viernes, 2 de mayo de 2025

Uno de nosotros


Nunca tuve dudas de que cualquier encuesta lo daría ganador por amplia mayoría en la categoría de “ciudadano ilustre”. Pero, por supuesto, nadie hace encuestas en nuestro pueblo. En parte porque a nadie le interesa qué pensamos y en parte porque nadie tendría interés en responder. De todas maneras y más allá de ese detalle, el hecho de esa preferencia y cariño entrañable también habla bastante de nuestra forma de ser. Idiosincrasia, le dicen algunos, aunque sea una palabra que por estas tierras cae demasiado altisonante. Nadie puede pensar que en un pueblo como este se le pueda dar cabida a tanta cantidad de letras juntas para expresar cómo somos. Porque ese “somos”, sin ir más lejos, puede contener, por ejemplo, este tipo de preferencias a la hora de nombrar un habitante destacado, ilustre o querido. “Símbolo”, “ícono”, “faro de honestidad intachable” y demás denominaciones más ligadas a un improbable libro de historia que a su verdadera identidad.

Sin embargo, tampoco a nadie le molesta la vulgar exageración. O incluso, lo llegué a pensar muchas veces, no hay tal exageración y es realmente lo que piensan de él, sin derrapar ni un adjetivo en sus charlas. Yo, si bien no puedo contarme como participante de esa tribuna, también confieso que lo siento como un símbolo entrañable y alguien sin el cual este pueblo no sería para nada el mismo.

Llegó en una época en la que se esperaba algo muy distinto de esta región. Soplaban vientos de prosperidad y se pensaba que este terrón difuminado de casas sueltas en medio de un desierto bastante amable se convertiría en “ciudad”, esa palabra que a cualquier habitante de por aquí le causa escozor, pues ante algún extranjero que se atreva a llamarnos “ciudad” se lo corregirá inmediata y severamente con un “pueblo, señor, y orgullosos”. Entonces, decía, a alguien se le ocurrió que él debía de formar parte del pueblo, que era necesario que lo trajeran, que ya habíamos crecido lo suficiente como para merecerlo. Y que una de las calles, la que obviamente contenía la comisaría, la iglesia, la municipalidad y la oficina de correo, diseminadas en un par de cuadras, lo necesitaba en uno de sus cruces con la que contenía, a su vez, los escasos comercios apiñados también en un par de cuadras, como si necesitaran verse de cerca entre sí para no experimentar la tristeza que siempre acechaba en las afueras del pueblo, mirándonos desde la colina fijo y sin parpadear.

Así fue que comenzó a formar parte de nuestra comunidad este vecino. Raro al principio, mirado con desconfianza por algunos y con un exagerado respeto por otros, respetado en sus decisiones cíclicas y eternas, pero siempre único en su especie. Sí, sobre todo porque, por más proyección de progreso que algún alucinado pudo tener para nuestra comunidad, quedó solo como único ejemplar de una especie que jamás se extinguiría porque tampoco, en realidad, tenía vida. Luces, sí. Y eran su natural carisma y encanto, lo que lo destacaban del resto de los vecinos. Sus tres luces rotando todo el tiempo e indicando quién debía o no pasar por su calle (porque, obviamente, luego de que lo instalaron, la calle pasó a ser “su calle” para todos).

Siempre me quedó en el recuerdo el comentario que cierto día me hizo un compañero de bar. Parado en la vereda a mi lado y observándolo, me tocó el brazo y me dijo, casi como un secreto y en voz baja para que él no escuche:

—¿Te diste cuenta? La luz del medio, esa que en todos ellos siempre es amarilla, en el nuestro es color sepia… ¿Entendés?, eso es lo que indica que ya es parte de nuestro pueblo y que es uno de nosotros.

Y esta frase, más allá del detalle del color que era tan cierto como significativo, me hizo caer también en la cuenta de que nadie en el pueblo se refería a él por su verdadero nombre. Como si llamarlo sencillamente “semáforo” fuese un insulto inaceptable para alguien tan querido.

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