lunes, 5 de mayo de 2025

Un tipo de fenómeno


Para casos así, es decir, gente que llegaba al pueblo desde otros lugares estando de paso, a casi todos les gustaba usar la palabra “forastero”. Para mí era un poco ridícula, me sonaba a película del lejano oeste. Pero supongo que su uso tenía que ver con una postura general ligada al orgullo. Cuanto más solemne y ajena sonara la palabra usada para describir al extraño, más arraigado estaría el saberse parte del pueblo.

Entonces, este forastero estaba de rondas por el pueblo con diversos trámites y, por cuestiones laborales un poco indirectas pero necesarias, me había tocado atenderlo, de alguna manera. Así fue que nos reunimos, casi topándonos en nuestras caminatas, en la clásica esquina de la plaza que estaba coronada, en diagonal, por el bar. Y suena así, sólo “bar” porque al ser el único jamás tuvo necesidad de un nombre. Quizás alguna vez su dueño le imaginó alguno, pero no tiene ningún sentido nombrar lo que es único. El bar, y ya era suficiente. Llegó dando pasos un poco indecisos, como si hubiese olvidado algo en algún lado (quizás esos pequeños regustos que un temporal desarraigo provoca en un viaje), pero al acercarse me di cuenta de que tenía un tema muy concreto para abordarme. Luego del saludo amable y con la mirada acariciando un poco las hojas ocres que alfombraban la plaza, sacó un papel de su bolsillo.

—Es… nada importante, sólo curiosidad. Usted entenderá. Cuando uno viaja, ¿no?, otros lugares, paisajes, personas… Pero, hoy pasé la tarde en el bar, cerrando algunos oficios que debía llevarme finalizados y no pude evitar escuchar conversaciones. Usted sabrá, uno se sienta, ¿no?, claro, la gente habla… está en su pueblo, la rutina, el día a día, salen las cosas más típicas, es claro. En fin… el tema es, nada más una pregunta, insisto, pura curiosidad, no lo tome a mal, claro.

—Vea, ande tranquilo, buen hombre. No puedo “tomar a mal” algo que ni siquiera me ha “servido” aún. Por favor explíquese con calma y así me entero —dije, intentando que avance en su cuestión.

—Claro, tiene usted razón. La pregunta es sencilla, ¿tienen en este pueblo algún tipo de dialecto, o lenguaje especial, particular, heredado quizá de algo indígena, por qué no, o cosa similar?

La mención, así como al pasar, me hizo reaccionar con algo de fastidio por enconos propios, a qué negarlo, pero tampoco era muy ubicado de su parte andar suponiendo orígenes y raíces cuando ni siquiera había llegado a amanecer un solo día aún en el pueblo.

—Disculpe, pero, ¿se ha cruzado con muchos indios durante su estadía por aquí?

—No… ¡no!, por supuesto, no le apuntaba a eso… sólo que en el hablar cotidiano, ya le digo, escuchado más que nada en conversaciones del bar, me he cruzado con unas cuántas palabras que no conozco y que sé que no pertenecen al castellano, puesto que me he tomado el trabajo de buscarlas en el diccionario.

—Bien, veo que lo suyo es algo serio. Le ha demandado hasta un trabajo extra.

—Insisto, no quiero que suene mal, ni mucho menos inquisidor pero… la curiosidad ha ganado, en mí, la pelea contra la prudencia y me ha llevado, merced a su buena voluntad, a tratar de entender de qué se trata.

Lo observé. Era notable cómo sus párpados no se cerraban, sino que le trastabillaban la mirada entre mi persona, mi reacción, el papel blanco que sostenía en su mano como una especie de pasaje a todo lo posible y la gente que caminaba por alrededor en la plaza, bordando el atardecer con seguros retornos a sus casas. De alguna manera, era un hombre que tenía perfecta consciencia de haber llegado a un punto sin retorno. Desde ese punto, sólo podría avanzar, jamás retirarse como si no hubiese dicho nada.

—Bien, su interés y la seriedad con la que ha tomado las cosas merece que me explaye como es debido, es decir, hasta que entienda.

—Gracias —se relajó al percibir mi predisposición—, lo escucho.

Con mi brazo extendido señalé la salida y el fin del pueblo.

—Habrá notado la colina que enmarca de manera inevitable el pueblo.

—Sí, por supuesto.

—Y sabrá, por otra parte, de qué se trata el fenómeno del eco.

—Eh… claro, también.

—Entonces no le costará mucho deducir que tenemos, bastante cerca, una elevación natural del terreno que se presta para ese tipo de fenómeno. Ya sabe, las ondas de sonido emitidas rebotan y regresan, con una dilación en el tiempo, que logra esa característica de repetición que se va apagando de a poco. ¿Y a qué voy con esto?, a que para todos los habitantes de este pueblo, a lo largo del tiempo, ha sido bastante común echar sus palabras al viento en dirección a la colina y esperar por el eco.

—Claro, sí, puedo imaginarlo.

—Sí, pero no puede imaginar la conexión entre esas palabras que escuchó hoy y estos elementos.

—Bueno, eso no, ciertamente.

—Bien. La cosa es que durante mucho tiempo la gente no logró entender jamás las reflexiones que volvían de la colina. Lanzaban una palabra y el eco que regresaba era otra cosa. Imagínese, un fenómeno raro si los hay. Se estudió, se contrató especialistas, se trajeron equipos de investigación y un largo etcétera histórico que le voy a ahorrar. Finalmente el diagnóstico fue contundente: el eco generado en esa colina sufre de dislexia y severas faltas de ortografía. En realidad, no se pudo determinar exactamente si se trata de la colina sola o la colina y el viento, pero entre ambos no logran reproducir, como todo eco sensato y educado haría, una palabra tal cual fue emitida. Al respecto de alguna hipótesis posible, un geólogo aventuró que esa colina no “nació” exactamente en la formación de este terreno, sino que, movimiento tectónico mediante, puede haberse desplazado desde otro lugar geográfico y, sencillamente, no hablar ni comprender el idioma nuestro.

—Increíble… sería como una colina extranjera, digamos.

—Forastera, solemos decir por acá.

—Claro, bueno, son sinónimos.

Lo miré unos instantes en silencio, intentando que entienda que, en un pueblo en el que bullen términos y palabras que escapan a cualquier diccionario por culpa de un eco disléxico que va alimentando el habla popular, decir simplemente “sinónimo” es algo bastante delicado y hasta de mal gusto. Pero no pareció captarlo en absoluto.

—Por lo tanto y para finalizar, a grandes rasgos ahí tiene usted el nacimiento de esas palabras que le sonaron extrañas en las conversaciones de hoy en el bar. El eco devuelve términos imposibles, contracciones, recortes, estertores fonéticos, y la gente los va tomando entre la simpatía y el cariño, como si no usar esas palabras fuera desairar a la colina, al viento y al eco, quienes también son habitantes de este pueblo.

—Entiendo… entiendo —dijo mirando de soslayo su papel blanco que todavía sostenía en su mano.

—¿Me equivoco o en el bar, mientras escuchaba esas conversaciones parroquiales que entretejían palabras extrañas, usted fue tomando nota?

En ese momento el hombre pareció despertar de un amable letargo y se guardó el papel en el bolsillo de su saco. Sonriendo muy levemente miraba al piso y al anochecer que se desperezaba sobre la colina de fondo.

—No… sí, claro. Mire, si le tengo que ser sincero, y sí, le tengo que ser sincero, ¿por qué no?, no soy persona de falsear las cosas, ni usted merecería que lo haga, es claro… por eso mismo, decía, si le tengo que ser sincero, sí. Sí. Anoté algunas palabras que no entendí y que me parecieron absolutamente extraordinarias en su construcción o fonética. Pero ¿sabe qué?, tome —y extrajo de su bolsillo el papel blanco, ofreciéndomelo— aquí se lo dejo. No… no es posible. Si me fuera del pueblo con ese papel y esas palabras escritas, me sentiría un vulgar ladrón… y uno muy miserable, porque es muy claro que esas palabras, como tantas otras, son de aquí y aquí deben quedar. No soy quién para llevármelas, ni mucho menos para recordarlas o usarlas.

Miré el papel entre mis dedos. Había garabateado unas ocho o diez palabras, no más. Y en algunos casos casi no pude contener una sonrisa por su forma de entenderlas y escribirlas. Luego lo miré a los ojos. La plaza ya casi estaba en penumbras y la gente raleaba alrededor.

—Le agradezco. Le confieso que no adiviné su nobleza en nuestro breve trato, pero su gesto ahora me lo deja muy en claro. Y mire… si bien es cierto que esto no debe salir de aquí, también es cierto que aquí sabemos ser agradecidos. Así que le voy a dar una, una sola, de nuestras palabras de regalo, para que se la lleve y nos recuerde.

Sentí que me miró con legítima emoción y que se dispuso a escucharla y guardarla. Entonces cerré la conversación.

—Vaya, nomás, que no se le haga tarde… mire que ya está por “achenocer”.

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