Verlo abrir la puerta del bar y entrar, alzando rutinariamente la mano y soltando alguna sonrisa según quien estuviera sentado fue, en un primer momento, como lo más obvio; esa pieza absolutamente conocida que se encaja en nuestro cerebro como en un rompecabezas ya gastado de tanto armarse.
Respondí con la mano el gesto muy leve, cansino, como todo lo que se repite cada día sin fallar. Pero luego, aún antes de que mi mano volviese a la madera gastada de la mesa y mientras él se acomodaba en su lugar de siempre, junto a la ventana, algo se detuvo en mi cabeza y, dentro de ese estallido sordo, creí ver cómo todo alrededor también se detenía. Pero no, claro, era sólo yo. Alrededor la vida seguía su curso sin inmutarse, sin dar evidencias de ningún tipo de sorpresa ni asombro, cómo si la persona que acababa de sentarse y pedir un café negro no hubiera fallecido hace más de tres años.
La amistad había comenzado en la infancia. Eso de visitarse en las casas, merendar juntos, compartir tareas escolares y demás. Luego, la vida nos había acercado y alejado cada tanto, como suele pasar con muchas relaciones. Aún así, siempre le acomodó la palabra “amigo” dentro de mi forma de llamar a quienes me rodeaban.
Y en base a este sentir fue que consideré permitido o sensato levantarme de mi mesa y acercarme hasta la suya. Con unos pasos que cualquiera hubiera dado por triviales o rutinarios, pero que yo sentía como cruzando una nube que sólo podía asentarse en el lecho de un sueño, llegué hasta su mesa. Cruzamos miradas, me saludó, como solía hacerlo siempre y soltó su “¿cómo andás?, sentate, dale…” de un día más, uno cualquiera, rutina pura.
Lo primero que atiné fue a mirar alrededor. Desde la gente hasta las cosas. Desde el árbol añoso y entrañable de la esquina de la plaza hasta el semáforo. Y luego a los vecinos que estaban dentro del bar, algunos solos, otros charlando de a dos o tres, al mozo, que iba y venía con su bandeja eterna en equilibrio color milagro, a todos. Pero en nadie advertí ningún mínimo asombro o registro del hecho que yo tenía delante. El árbol continuaba ofreciéndole la reverencia breve de sus hojas al viento tibio, el semáforo conversaba solo en su propio idioma de luces rimadas como un obtuso soneto callejero y la colina, siempre allá en el fondo, descansaba horizontes sin alterar en nada su contorno.
¿Todos sabían o todos ignoraban? Era evidente que algo estaba pasando en todos menos en mí. Y llegar a esa conclusión en esos mínimos segundos entre saludo y sentada en su mesa me puso muy cerca de un colapso. Aún sin que entendiera muy bien qué significaba esa palabra, fue la que me surgió.
—¿Cómo va, amigo?, ¿qué tal tus cosas?
Lo miré sin disimulo alguno. En el mismo instante en el que la palabra “colapso” se formó en mi mente, supe y decidí que no iba a fingir ninguna escena que no se correspondiese con mi saber sensato. Si todos sabían, yo también llegaría a ese lugar; si todos ignoraban, no me contarían entre sus filas.
—Amigo… ¿qué hacés acá?
—¿Cómo qué hago?, bueno… el café no es muy rico, ya lo sabemos, pero también sabemos que no hay otro bar en el pueblo —y se encogió de hombros mientras llevaba el pocillo a sus labios.
—Te entiendo, sí, pero no me refiero a eso. Me refiero a… bueno, a tu vida.
—¿Mi vida?, ¿por estar acá?... insisto, puede que el café no sea muy bueno, pero tampoco creo que llegue a matarme, no exageres.
—Eso ya pasó y lo sabés. Y no hablo ni de café ni de bar ni de pueblo. Amigo… no sé que pasa alrededor, pero yo sé que… bueno, yo no veo lo mismo que el resto de las personas de aquí “no ven”. O al revés, quizá no vea algo muy evidente que todos saben menos yo.
—¿Estuviste tomando temprano hoy?... no puedo seguirte en lo que decís, es un enredo, ponelo más claro.
—Sí, cómo no. Claro. Directo. No puedo entender qué hacés acá hoy sentado siendo que falleciste hace más de tres años.
—Ah, eso… —bajó la vista al piso sonriendo, como quien escucha finalmente algo muy obvio o muy gastado y prosiguió— entonces sí, definitivamente te falta saber algo. Que no sé si todos lo saben, porque en la esencia misma de ese algo está el ignorarlo y el desconocer que uno lo sabe, para luego entenderlo, conocerlo y entonces volver a perderlo.
—Ahora sos vos el que arrancó a tomar temprano. ¿Más claro, más concreto, yendo al grano?...
—Por supuesto, amigo. Primero que nada, yo no he muerto. Es obvio, estoy acá, ya lo ves. Si fuese un espíritu no vendría a tomar café, no a este bar, eso seguro.
—Pero yo…
—Sí, lo sé. Y aquí viene el tema, dejame explicarte. —Suspiró mirando por la ventana de vidrios sucios y pude ver el reflejo de sus ojos algo cansados buscando las palabras— Nos va pasando a todos, de poco, de a ratos, por épocas, en mayor o menor medida, pero nos va afectando a todos. Ya sabés que todo este pueblo tiene un tema con la memoria. Lo descubrieron y pusieron en evidencia los que quisieron estudiar su historia y su fundación. Nadie recordaba nada. Nada se pudo reconstruir. La gente simplemente vive en línea recta sin tener ninguna noción de lo pasado.
—Sí, eso lo tengo en claro. Pero… yo recuerdo tu muerte, yo me enteré… yo…
—Y acá viene lo que te falta saber. El problema de la memoria no sólo es que falta, sino también que se va alterando, tergiversando, se van creando hechos que nunca pasaron, se comparten en forma colectiva recuerdos de cosas inexistentes o, al revés, se desconoce algo tan obvio como el origen del pueblo o, quizá, la existencia de una librería, allí, a dos cuadras de la plaza.
—¿Librería?
—¿Lo ves?... el mismo fenómeno que hace que no sepas algo tan obvio como que aquí a la vuelta está la librería de toda la vida, hizo que me creyeras muerto hasta que entré hoy al bar. También entré el sábado, y el martes nos cruzamos, también te conté lo de mi hermana el jueves, aquí mismo… pero todo se retorció en tu cabeza, se desmadró, se borroneó y hoy, sin tener la memoria para recordar o peor aún, teniendo una memoria fallada con hechos ficticios, simplemente me dabas por muerto.
—¿Y cómo sabés que vos mismo no estás sufriendo este tipo de problemas, por más que sepas de qué se trata?
—Amigo, el jueves cuando nos vimos te conté que volvía del cementerio, de querer llevarle flores a mi hermana muerta, pero al ir a comprarlas la que me atendió en el puesto de flores fue ella… y yo perdí el habla por todo ese día y la mitad del otro, porque tampoco recordaba o sabía que ella trabajaba vendiendo flores en el cementerio. Saber lo que pasa no nos evita sufrirlo.
—¿Y hasta dónde va a llegar esto?
—Nunca nos vamos a enterar… ¿te das cuenta? De a poco caeremos en universos de fantasía con hechos irreales y con olvidos tan presentes como lo más concreto que se pueda imaginar. Y esto mismo que te estoy diciendo será olvidado o reemplazado por alguna otra teoría, o desmentido para creer que sólo fue la alucinación de alguien.
Dentro de todo lo trágico que podía entrever, al menos me sobrevoló la calma de saber que no estaba loco y que no estaba viendo muertos caminando como si nada. Había una explicación, por más dramática que se presentara, tenía un sentido.
Le dije a mi amigo que me disculpe un minuto poque necesitaba pasar al baño. Entre el malestar general y las horas sentado allí, no sólo necesitaba del baño físicamente si no también mentalmente, para estar aunque sea un minuto solo y poder repensarme entre toda la arboleda de lo vivido y escuchado.
Al salir del cuarto sanitario me dirigí a la mesa. El mozo me esperaba parado al lado.
—Disculpe, caballero, estamos cerrando y quería cobrarle los dos cafés que tomó.
Miré alrededor. Miré la mesa, la silla. Miré al mozo.
—Sí, claro… pero, perdone, una pregunta, ¿mi amigo se fue?, ¿lo vio salir?
—No le entiendo. ¿De quién habla? Usted estuvo solo en esta mesa algunas horas, consumió dos cafés y nada más.
Como es costumbre ya en vos, nos regalas unos textos "a ras del suelo" para el disfrute de todos los mortales, aunque ya sabes que escribes increíblemente bien todos los registros o géneros. Por cierto, es increíble (estoy redundante hoy) todo el montaje que construyes para devolverle al pueblo la librería! (jaja sabes que todo es en plan de broma y desde el cariño) no hay pueblo que se precie que no tenga una, y siempre siempre, cercana a la plaza principal, así que gracias por darle vida y por expresiones como "con su bandeja eterna en equilibrio color milagro" por citar una de las tantas que enriquecen tus textos. Gracias Pablo, es un placer leerte. Un abrazo!
ResponderEliminar¡Amiga!, gracias por pasar, por tu lectura siempre de exquisita sensibilidad y por el cariño de tus devoluciones. Es muy cierto lo de las librerías (y esperemos que lo siga siendo porque, tal como va el mundo... vaya uno a saber) y lo de las ubicaciones de cada cosa en la geografía pueblerina. Magias que se mantienen tan solas como vivas a lo largo de la historia. Brindemos, por eso.
EliminarAbrazo enorme.