jueves, 19 de noviembre de 2009

Caballos ardiendo


El relato de las dos ciudades acababa de formarse en la estación del tren último, pacífico.
El banco despintado sostenía óxido como signo de amistad al tiempo. Sus maderas le sonreían al viento y extrañaban a los bosques que las parieron. Memoria de árboles.
Sol que deslumbra y sus ojos que entornan tardes como espigas amasadas por unos días acaso más oscuros. Más sabios.
¿Dónde queda el mar y dónde se dejan los barcos amurallados, si todo es frío bajo el sol de este cuadro virado al ocre?
Sus ojos que encandilan y un sol que entorna campos con dimensión de rombos volviendo tardes en diagonal. Las rectas aman árboles. Las flores preguntan por su sexo y la tela de su vestido cubre cielos impermeables hoy.


Relato de Una Ciudad

Batalla gris en pasado cierto y médicos deambulando por calles rojas de vacío nublado. Polvo. Humo. Sobrevivientes inciertos que apuntalan la historia con cicatrices anchas como su llamado ancestral. Oscura pátina de caldos sobrevuelan terrazas y almacenes decayendo a las noches y durmiendo con los dormidos. Lluvia.


Otro Relato de Una Ciudad

Ezequiel que llora al costado de un carro preguntando por el nuevo precio de las almas ya dormidas. Más lluvia. Escarcha de agua salada que supo visitar lágrimas giradas vía postal, certificada, aviso de retorno para una voracidad que nunca calma felicidades. Fiestas acabadas. Ezequiel derruido. El carro duerme.


Sentada al borde del verde mira la ruta que es plateada. Sus ojos mantienen la recta en calma y sus párpados descuelgan el horizonte para acosarlo a puro humor de sentido curvo. Ahora el horizonte le teme. La ruta le pregunta a la tela de su vestido por el sabor de la carne. Sus ojos, brasas. - Tú carne, aclara la ruta.


Relato de Otra Ciudad

Carnaval de otoño desarmado en parvas de alquimias y certezas acerca de la conformación real de las arpías que fundaron las piedras fundamentales. Jimena se acuesta sobre los umbrales a recordar un futuro que nadie más le prometió pero que supo dibujar antes, mucho antes, de las manchas de sangre sobre cada pedazo de piel asomada. Caballos ardiendo en llamas que embisten carros con hielo azul mientras todos aplauden un poco más. Fiestas de aguardar otras fiestas. Jimena se duerme antes de la lluvia soñando que esa tarde llega Ezequiel.


Relato de Jimena en Otra Ciudad

—Quise buscar el mar y a sus barcos, pero mis ojos desgarraron telas en vano y en vacío. Quise nadar por los vientos y ahogarme en el sol cuando llegué a ver tus velas caer desde los acantilados. No hubo fortuna que me impidiera salir de mi carne y darle de comer mis huesos a cuanto cancerbero me cruzara palabra amable. Vos sabés cómo soy. Vos tenés mis cartas y vos calculás mis medidas a cada mensaje y cada bandera agitada al azar. Y vos sabés que azar no hay.


Sentada en el banco de la estación le da la teta al tren último. Le cuenta historias de ciudades, de guerras y mares. Le cuenta las muertes doradas debajo de la luna y le cuenta de los médicos que lloraban delante de sus mansos fracasos. Lo cambia de teta y lo arrulla con una copla desarmada en inciensos legados por sus padres. Sus ojos envuelven la estación y el tren duerme al fin sin soltar su pezón. Acomodar los vagones entre sus brazos y el arrullo que se va silenciando al compás del viento. No llueve.


Relato de Ezequiel viajando de Una Ciudad a Otra

—Cambiar nunca sirvió de nada. Miro este vidrio y se vuelve opaco. Miro este cielo y llueve. Miro tu cordura y no hay filo que amenace. Cambiar es tan inútil como viajar y llegar es tan insoluble como ese beso que voy a buscar. A esta ruta le faltan dioses que la glorifiquen en una gloria abstracta. A este viaje le falta ruta para que unir sea un glorioso juego consagrado. Sacramento del altar de los puentes. Mi ventanilla me pide que me calle. Y se vuelve opaca. Ahora voy a soñarte dormida para que puedas evaporar al fin tus mares y para que vuelques tus barcos anclados en el vientre. Reescribo todas tus cartas y sé que mi condena es tomar tus medidas en forma eterna, sin que nunca acaben de cambiar. En un rato más voy al vagón comedor. Me voy a sentar a cenar junto al azar.


Sentada en el marco de la ventana que da al universo. Sus dos ciudades se descuelgan
del acantilado en sus piernas. Sus mares lamen sus ojos. Sus barcos ya no están. Su carne, tampoco.

4 comentarios:

  1. Cuando estás triste me tira de sisa el alma, hermano. Al final hay que dejar la ciudades e irnos al Bolsón, ya sé que está medio pasado de moda pero siempre nos quedará el Uritorco (o como catzo se escriba), por ahí nos descubren los seres extraterrestres y lo pasamos genial. Andá a saber...

    Besos y Ovnis

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  2. Me gustó eso de las medidas que siempre cambian, eso de ir alejando el horizonte.
    Conozco el caso de un psicólogo que como llegó enseguida al horizonte, pegó la vuelta y se puso a cambiar lamparitas de 75 "bujías" (es que era muy mayor el hombre) mientras tarareaba: "cuánta mina que tengo..."

    Con respecto a lo de la chica esta que amamanta trenes... qué segrega? electricidad o carbón?

    Sin otro particular y feliz por el reencuentro.

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  3. Lo de alejar el horizonte es algo tan canalla como seductor. Supongo que lo sabe.
    Respecto al psicólogo en cuestión, uno siempre mantiene la esperanza de que la llave correspondiente no corte el polo vivo como debiera...
    La chica segrega viajes, Laviga, los viajes lo son todo... alimentan mucho, ¿no cree?
    Y en felicidades compartidas se reencuentran los reencuentros.

    La Quiero.

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  4. Hermana, ¿triste?, para nada. Dejá la sisa de tu alma en paz. La alegría ronda mucho. El Bolsón es sólo un dulce artesanal y el Uritorco es un invento de Spielberg. Sólo existe Buenos Aires, creeme...

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