluso despreciar. Pero ella también es inmortal. Aunque algunos digan que no es tan así, porque hay algo llamado “erosión” que tarde o temprano va a matarla. Yo, como no conocía la palabra, en principio creí entender que venía de “eros”, o sea, el dios del amor y la pasión, y la relacioné enseguida con la lluvia, porque ella le cae encima todo el tiempo y quizá ese sea un amor que termine por matarla. Pero después me explicaron que no, que tiene mucho más que ver el viento.
Y él sí que, como todos sabemos, casi podría decirse que tiene su propio documento de identidad expedido por la municipalidad del pueblo. No está siempre, eso es verdad, elige épocas y días, estaciones, sale a recorrer las calles cuando tiene ganas y, cuando no, se hace extrañar tanto que las aspas de los viejos molinos ya sin uso gimen de óxido pero también de nostalgia. A ellas les gusta que el viento de nuestro pueblo las mueva y les susurre, cual piropo, que aún están vivas y que son útiles. Ellas saben que no. Todos sabemos que no. Pero también sabemos que, sin la piedad de la mentira fraterna que aleja la muerte de los calendarios, todo sería mucho más duro. Por eso mismo, gran parte de nuestras miradas se pierden cantidad de veces en esas aspas dando vueltas apenas con un registro perenne de melancolía que es, a la vez, el ánimo intrínseco también de nuestro pueblo. Y una de sus mayores alegrías, aunque suene contradictorio.
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