miércoles, 30 de abril de 2025

No estábamos solos


Camino por el pueblo bajo las farolas que le dan la bienvenida a la madrugada. Una secuencia de miradas amarillas, estáticas, que dejan lamparones de calle iluminados de mala gana. Yo siempre les adiviné una queja, un decir callado en el cual se preguntan para qué quedarse toda la noche encendidas si casi nadie camina por el pueblo a esas horas.

Bueno, yo sí.

Pero ellas también saben que no las preciso. Si las dejaran descansar y todo fuera noche en serio, noche respetada y oscura, tal como corresponde, podría ver con mucha más claridad las estrellas que parpadean sobre la colina, al fondo del pueblo. Las veo igual, pero tengo que alejarme un poco de las calles iluminadas y llegar a esos confines donde el suelo de tierra niega toda ciudadanía posible y nos avisa que ya estamos fuera.

De lo que sea, de lo que queramos, de lo que esperemos u olvidemos.

Allí, cuando todas las farolas y demás miradas indiscretas quedan a mis espaldas, puedo contemplar el filo negro de la colina en el horizonte, como el telón maníaco de un escenario que basara su existencia en la soberbia de carecer de todo espectáculo. Sin embargo, las estrellas que desfilan sobre ese contorno son la iridiscencia privada de un ramo bastante importante de mis sentimientos. Pero seco. Reseco como pétalos desparramados de recuerdos tristes en el desierto de una amnesia.



Cuando recorríamos juntos la noche, llegar a este mismo lugar en el que hoy me detengo era el punto de partida para un silencio, mutuo e interminable, en el que ambos buscábamos el nombre del otro en el dibujo que las estrellas trazaban sobre la colina. Una letra, una inicial, un trazado entre puntos de luz, un azar de cosmología que nos dijera que no estábamos solos, o que nuestras miradas eran correspondidas.

Hasta aquella madrugada con llovizna, que nos desafiaba a volvernos más pronto de lo habitual, en la que, con la emoción traicionando mi garganta, te empecé a marcar las estrellas que delineaban la “s” y luego la “i”, más sencilla, luego la “l” y, para cuando estaba a punto de mostrarte cómo se formaba la “v”, directamente me besaste hasta el amanecer, dejando que la lluvia termine de bendecirnos por nuestro hallazgo.

Recuerdo las únicas palabras que me dijiste en el camino de regreso, ya nuevamente bajo las farolas amarillas y mientras clareaba despacio el cielo: “ahora que ya sabés dónde estoy y cómo encontrarme, no vamos a separarnos nunca más”. Y fue esa misma mañana cuando ya no volviste a abrir los ojos.

Me quedé sentado mirándote una cantidad de horas que nunca quise medir, hasta que el viento nuestro, ese que conversa magias en remolinos de polvo a lo largo del pueblo, entró por la ventana a susurrarme que todas las farolas amarillas yacían apagadas y que era hora de que te dejara anochecer, con la misma paz con la que tu piel se volvía pálida y fría.



Por eso hoy cruzo el pueblo por las noches, dejando atrás la oscuridad amueblada de contornos amarillos y sonidos breves de hogares que procesan lo que queda del día, una cena, una sobremesa, un cepillarse el pelo o un alisar las sábanas para que aterricen los sueños, y salgo de los límites de la luz para quedar cara a cara con la colina y su lento acariciar de estrellas que define el pulso de la madrugada.

Esperando.

Esperando el mágico momento en el que vuelvan a alinearse para decirme que tus ojos se volverán a abrir.

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