lunes, 18 de diciembre de 2023
Saltar lo suficiente
Terminó de alisar por enésima vez su vestido sabiendo que no hacía falta y que sólo calmaba sus nervios. Estaba de pie a un metro de la puerta de su camarín y sólo pensaba. Esa noche. Lo podía cambiar todo, pero era esa noche. Ninguna otra.
—¿Amor?... ¿estás lista?
Los tres leves golpes en la madera movieron su muñeca instintivamente a abrir la puerta, sin pensarlo. Ganímedes observó a Sincredio sonriéndole. Le quedaba muy bien su traje de gala aunque, para ella, él siempre había tenido un aire cadavérico que no lograba dejarla tranquila. Quizá la extrema delgadez, quizá lo marcado de sus pómulos, no lo tenía en claro. Y cuando él le sonreía la amalgama con lo esquelético se acentuaba.
Ella lo miraba sin hablar. Y debió tener algún gesto extraño en su rostro que provocó que él resignara su sonrisa y la nombrara.
—Ganímedes… ¿estás bien?
—Sí, Sincredio, quizás un poco nerviosa.
—Suena raro… nunca me llamás por mi nombre.
—Vos tampoco.
—Pero es que… Ganímedes es hermoso. Dan ganas de usarlo. Aparte, sos el satélite más grande de Júpiter y de todo el sistema solar, ¿cómo no usarlo?
—Sí, pero ¿lo ves?... un satélite, ni siquiera un planeta o una estrella… algo que gira alrededor de otra cosa más importante.
—¡Pero sos bailarina!, y la mejor… ¿qué nombre más indicado podría tener una bailarina que el nombre del mayor satélite conocido?
—El nombre de una estrella. Y serlo. Y esta noche y todas las noches serían distintas.
Sincredio se limitó a dar un paso dentro del camarín y abrazarla. Despacio. Ya lo sabía. No podía desarreglar ni vestido, ni maquillaje, ni sueños cosidos en los volados.
—Peor el mío, amor… ni siquiera existe. Soy el producto de una mala pronunciación peor escuchada por alguna empleada con sordera.
Ganímedes sonrió y se dejó conducir por el pasillo. Alrededor, la agitación iba marcando lo cercano de la hora.
* * *
¿Cómo saber si llora un caballo?, se preguntaba Eustaquio con la cabeza apoyada en la ventana de su caballeriza. El olor a madera siempre lo calmaba pero esta noche no alcanzaba. Alrededor, sus compañeros dormían o comían con desgano. ¿Y si lloran y yo no lo sé? En realidad, su única pregunta era un pedido de ayuda para su desconsuelo. Él no quería llorar y ni siquiera sabía bien en qué consistía, pero su extraña capacidad telepática de entrar en las mentes ajenas lo había formado en una cantidad de conocimientos que lo abrumaba y lo confundía. Datos, historias, sensaciones, reflexiones, pero sin contexto ni educación. A veces temía sinceramente caer en la locura, pero la comunicación con su gran amigo Helmer solía consolarlo.
—¿Estás ahí?
—Hola, Eustaquio, amigo… ¿qué tal la noche en la Tierra?
—La noche es como cualquier noche, pero yo ya no lo aguanto más.
—Ay, no… ¿qué pasó ahora?
La mente de Eustaquio calló unos instantes y se esforzó por notar si había lágrimas rodando desde sus ojos. Pero nada.
—Lo mismo de siempre, Helmer, el maltrato. Ya no lo soporto. Hoy antes de salir para el teatro pasó y me tiró un manojo de heno y paja en la cara, gritando que cada vez me volvía más viejo y más parecido a un burro.
—¿Burro, dijo?, ¿en serio?
—No lo voy a repetir, Helmer, porque me duele mucho.
—Está bien, amigo. Mejor olvidarse. Pensá en otra cosa. Eh… ¿hoy es la gran noche aquí, no?
Eustaquio volvió a silenciar su mente unos instantes porque necesitaba ordenar lo que venía ahora. Era demasiado importante.
—Necesito pedirte un favor, Helmer. Y tiene que ver con esta noche.
—Lo que quieras, mientras pueda hacerlo desde aquí, obviamente… no olvides las distancias.
—Es que justamente lo que necesito que hagas va a ocurrir allí.
Ahora Helmer mantuvo su mente en silencio unos segundos, mientras relajaba sus tentáculos y dejaba que reposen sobre la superficie de polvo. El tema se tornaba serio.
* * *
Le dio el último beso, le soltó la mano y salió al escenario junto al estruendo de la música, los aplausos y las actividades febriles de la gente detrás de la transmisión. Ganímedes quedó entre bambalinas y miraba a Sincredio parado en el medio del escenario hablando, gesticulando, lanzando chistes y devorándose las cámaras como solía hacer. Lo sabía hacer. Ella sabía que lo sabía hacer muy bien. Y también sabía de su extrema crueldad. Esa misma capacidad para liderar una transmisión internacional, que abarcaba una función de gala y servía de preámbulo para lo que sería nada menos que el regreso del hombre a la Luna, contenía la frialdad necesaria para lastimar o herir a cualquiera. Sin detenerse. Sin sentirlo. Por eso ella bailaba y giraba. Siempre. Por eso ella no se detenía. Por eso las acrobacias y por eso su ansiedad por vivir en el aire lo más posible. Ya sabía de lo que Sincredio era capaz con quien mantuviera sus cuatro patas en la tierra. Más de una vez lo había acompañado a sus caballerizas y la experiencia no había sido grata. Ella tenía que volar. Girar. Siempre.
El tiempo se atropellaba dentro de sus nervios y sus manos alisaban continuamente un vestido ya liso. Escuchaba la rutina ensayada sin comprender y sólo sabía que llegado el momento alguien la empujaría a escena para hacer su número. Hablaban, presentaban, pasaban invitados, conectaban con el módulo que estaba llegando a la Luna, entrevistaban familiares, mostraban imágenes del pasado, sonaba la orquesta en breves pasajes, tandas publicitarias, gente que pasaba y le decía cosas, y su vestido liso, y su escasa o nula noción de la distancia que había hasta la Luna. ¿Lograría alcanzarla con algún salto? ¿Y quedarse allí para siempre? Había que girar. Volar. Siempre.
* * *
—Amigo, básicamente no tengo problema en hacer lo que me pedís, pero sabés que va a traer consecuencias.
—Claro. Eso es lo que quiero, las consecuencias. Quiero que ese ser horrible que me amarga la vida vea su carrera destruida por un desastre.
—Suena a mucho… Yo no quiero criticar tu idea, pero no sé si realmente todo va a funcionar como querés.
—Helmer, yo soy el que vive en la Tierra. Yo los conozco, conozco sus mentes y sé cómo piensan. Confiá en mi. Vos, querido amigo, sos un calamar gigante que nació y se crio en la Luna, de maneras que aún no comprendo, por supuesto.
—Ya te dije mil veces que no me digas “calamar gigante”, es ofensivo, yo no tengo nada que ver con esos pescados.
—Bueno, tampoco son “pescados”, acá un calamar es algo…
—Lo que sea. No soy de la Tierra. Lo único que me une a esa pelota celeste es nuestra amistad telepática. No me hagas replantearme mis amistades planetarias, que ya de por sí son pocas y siempre viven lejos.
—Bueno, bueno, Helmer… tranquilo, perdoná, prometo no decirte más calamar. Sólo te pido que esta noche, hagas eso. Un favor. Para vos no es ningún esfuerzo y a mi me cambiará la vida.
—Está bien, dejame ver qué puedo hacer. No te prometo nada.
—Confío en vos, amigo.
Luego el silencio y el olor a madera, relajando. Alrededor de Eustaquio todo estaba casi callado, apenas el reacomodarse de algún compañero, pero el silencio marcaba la noche en la caballeriza.
* * *
De vuelta entre bambalinas. Ganímedes ya había hecho su número, breve, tal lo pautado. Estaba agitada igual, le dolían los pies, algunos músculos de las piernas, sabía que se había esforzado más de lo normal, sabía también que era su noche porque jamás tendría a tanta gente del otro lado de una pantalla mirándola. Y sentía haberse roto en alguna forma. Quizás en alguna forma más que la muscular. Aún su mente navegaba en el residuo de sus nervios. ¿La Luna? ¿Y cómo llegar hasta allá? ¿Con qué salto, con qué paso? ¿La querría más Sincredio si ella pudiera llegar a bailar en la Luna? ¿La quería?
Ahora todos miraban las pantallas gigantes absortos. Un relato transmitido con voz mecánica se intercalaba con las palabras más terrestres de Sincredio en el escenario. Acompañaban esa hazaña con un silencio de expectativa. Las imágenes eran sorprendentemente claras para semejantes distancias. Aun faltaban minutos. Había relojes, números y contadores por todas las pantallas. Las manos de Ganímedes sostenían la tela de su vestido, pero sin alisarlo, sólo apretándolo. Sentía la necesidad de aferrarse a algo que le impidiera salir volando. ¿Qué podría haber tan arriba? ¿Qué podría haber mucho más arriba de sus saltos? Sus manos, la tela y el dolor de sus músculos eran en ese instante todo lo que ella podía llamar “hogar”.
La elevación del ruido ambiente y la excitación, que se podía percibir casi sólida, le dijo que lo más importante estaba por ocurrir. A su alrededor todos se movían de alguna manera. Ella se asomó apenas para poder mirar una de las pantallas y corroborar lo que el entorno le decía con su agitación. Llegaban. El módulo lunar había logrado aterrizar sin estrellarse, lo mencionaban porque era una de las posibilidades, y la gente festejaba en un descontrol que recordaba a un triunfo deportivo. En breves minutos más abrirían las compuertas y nuevamente, luego de tantas décadas, habría un hombre caminando por la Luna.
Sin saber por qué, Ganímedes se retiró de ese costado del escenario, dio unos pasos perdidos mientras la gente gritaba cada vez más. Algo dentro de su esencia había logrado que deje de importarle el espectáculo. Quizá, la nave aterrizada ya anulaba todo vuelo, todo movimiento, toda órbita o giro y entonces ella ya no tenía que ver con el tema. Ahora vendría lo usual, lo remanido: el hombre llegando a algún lado y meses enteros de festejos. ¿Qué podría haber de bello en pisar un suelo sin elevarse o girar, por más distancia que se haya recorrido? Pero algo pasó, algo que incluso logró que sus dedos suelten la tela de su vestido. El tenor de los gritos de la gente hizo que instintivamente se lleve sus manos al pecho, cubriéndose. Intentó volver a salir para observar alguna pantalla, pero una avalancha de gente descontrolada la tiró hacia un costado de las bambalinas y pensó que era mejor buscar refugio. Los gritos iban en aumento y no lograba entender nada. Sólo se quedó en su rincón entendiendo que fuera lo que fuera, debía esperar que pase. Hundió su cara en la tela del vestido y se imaginó a sí misma en órbita, girando, danzando más allá de la grandeza o la tragedia de lo que hubiese ocurrido.
* * *
En la oscuridad de la cabelleriza Eustaquio se preguntaba cómo lograría enterarse de lo que hubiera pasado. No tuvo la precaución de pedirle a Helmer que se lo cuente y, al ser un amigo, mantenía la ética de no entrar en su mente sin aviso. Así, pasaban las horas de la noche y la ansiedad lo mantenía despierto en medio del silencio absoluto. Hasta que, por fin, la voz resonó en su cabeza.
—Ya está hecho, amigo.
Ahora sí había lágrimas. Estaba seguro. Ni falta le hacía la luz para poder verlas. La emoción que sentía desbordaba sus ojos sin necesidad de comprobarlo.
—¿Fue sencillo? ¿Hubo algún problema? —preguntó Eustaquio con la incomodidad de casi no saber qué decir en una circunstancia así.
—Sí, la verdad que sí porque no venían preparados. Apenas dos seres humanos. Igual te confieso que la cara de terror del segundo casi me dio un poco de lástima. Pero bueno, un amigo es un amigo, y vos sabés cómo te aprecio.
—Helmer, nunca sabrás el favor gigante que me hiciste y cómo sanaste mi personalidad después de tanto desprecio vivido. Ahora ya puedo sentir una tranquilidad que trasciende todo lo que viva de acá en más.
—¿Ya lo viste a él?
—No, obvio, aún debe estar en el estudio de televisión y debe haber un desastre espantoso alrededor, puedo imaginarlo. Si bien lo que hiciste, para vos, puede haber sido no más que “la cena del día”, acá en la Tierra esto es una tragedia inédita.
—Sí… sí, puedo hacerme una idea.
—Sólo me di una vuelta por la mente de ella. Hace un rato.
—¿Ganímedes?, ¿la bailarina?
—Sí. Pero con ella no se puede porque la aíslan tantas capas de soledades que dentro de su cabeza sólo sentís giros, saltos, vueltas… ella sólo piensa en volar, siempre. No puedo ver mucho más que eso.
—Algún día voy a verla por acá, entonces… si logra saltar lo suficiente…
—Puede ser, pero en tal caso ni te atrevas.
—Ah… bueno —respondió Helmer sonriendo— no sabía que había algo de amor por ahí.
—Sólo que no te atrevas. Nada más.
—Tranquilo, amigo, aprendí de vos esas cosas que solés llamar códigos.
—Lo sé. Y es más… —Eustaquio hizo una pausa y prosiguió con cierto quiebre en la voz— te aseguro que después del favor que nos hiciste hoy, Ganímedes va a poder saltar lo suficiente.
—¿Y vos?
Eustaquio dejó que la pregunta de Helmer se entreteja con el aroma a madera del lugar y le respondió con una felicidad rara, que nunca había sentido.
—También.
sábado, 9 de diciembre de 2023
Didascalias para miradas que aún no se han escrito
Yo, que vi caer el fruto de Eva sobre el despertar de Adán, no puedo menos que hablar cara a cara con la Serpiente y decirle que es en vano todo. Que el hombre acabará por edificarle un zoológico a su alrededor y ella, tan salvaje en su introspectiva distopía de alardes y siseos, terminará pagando la entrada sólo para verse y no olvidar.
Cascabel del anochecer, ya nadie siente hambre por esas herrumbres con las que hipnotizabas a Eva, ya nadie busca en el diario noticias de tus colmillos. Ni saben de tu existir. ¿Que tu venganza es parecer que no y saber que sí? Sinuosa, pero no evidente. Y, lo que no evidencia, tarde o temprano no respira.
¿Lo sabías? Ya no respirás y el aire ni lo notó. No lo sabías.
Te llevo en mis brazos de pura pena y, quien se me ha cruzado, ha pensado en una verde manguera ajada por el sol de los años idos, en algún jardín olvidado. Un verde ido. Otro más.
El único recuerdo que te ilumina es la iridiscencia de la manzana que supiste guardar en tu interior. Y que por las noches repta, estrella a estrella, tratando de ubicar el satélite que aún comunica con la mirada de Dios. Languidece luego, en un silencio que sólo la ansiedad de tu cascabel interrumpe, y se guarda junto al amanecer, recordando que necesitás simular muerte para poder seguir viva.
lunes, 4 de diciembre de 2023
Las miradas rotas
Pero resiste.
Desarmado en breves vínculos,
como ojos negros de ventanas rotas,
escama, hora por hora,
el derrotero que sabe inútil
de cada uno de sus soles.
La calle ama su gris tranquilo
dando a entender que no necesita
dando a entender que no necesita
de apoyo a la Tierra.
Sus cimientos son los pasos,
los neumáticos y las miradas rotas.
¿Vos a mi?
Y la educación de cada vereda
destrona el logro de la resistencia.
¿Dónde buscar un paraguas sin tela
que deje caer a todos los trinos,
desnudando el último temblor de Dios?
Yo a vos.
Escamando, en reversa, una genética
que descomponga la brújula del sol.
¿Podrás ayudarlo a salir solo de noche
y a volver temprano
para que el último temblor
del ocaso en el levante
nos convenza, quizá,
de ya no resistir?
viernes, 24 de noviembre de 2023
El amor de negarse a lo evidente
—Quizá siempre estuvo ahí y nunca lo vimos.
Mariela hizo el gesto de cerrar el bolso, pero estaba cerrado. Él evitó mirar su mano entorpeciendo el cierre porque necesitaba que ella siga intentando lo que ambos sabían inútil.
Luego, el sonido de vidrios estallando varios metros por encima de sus miedos no torció el rumbo de sus respiraciones.
—Calculaba, anoche, que para el bautismo tendríamos que pedir sillas prestadas.
Él miró las manos que ahora entrelazaban las manijas del bolso, como si hiciera falta superponer otro tipo de cierre. Mirar los dedos de Mariela era como deshojar meses de un calendario. Luego llegaban las uñas rojas para advertir de la Navidad, pero el tacto se empecinaba en cerrar.
—¿No te parece?
Un golpe fuerte y seco. Cemento volviendo al cemento y desgranándose en obituarios de ladrillos liberados. Tiros lejanos con la cadencia de una nocturna máquina de escribir que parecía prometer no acercarse demasiado. Pero, pensaba él, todo papel se termina.
—Cerrá el bolso, Mariela, porque se va a llenar de tierra. Están cayendo esquirlas.
—También podemos usar el sillón del comedor, si falta lugar —decía Mariela mientras obedecía y seguía buscando un cierre ya en su tope.
Alguien pasó corriendo calle abajo y una serie de gritos encadenados en otro idioma les llegó a través de la oscuridad. Luego, otra vez la máquina de escribir y los gritos cesaron.
—Quizá siempre lo vimos, Gabriel, pero nunca estuvo.
Sentados uno junto al otro en ese banco de madera, el perfil de ella se recortaba apenas como un delineado pálido contra la oscuridad que los mantenía vivos. Y sin que Gabriel supiera cómo, alguna luz lejana le hacía brillar los ojos. Y bajaba el brillo, también, por la piel húmeda de su mejilla.
—Tengo una laguna... ¿se soplan velas en los bautismos?, porque sé que tengo algunas guardadas.
Él volvió a mirar las manos de Mariela mientras otros vidrios, más arriba, también se unían a esa salvaje obertura que los introducía en un final golpe de orquesta. Apretaban las manijas del bolso y dejaba mover apenas sus pulgares, como si las uñas rojas necesitaran mantener algún tipo de señal en movimiento, visible para un rescate.
—Si nunca... hubiese... estado... no estarías cerrando el bolso, Mariela.
Gabriel notó que los derrumbes que iban cercándolos le llenaban de cemento la boca y colocaban comas en sus oraciones donde no iban. Tragó saliva y buscó algo de esa tibieza que todavía dormía en el amor de negarse a lo evidente.
—No te preocupes, no se usan velas. Se usa agua bendita y yo ya la tengo guardada.
Y la abrazó, rodeando su espalda con el brazo izquierdo, mientras Mariela se inclinaba sobre el bolso cerrado y lo apretaba, susurrándole:
—Vas a estar bien... vas a ver que todo va a estar bien...
jueves, 23 de noviembre de 2023
Al dejar de llorar
Necesitás desarmar varios pares de tinieblas que parecen abrigar pero en verdad sólo se limitan a amar tu silencio, que sólo se quiebra al pedirle luz a la intemperie que suele hacer el amor con el rocío que estampa firma tras firma en contratos de utilidad resarcida, por lo posible de lo efímero, lo eterno y lo condescendiente con el pasado.
Al cabo de que nada quede de todo lo que acababa de quedar en absolutos impares de esas mismas tinieblas que se te abrazan temblando ante cada amanecer, la iridiscencia fortuita que suele quedar girando desganada en el fondo de cada caja dará un discurso recursivo, alertando a toda la clorofila circundante acerca de los peligros de la descomposición de la luz blanca a través de cada prisma de cada gota de rocío de cada párpado, que al dejar de llorar libera el prisma y la gota y los siete colores que se vuelven brazos que se lanzan por el sendero a ahorcar cromáticamente a todo lo que se atisbe gris.
O negro.
Pero nunca retorno.
Jamás.
miércoles, 22 de noviembre de 2023
Bocados de epitafio
Creo estar acercándome a un lugar peligroso.
Lo peligroso de estos lugares es, justamente, carecer de peligros.
Lo peligroso de estos lugares es, justamente, carecer de peligros.
No hay espinas en un vacío. Por eso es vacío.
No agrede ningún precipicio. Agreden los relieves.
No hay nada más peligroso que inexistir el peligro.
Entonces el miedo se nos derrite
y fluye más allá de cualquier argumentación carnívora,
vaciándonos de cualquier para qué.
Entonces el cielo cree poder lloverse,
sin que nos enteremos de que cada mansa gota
grita ácido al fundir la piel de nuestros recuerdos.
Ya entrados en los años del descarne
nadie se detiene a contar los orificios en cada hueso.
Ver el amanecer a través de su decadencia de cartílago resignado,
causa el mismo níveo rictus de la llegada del café con leche.
El ayuno aroma del dolor es una playa
donde todas las sombrillas olvidaron llevar su sombra
y el sol sirve, en bandeja, exquisitos bocados de epitafio
para que aquellos que entren al mar
naden sus sonrisas más ilustremente atrofiadas
sin regresar jamás.
miércoles, 11 de octubre de 2023
No cuenta la espera
que no cambiás la piedra del molino
atada al cuello.
Y cuánto
que el surco desespera
en una fija canción de alambre.
Cuánto hace
y dónde lo deja
quien hiere al calipso con brotes
de recuerdo mal secado
en sábana blanca y piel de abeja.
Cuánto nace
al descarrile,
sin épica de brillo
ni hogaza al sol de vos,
en la noche de él,
mientras nosotros.
Cuánto yace,
sempiterno,
y sordo a todas tus manecillas
de relojes blindados de azúcar
en un camastro de agonía en sed.
Cuánto viaje
agazapado en el útero de la rueda,
piedra, molino, sol de última ingesta;
despertando el sesgo aterrado
voy por vos,
ya no cuenta la espera.
viernes, 22 de septiembre de 2023
Abismos en sepia
Llueve.
No pongas a secar el sol, dirá Cristo,
en la heladera que cruza el desierto.
Tu mamá estuvo dentro
y la ciudad latía en naranja
como botellas de almíbar anestesiado.
Se va del cuarto donde los grillos
convocan una retahíla de espantos
y duermen
soñando cada uno con un capítulo
del índice que los apunta.
Disparo.
El ocio turbado cuajará las sienes
donde revientan abismos en sepia.
Apunto.
La mano en el bolsillo saluda
al frío del acero sin almíbar.
Cristo miraba su desierto desde lo alto
y, contando los soles secos que tu mamá tejía
con lana de grillos dormidos al ocio naranja,
apuntó al latido de la ciudad,
cerró los ojos en el capítulo cuatro
y abrió una heladera llena
de panes divididos por peces,
mientras llueve,
vino.
jueves, 21 de septiembre de 2023
El más manantial
dónde el agua es caliente
y ordeno
de todos los vuelos
el más manantial.
Esas pieles
que hieren miradas sin párpado
se sientan
en cada ladera
y en todo humedal.
Salir de caza
vadeando el río más cornisa
y callando
por toda nostalgia
la sed que derrumbará.
miércoles, 20 de septiembre de 2023
Octorosal
Llevo dormido el don
de soñar con el desierto,
dejando a mis ojos ver
lluvias aun durmiendo.
Ciento dos mil cuarenta
rosas en guerra hierven,
de la sequía al hostil
sueño de licores breves.
Amparando tal vacío
de pétalos pronunciado,
grita lluvia el don temido
vuelto rosa y mal soñado.
martes, 19 de septiembre de 2023
¿Te gusta el tomate?
Los días no enseñan
que la fealdad no existe.
Existe la ocasión silábica de pretender
el rojo, el sueño, el cuero y el suero.
No enseñan que el día
gira hondo y baila en remolino
mareando la rejilla,
como el agua cuando se va.
Embiste la fealdad
como un hiato en la sinalefa
de la ensalada sonriente
en la que duerme el tomate
su rojo sueño.
Y nadie aprende,
mientras lo bello murmura,
atragantado de suero,
que su rejilla está cerca
y que lo hondo también es paz.
lunes, 18 de septiembre de 2023
Ese jueves
Ese jueves
el almirante torció su boca
y el espejismo de siempre
se hundió en el mar de verano
sembrando la siesta.
Dibujó en el cielo un ovillo,
el piloto cerca del sol,
mirando, sin entender,
temblar su mano izquierda
y su reloj dar las quince.
Ella lavó el último vaso
en la cocina sin luz
y respiró la tristeza
de la tarde quebrada en hielo.
—Van a sonar las campanas
antes de la lluvia de las quince,
y debemos dormir sin el cielo
antes de la inundación.
Miró la puerta de la iglesia
y sus manos, vacías de arrugas;
empujó el vientre en un sesgo
de giro fatuo y de agua bendita.
Le daba lo mismo la escalera,
en lustre de años manifiesta,
que un derrumbe de sogas
en gritos áuricos de tarde.
Y el diario en sus manos quema,
erguido de alturas en letras profanas.
Nació un jueves de tarde
y partirá en el silencio agradable
de un guion, una coma o un punto final.
viernes, 15 de septiembre de 2023
Saber interpretar
Mis manos en el volante recogen la vibración del camino, que va contando su historia a medida que desenrollamos el asfalto de esas soledades. El acelerador rígido, gracias a la ruta desierta, y mis ojos que fueron amigándose con la noche que cae como una respiración que se detiene de a poco.
En el asiento del acompañante reposa el celular. Lo dejé caer ahí luego del último mensaje, el que decía “no vuelvas esta noche a tu casa porque te van a estar esperando”.
Ahora no tiene señal. Y eso, que desespera a muchos, para mi es como un suero de alivio que me permite seguir viviendo sin que la realidad colapse.
A mi derecha, pasa rápido un cartel verde anunciando el nombre de un pueblo. Aún con cierta paranoia, voy a tomar la salida para parar allí. Llevo más de cinco horas manejando y los músculos se acalambran.
Lo primero que aparece, visible en la noche cerrada, es un gran bar o restaurante. Una construcción de madera con luces amarillas por fuera y grandes ventanales a través de los cuales se ve, como cuando nos recordamos en sueños, gente moviéndose despacio, gente sentada, gente mirando el afuera por las ventanas, gente transcurriendo.
Al entrar la sensación es que todo se detiene y el lugar entero queda en suspenso. Todas las miradas se clavan en mi. Supongo que es sólo una idea mía porque soy el “forastero” y llamo la atención entre un grupo de pueblerinos que se conocen hasta el cansancio.
Me acerco a la barra para entablar algún trato. El hombre que atiende me mira sin decir nada.
—Hola, buenas noches, estoy en viaje y…
—La primera palabra fue “hola”, sabés lo que eso significa —interrumpió una mujer sentada también en la barra.
—Todavía no son las diez. Sería muy distinto si ya hubiera sonado la campana.
Los miré e intenté retomar la conversación como si no le diera importancia a un discurrir lugareño.
—Vengo en viaje y me gustaría comer algo… ¿sirven cena?
La mujer apoyó su cara en la mano derecha, sosteniéndola. El hombre me miró con la amabilidad de una respuesta, pero antes le dijo a la mujer:
—Cena, dijo, no alojamiento. Avisale al Padre Ignacio. Él ya sabe lo que tiene que hacer. Sí, caballero, servimos cena. Por favor tome asiento y enseguida lo atendemos.
Insistí, en mi interior, en que todo era parte de algo local, del lugar. Y en ese instante sonaron tres campanas de una iglesia. ¿Serían las diez, las once? Iba a dirigirme a una mesa vacía cuando un espectáculo inesperado me detuvo. Todos los parroquianos que estaban en el lugar se levantaron al unísono y retrocedieron hasta una de las paredes. No había miedo ni alarma, parecía un movimiento ensayado, necesario.
Miré al hombre de la barra con la pregunta evidente en mi rostro.
—Llegó por la ruta, desde la izquierda, saludó con un “hola”, y pidió cena. Lleva un abrigo gris azulado y al llegar a la barra apoyó primero su mano derecha.
—Eh… sí —dije—, ¿y qué pasa con eso?
En respuesta sacó de abajo del mostrador un libro ajado y astroso, con evidencia de haber sido consultado miles de veces. Lo abrió y me fue mostrando las definiciones de todas las cosas que me había enumerado. Ahí podían leerse extensísimas descripciones y explicaciones derivadas en donde cada acción representaba una consecuencia. Por ejemplo, y por citar cosas que llegué a ver de soslayo: si en vez de ser hombre yo hubiera sido mujer, las campanadas hubieran sido ocho; si en vez de “hola” hubiera dicho “¿cómo va?”, el cantinero hubiera tenido que lavarse las manos durante tres minutos; si la mujer sentada en la barra hubiera estornudado al verme, todos deberían abandonar el pueblo durante tres días; si mi auto hubiera sido celeste, me habrían obligado a estacionarlo del otro lado de la ruta. Y así hasta el infinito.
—¿Qué significa todo esto, todas estas interpretaciones y recursos, qué sentido tienen?
El cantinero sonrió, mientras miraba atento que todos se mantuvieran contra la pared del fondo, quietos. Y luego me dijo:
—Amigo, significa que ha llegado usted al pueblo más supersticioso del planeta. A través del tiempo fuimos elaborando formas de defensa para que cada acción pueda anularse con una reacción correspondiente. El tema es que hay que saber interpretar y estar muy atentos a todo. Si se escapara un solo detalle, pues… bueno, todo volaría por los aires.
En ese instante sentí ganas de rascarme la cabeza, pero me invadió el pánico y sólo atiné a contener la respiración.
jueves, 14 de septiembre de 2023
No perecederos
Aldo era repositor, pero eso era mentira. Llamarlo así era obrar un disimulo que se iba volviendo cada vez más peligroso. Elegir el nombre descriptivo más cercano al borde de la realidad, aunque sin caer en la mentira, muchas veces es más grave que mentir directamente. Y en este caso pasó demasiado tiempo sin que nadie dijera lo real y lo correcto.
No sé cuántos de nosotros esperábamos que pase, pero se volvía día a día más obvio. Por eso, la tarde en la que Aldo levantó a Rubén por el aire y lo estrelló contra la góndola muy pocos se asombraron. Y, quizás, algunos asombros fueron fingidos. Si bien las luces verdes ondulantes de la ambulancia estacionada afuera no dejaban de recordar que había pasado algo desgraciado, el sentimiento que predominaba era más o menos el que cualquiera tiene cuando, luego de ver un rato largo de nubes negras, siente las gotas de lluvia. Algo que tiene que ocurrir y finalmente ocurre.
Había visto una enorme cantidad de veces a Aldo en la góndola de las latas y conservas. Sobre todo por las noches, luego de cerrar. Para entenderlo había que entender que una lata de tomates no era eso. Era la pieza de una obra. El resto de los productos eran el resto de las piezas. Aldo era el creador. Pero lo más importante en esa ecuación era entender que la obra no finalizaría nunca. No podía terminarse ni completarse. Aldo basaba el sentido de su vida en componer día tras día el cuadro perfecto que jamás existiría. Porque, obviamente, de terminarse la obra él ya no sería un creador. O directamente ya no sería. Por alguna causa psicológica que nunca logré entender, él no concebía la posibilidad de acabar una obra y comenzar otra. En su pensamiento era esa o nada.
Así, cada lata era milimétricamente ubicada y reubicada conforme un criterio estético en donde primaba lo cromático pero también lo morfológico. La altura de las latas, el ancho, el color de sus etiquetas, el reflejo de las tapas plateadas o doradas, la composición de las diferentes escenas según expresaran tomates, lentejas, arvejas, porotos o lo que fuera. Cada imagen exhibida era para Aldo un desafío estético que lo podía tener horas enteras intercambiando piezas, mirando en perspectiva si la obra fluía o se empantanaba en un alboroto de formas sin sentido, reorganizando cromatismos según los motivos se acercaran a las puntas de la góndola o confluyeran en el centro, escogiendo escenas formadas con los matices de alturas de latas según cómo les diera la iluminación del lugar, y así con un sinnúmero de parámetros que yo, al menos, jamás llegué a abarcar ni remotamente. Lo mío era tan sólo mirar e interpretar los movimientos. Pero sólo algún dios que pudiera habitar esa cabeza hubiera logrado entender por completo el trabajo que él realizaba.
Y, por supuesto, estaban los movimientos inevitables del día a día, es decir, lo que la gente compraba y se llevaba. Y, a su vez, la mercadería ingresaba de los proveedores y debía ser repuesta en las góndolas. A diferencia de lo que se pudiera imaginar esto no molestaba a Aldo. Al contrario, reavivaba en forma constante el fuego de mantener la obra en movimiento y equilibrar, corregir, modificar, reordenar, etc. Sin embargo en algunos casos es cierto que llegué a ver cómo la vorágine de la realidad acababa por quebrarlo. Semana santa, por ejemplo, provocaba la desaparición de drásticas cantidades de latas de atún y, cuando la reposición no entraba a tiempo, los vacíos en la góndola eran un grito mudo que desgarraba la obra sin atenuantes. Recuerdo alguna vez haberlo encontrado en algún rincón del depósito con la cara hundida entre las manos, negando unas lágrimas que eran más que evidentes.
Así llegamos a aquella tarde fatal en la que Rubén, el encargado de la sucursal, tomando una llegada tarde de Aldo como una falta de día completo, decidió entretenerse jugando un rato al repositor y reordenando las latas según su propio y blasfemo criterio. Incluso desde un punto de vista no artístico todos pudimos ver que estaba haciendo un zafarrancho desprolijo que ni siquiera era útil a los fines prácticos de los clientes y sus compras. Pasado el mediodía llegó Aldo a su puesto, luego de la demora de un turno médico. Yo no estaba cerca de esa góndola y no pude ver su cara, pero los que fueron testigos del momento hablaron de una verdadera transfiguración casi de orden místico. Sólo se limitó a preguntar quién había trabajado en la góndola y el nombre de Rubén bastó para la explosión que siguió luego.
Los detalles triviales no fueron demasiado importantes, algunas heridas, algún hueso roto, cortes en la cara y moretones desparramados por el cuerpo, Aldo suspendido y con un informe negativo en su legajo y demás, pero lo más trascendente fue que el descalabro que el cuerpo de Rubén arrojado contra la góndola provocó, pareció lograr lo que en la cabeza de Aldo jamás se había conseguido: concluir la obra.
Luego de ese acto de violencia inusitada, y luego de que retiraran a Rubén en la ambulancia, Aldo permaneció absorto contemplando la góndola como si al fin la Capilla Sixtina se hubiera concluido y él no fuera otro que un Miguel Angel satisfecho.
Quizá su enseñanza fue que hay obras que se develan como tales sólo cuando dejan de existir. Quizá como algunas vidas.
miércoles, 13 de septiembre de 2023
Suenan distintos
El hombre viste una campera impaciente, y de su brazo derecho se enlaza la vejez inmóvil, de pasos imperceptibles, de alguien que carga la suficiente curvatura en la espalda para ser su madre. Ella se detiene, intransigente como sus canas y su abrigo sepia, frente a las margaritas de un cantero. Él hace el ademán, que sabe inútil, de tirar levemente de su brazo derecho para continuar. Pero no.
Desde mi banco escucho las frases arrítmicas que se montan en el viento amable de la tarde.
—Qué hermosas las flores…
—Vamos mamá.
—Las flores, ¿las viste?, hermosas…
—Te hace mal, mamá, vamos.
—Qué hermosas flores…
—Ya está. Ya terminó. Vamos. Sabés que te hace mal.
—¿Las viste a las flores?, hermosas son.
—Mamá, ya no va a volver, no sigas, todo esto te hace mal.
No los estoy mirando. De alguna manera pienso que los diálogos que se miran acaban por romperse. Hay que dejarlos sueltos en los oídos y tratar de que la vista simule leer otra cosa en el viento.
—Me llevo esta. Esta sola. Son hermosas, ¿ya las viste?
—Guardala. Yo no la quiero ver. Ya sabés que no va a volver. Vamos.
—Sí, sí…
Siento el arrastrarse de los pies en la grava del camino que bordea al cantero. No los estoy mirando. Sigo sin mirarlos. Pero podría atestiguar que los pasos que cargan con una flor encima suenan distintos a los que llegaron con las manos vacías.
—Cortá… cortá te digo… ahora, sí, ¿o qué vas a esperar?
El hombre que da pasos al azar sin respetar el trazado del camino entre los canteros habla por celular y mira al cielo. Yo también miro el cielo, pero su interlocutor no está allí. O yo no soy capaz de verlo.
—Ciento setenta y ocho mil… ¿querés que te haga un dibujo? No, Esteban, esta ya la pasé, a mi no me agarran más. Una vez, sí, dos no. Cortá, querés.
Como en un proscenio involuntario, nuevamente las margaritas del cantero servían para el desarrollo de una escena. Ahora yo miraba, porque el hombre, saco gris y cabello dejado al azar de los días, me daba la espalda. Movía la cabeza marcando con una cadencia fastidiosa las palabras que le llegaban por su celular.
—¡Y claro que no va a volver!, qué gran descubrimiento que hiciste… Ciento setenta y ocho, no te lo repito más porque me hace mal, cada vez me hacés calentar más y seguís sin cortar.
En el pico de una de las cadencias de fastidio movió su mano con una despojada rapidez y cortó una margarita, tirándola enseguida al césped. Por lo visto sus ganas de que algo se corte debían de satisfacerse de alguna manera.
Al mismo tiempo que guardaba su celular en el bolsillo de su saco la bicicleta roja pasó por el camino junto al cantero. El chico pedaleaba despacio y en círculos, para esperar a una mujer que lo acompañaba. Me sentía obligado a ver a su madre en ese cuadro pero, para mantener el rigor de la observación, no podía darlo por cierto. Sin embargo la duda duró poco.
—Andá un rato más, hijo, porque ya vamos para casa.
El increíble poder de una frase tan simple. Me subió un frío por la espalda y, con toda seguridad, la tristeza que me atravesó con tanta violencia tuvo que haber aflorado en mi cara. Dijo casa, dijo nos vamos, dijo que iba a volver y también dijo, sin decirlo, una noche cálida bajo un techo; dijo luces tenues y dijo cortinas; dijo algún sillón frente a un televisor y dijo aroma a cena servida; dijo hasta ducha tibia, quizá, y dijo almohada con sábanas blancas; dijo también un despertar y dijo tener una vida.
Dijo todo lo que yo estaba obligado a callar. Porque no volvería nunca más a ningún lado, a ninguna casa, a ningún techo ni cama. Volver era un simple absurdo. Mi noche sería en la plaza y mi despertar también, igual que mi último día.
Me acerqué hasta las margaritas, elegí una muy despacio y la corté, pidiéndole perdón. Luego me la guardé rápido en mi bolsillo, por temor a escuchar el reproche de las demás y me fui caminando por la grava del sendero.
Sé que los pasos que cargan una flor encima suenan distintos.
martes, 12 de septiembre de 2023
Cantar en silencio
Entre tantas cosas que jamás les dije estaba lo de los gestos. Nunca fui muy conocedor de las costumbres sociales pero estaba seguro de que muchos de los gestos que formaban la trama de esta familia no tenían el mismo significado fuera de la casa. El brazo derecho en alto, con el puño a la altura de la frente, por ejemplo, se traducía en “no te entiendo”, o “no me llega lo que querés explicar”, era una negativa al borde del desprecio. La mano cerrada en un puño era cierto tipo de negativa, desde la suave discrepancia cuando el puño estaba a la altura del pecho hasta la violencia manifiesta cuando se proyectaba con el brazo extendido hacia adelante. Y si ambos realizaban el mismo gesto llegando a chocar los puños, era el inconfundible “no hay manera” y luego las miradas bajaban al piso y cada uno se retiraba a respirar su frustración en soledad. Los dos brazos flexionados despacio pasando las palmas abiertas al costado de la cabeza era el ademán común para el “dejá, yo me encargo”, así como una mano con el dedo índice y el mayor extendidos y el resto recogidos era la seña, muy subrepticia, que indicaba que alguna visita debía irse lo más rápido posible. La mano derecha abierta colocada paralela a la sien y ejecutando una leve caricia significaba “voy a leerlo y te contesto”. Y así podría seguir hasta llegar al volumen enciclopédico. El catálogo era tan extenso como tácito, pues nadie en la familia se había propuesto enumerar y describir esos signos vitales de comunicación.
Y sin embargo todas esas señales, por abrumadoras que fueran en cantidad y en riqueza, no se acercaban a la trascendencia de las miradas. Entre nosotros las miradas eran todo. El gesto acompañaba, subrayaba, aclaraba o enfatizaba, pero lo que en verdad expresaba era la mirada. Sin contacto visual no había trato. Sin poder llegar a los ojos, el otro no existía. Tampoco uno, por supuesto. Aparte, obviamente al ser una familia de tres sordomudos, a nadie se le ocurría que la vida nos deparara algún día la inadmisible crueldad de perder también la vista. Por cierto equilibrio universal o divino, los tres dábamos por hecho que contaríamos con los ojos de por vida.
Tampoco jamás les dije lo que un día comencé a sentir. Porque a la par de una emoción que no sabía dónde colocar (y mucho menos con qué gesto contar), me fue subiendo por los sentimientos una tristeza muy grande que me blindaba toda expresión.
Ocurrió una tarde de verano, sentado solo en el jardín amable que entre los tres cuidábamos. Algo muy raro se dibujó en mi cabeza, por dentro, y al rato por alrededor. Tardé una larga hora en entenderlo, pero luego ya no había dudas: comenzaba a escuchar. De una sordera absoluta, de un pozo sin ecos ni fondo en el que me había acostumbrado a transcurrir, de pronto me invadía una lluvia tenue de colores desconocidos que dibujaban en mi cabeza señales, sonidos, gotas de un movimiento de aire que no necesitaba identificar. Alguien en la casa de al lado estaba cantando. Y eso fue lo primero que atravesó mi oído, recuperado en una magnitud muy leve pero suficiente como para reconocer lo que sentía.
Pasó el tiempo. Una larga cantidad de tiempo en el que me senté prolijamente cada día sin fallar jamás en el jardín. Varias veces mis padres me preguntaban, manos agitadas a la altura de los hombros y las cejas enarcadas, “qué hacía tanto tiempo solo en al jardín” y yo no respondía o gesticulaba evasivas obtusas. Nadie insistía mucho puesto que la normalidad en esta familia era un grado superlativo de rarezas. Yo encajaba en una más y punto. Pero luego, por las noches, cuando la madrugada era profunda y los únicos oídos despiertos eran los del rocío, yo me dedicaba a hacer lo que había aprendido. Yo podía cantar. Bajito, casi susurrando, muy agreste y con las escarpadas notas de quien aún no conoce su garganta. Pero cantaba, reproducía lo que escuchaba en la casa de al lado. Y cantaba. Y mientras más me deslumbraba más lágrimas me iban confirmando que jamás podría contárselo a mis padres, ni mostrarlo. Tenía la certeza de que mi voz les hubiese atravesado el corazón de la familia como un puñal agrio, como la desgraciada traición de abandonarlos, de renegar de ese mágico léxico familiar de gestos que nos unía. La amargura de ya no pertenecer, de quedarme, al fin, sin familia.
Por eso aprendí, en definitiva, que quererlos era saber cantar en silencio.
lunes, 11 de septiembre de 2023
Humo
Humo. Y el sabor de la chapa. Porque la chapa ha de tener un sabor, creo. Más humo. Luego del gran ruido de la explosión, el último, hay otros ruidos que siento alrededor. Los habituales de la calle y los que se congregan alrededor mirando. Supongo que voces, aunque afelpadas, pasos; supongo algún golpe también, aunque parece estar más por dentro que por fuera de mi cuerpo.
Me resulta cómico que el primer pensamiento que tenga sea el posible relato de esto en tono periodístico. Ellos no pueden evitar usar la “intersección”, el “circular por la arteria”, el “siniestro”, la siempre mística “ochava” para no decir “esquina”, el tan piadoso “perdió el control” y demás. Ahora todo eso se forma en mi cabeza y relata, hilvanando una voz en off que no es la mía, aunque tampoco podría desconocerla.
Me doy cuenta de que los ruidos están y son inequívocos, sólo que mi cabeza ya no los procesa como antes. O quizá los oídos. Son más una sugerencia del entorno en forma de siseos y murmullos que hechos concretos. Afuera deben estar ocurriendo hechos concretos. Pero yo no me puedo mover, claro.
Mi abuela no lo entiende y yo no puedo explicárselo. Tendría que venir un día conmigo y sentarse en el piso, pero seguro que va a decir algo de sus rodillas, o sus piernas, o la espalda y eso. Cada vez que puedo, y puedo cuando ella no vigila, me voy a jugar a la esquina blanca. Me gusta porque ahí no hay nada. Una cortina metálica cerrada siempre, cerrada hace años. Y las paredes son color blanco descascarado, viejo. Ahí se siente que no pasa nada y no puede pasar nada tampoco. Ni el tiempo. Pero lo más importante es la vereda y su inclinación. Yo voy a jugar siempre con mi auto rojo de plástico, el que nunca puedo hacer andar derecho, y en esa bajada de la esquina tengo horas enteras de carreras e historias inventadas. Pero mi abuela no entiende las inclinaciones y las bajadas, para ella la esquina es “¡salí de ahí que te va a pisar un auto!, ¿no ves que vienen como locos?, algún día se va a incrustar alguno en la esquina”.
El humo se dispersa de a poco. Y sí, lo que primero fue una sospecha ahora es tan cierto como imposible. Es la esquina blanca. La de siempre, la de la cortina, la de mi abuela. ¿Volver casi veinte años después al mismo lugar, arriba de un auto sin control, para morir donde jugaba? No siento las piernas, el volante me anuda la garganta como una pena ocre y hay chapas que no reconozco contándome de cerca las costillas. En este instante quiero ver lo que hay más allá de la trompa destrozada del auto, porque luego del choque y antes de desmayarme me pareció ver la figura de alguien, de un cuerpo, de algo que llegó a interponerse entre la explosión y la esquina. Pero, en el único ojo que puedo abrir, la sangre no me deja ver.
Estoy contento. Encontré una parte menos rota de la vereda en donde mi auto de plástico anda bastante derecho. Puedo sentarme en la esquina, de espaldas a la calle y tirarlo hacia la cortina metálica para que después baje rodando. Casi parece un auto de verdad. Tengo que apurarme antes de que mi abuela salga a ver dónde estoy y me grite. Es una linda sensación verlo bajar la pendiente solo, rápido como los de verdad, y chocar contra mis piernas. Lo agarro por última vez justo cuando escucho esa frenada fuerte en la calle.
Cuando dejo de intentar mirar la esquina y voy resignando el cuerpo al abandono de las heridas, siento los golpes en la puerta del auto y un breve chasquido de vidrios rotos. Es mi ventanilla. Y a través de ella escucho que alguien me habla: —Aguante, ya llega la ambulancia, pero vamos a tener que correr el auto urgente porque parece que había un chico en la vereda y quedó debajo.
sábado, 5 de agosto de 2023
Eufonía ventral
Tengo un piano inmerso
en la cara opuesta del vientre
que alumbra la voz amarga
del ciego sol derrumbado.
De toda aquella exquisita fortuna
sólo cruza el puente un caballero.
Agita sus brazos
como un sombrero conversando el viento:
—Afonía de sol y aire nacarado,
el puente no los unirá por siempre.
(Y el caballero viste un vientre
oscuro de soles en sus bolsillos
que vocalizan, junto al piano,
todas las consonancias de la amargura.)
La cara puesta del vientre juega
un dominó de víboras entrelazadas,
arpas de arpegio y escamas de pieles,
afonías jugando a derretir esperanzas.
Y el caballero (pero otro) toma asiento.
Rodea los hombros del sol con su brazo
y le cuenta,
historias lunáticas de puentes sin sombrero,
ambientadas al piano,
mientras el sol (pero otro)
va muriendo
ahogado en la insalvable voz
del amargo puente amnésico
en la última traza del vientre.
lunes, 10 de julio de 2023
Durmiendo al sueño
No me voy
sin volver antes,
previo al sueño que opina
que todo puente es hielo.
Ido.
Quedo.
Donde pasan los mismos
colores que opacan,
fluyendo,
o durmiendo al sueño
en un pozo despierto.
Salpica viraje interno,
(inconsciente que opina),
desata luz un trayecto.
No quiero morir,
dice al llegar el camino,
ni volver
sin abrazar lo ido
en un pantano quedo.
Asfixia insolente silencio
donde pesan ruinas
con el crujir del cuenco.
Cada dios
que mira un ocaso
viaja
del hielo yendo
al consciente yermo.
Quita el retorno seco
del labio surcado
de un silencio enfermo.
Nunca más vuelvo de ir
por quedar volviendo.
domingo, 30 de abril de 2023
Lo que queda en pie
—Nada, Franco, nada. Esta es la caída, el momento final. El terminarse de todo. Sabés de qué te hablo.
En el amplio salón iluminado, con paredes color ocre, cerraban uno a uno los ventanales con un gesto que intentaba disimular el apuro. O el miedo. Cerca de algunos vidrios aleteaban sonidos similares a explosiones, pero aún lejanos o erróneos.
—Como si estar detrás de un vidrio pudiera detener la historia.
—¿Se escribe la historia esta noche?
—Se acaba, por lo menos. La nuestra, seguro.
Franco se revolvió inquieto en su silla de ruedas. Su traje oscuro le pesaba: corbata, camisa blanca, todo ridículo en ese momento. Sólo un par de horas antes, durante la siesta, se soñaba desnudo y corriendo por el parque, detrás de ella, también desnuda. En el aire había sol y música. Ahora había silencio de asfixia. ¿Cómo se sentiría ser despedazado por una bomba? ¿Podría llegar a ver su cuerpo desmembrado rebotando entre el humo contra las paredes ocre?
—Están pidiendo que evacuemos.
—¿Es un chiste?... Afuera hay una lluvia de misiles. ¿Evacuar adónde?
—No lo sé, señor. Son las órdenes.
—¿Qué dicen, Artemio?
—Nada, Franco, nada. Puras idioteces. Órdenes como racimos de flores muertas. Inútiles..
Franco miraba las piernas de Artemio. Una envidia por esos movimientos. Con toda seguridad si él tuviera esas piernas útiles y no los colgajos que le habían tocado en suerte, hubiera corrido fuera del salón a acabar con el enemigo. Sentía arder en el pecho esos golpes que hubiera dado, sentía esa energía retenida y acumulada. Pero la silla, claro... la muerte estática adornada con ruedas como inútil sarcasmo. La silla desmentía cualquier energía posible, querida o imaginada.
—Sólo es esperar. Aquí no hay sótano ni búnker. Quizá algo quede en pie para cuando el bombardeo acabe.
Los oídos de Franco se detuvieron en el dolor de esa frase casual: "algo quede en pie". Y obviamente él jamás sería "algo que quedara en pie". Él era siempre algo sentado, o acostado.
Dio vueltas a esta última palabra. Acostado. No estaba tan mal esperar el fin acostado. Parecía una irreverencia digna de alguien con agallas. Ella, en el sueño, jugaba con el pasto crecido y le preguntaba: "—¿Qué necesidad es esa de mostrarse valiente, de ser un héroe, de pelear más fuerte que todos?... ¿para qué?, ¿qué cambia morir tosiendo en una cama o llevarte con vos a medio ejército enemigo?"
Entonces su cara comenzó a cambiar. Sus oídos se independizaron de los estallidos que cada vez se acercaban más. Se tomó de la silla con ambos brazos y se bajó lentamente. No podía fallar. Primero se sentó en el suelo, descansó, tomó algo del aire ocre que los circundaba y luego se acostó. Rígido, firme, con los brazos paralelos al cuerpo.
—¿Qué hacés, Franco? ¿Y si hay que salir de urgencia?
—Estoy de pie. ¿No lo ves? Luego, los puntos de vista son siempre discutibles. Artemio, perdoná que te deje pero tengo que volver a un sueño para contestar una pregunta.
—¿Ella?
—Claro.
—¿Y después?
—Ya nos fuimos, Artemio. Entendelo.
Franco cerró los ojos y varias explosiones encadenadas hicieron vibrar ventanas ocre, desgajando vidrios y ofreciendo plateas, palcos y tribunas para observar el fin con privilegio. Artemio entendió que no hay nada más solitario que una bomba. Miró en derredor y nadie parecía registrar si estaba vivo o si ya era parte de los escombros. El "ya nos fuimos" de Franco le envolvió las piernas y decidió que ya no se movería.
Ella jugaba con el pasto crecido pero ahora tenía una flor muy pequeña entre los dedos. Lo miraba y se reía. Lo miraba y sentía que amarlo era una explosión más. Una ventana inacabada. Un desfile de incuestionables riesgos que acabarían con todos muertos.
Le pegó el sol en sus dientes cuando le habló.
—¿Ya los acabaste a todos? ¿Ya podemos regresar y barrer los escombros? Vivir, ¿podemos?...
Franco se notó sentado en el sueño. Se miró las piernas instintivamente. La miró a ella. Se miró amarla.
—Sí. Ya no queda nada. Ni nadie. Y fui yo solo el que acabó con todo.
—¿Por mi?
—Por venir a buscarte y por darte la respuesta que te haga vivir.
Ella comenzó a llorar. Se tapó la cara con las manos. Lloraba cada vez más fuerte. Llegó incluso a abrazarla estando acostado, y ella se acostó junto a él en el sueño.
En el silencio de los cuerpos unidos bajo los escombros, comenzaron a conversar acerca de sus planes para la vida juntos. La flor pequeña iba de mano en mano y servía para subrayar susurros que declaraban cómo sería una vida que estaba muriendo. Una última y desgarradora bomba acabó con el edificio ocre en forma instantánea.
Entonces Franco pudo sentarse, sacudirse los escombros, mirarla, sonreirle, ponerse de pie, darle la mano e invitarla.
Echaron a andar el sueño.
viernes, 31 de marzo de 2023
Siempre hay un reloj cerca
Había un papel en blanco.
No estaba en blanco, porque era un papel rayado.
Había un papel con renglones, con rayas de color suave para que lo escrito se contenga lo más paralelo al horizonte posible. Aunque lo dicho en esos renglones ascienda por el peso de su desesperación, los renglones harán que vuele sin estrellarse.
Te harán volar, me dijo el papel en blanco. Antes de que supiera que hablaba de una explosión yo seguía mirando los renglones.
Hay un reloj cerca.
Siempre hay un reloj cerca, ¿viste? Pero como la inundación acabó con todo rastro de energía, está detenido. Claro, lleva pilas, pero ya no existen. Todas sucumbieron descargándose bajo el agua inmensa.
El agua es inmortal.
Es probable, porque si no es agua es hielo; si no, es aire, nube, o vida posible, pero morir no muere. En cambio el tiempo, ¿viste?, con todos los relojes detenidos para siempre, es como un inmenso animal herido puesto en estado de coma para nunca admitir su muerte.
Yo suelo tomarlos de la pared en donde cuelgan o la mesa en donde reposan y colocarlos boca abajo. Les susurro "descansa" al oído de sus agujas y evito mirarlos para que no sientan la crueldad de un tiempo inerte.
Habrá una caligrafía eterna.
Lo dirás como uno de esos murmullos cosidos a un sueño. Las letras redondas tendrán el diámetro de cada estrella encendida, párpado por párpado representadas. Y los trazos rectos seguirán el curso suave de los cometas más reacios al regreso. Lo escrito será tan inmortal como el agua y los relojes entenderán que los renglones son los padres de sus agujas. Rectos como lo era el camino del tiempo ya fallecido.
Yo hablaba de la explosión, mientras sólo una mirada podía mantener por encima de lo inundado. Alcanzó, de todas formas, para que el atardecer ilumine los renglones flotando despacio. Todas las agujas de todos los relojes de todos los tiempos detenidos volviendo el agua un papel en blanco.
Y el pulso del horizonte, cosiendo la caligrafía eterna al sueño más callado de mi mano.
jueves, 30 de marzo de 2023
Se quemaría esa noche
—Vamos a salir.
Ella lo escuchó sin dejar de atender la olla puesta al fuego. Ella lo escuchó y sintió cómo la cabaña respiraba. El viento de esas palabras.
—¿Al bosque?
—A matar a una bruja.
Y en su mente se dibujó nítida una pala. En algún lado debía estar. Apoyada en el fondo, quizá. Una pala. Con tierra en derredor.
¿No era prematuro enterrar lo aún vivo?
—¿Por qué?
—No hay un porqué. Hay…
Ella rellenó el silencio de él con la pala. Hay una pala.
—… hay que hacerlo. Es todo.
Revisó su cuchillo envainado como si tuviera la hoja de acero frente a sus ojos. Pasaba las yemas por el cuero gastado. Una reflexión también gastada. El estar tan cerca de perder algo. Y su hija, que lo miraba silenciosa, parada junto a la puerta.
La olla seguía hirviendo en los ojos de ella. Sabía que, de alguna manera, prolongar su silencio lograría retenerlo. Salir al bosque, sí, pero no arrastrando ese silencio que se revolvía en una olla interminable.
—Seguiré encontrando animales muertos.
—El hombre ya fue un animal muerto.
Ella replicó casi instantánea. Su mano, la derecha, la que sostenía la cuchara de madera, se le dormía. Ese hormigueo que sabía guardar en secreto porque lo entreveía como un adelanto innecesario de lo malo por venir. Todo se dormiría, llegado el momento.
—Una bruja que no se mete con hombres. Pero hay cosas más importantes que un hombre.
—Un animal.
—Su espíritu —dijo él acomodando el cuchillo en su cintura y percibiendo que su frase había sido la más segura de todas las pronunciadas. La única.
—¿Ella va?
—Ya sabés porqué.
Miró a la nena parada junto a la puerta. Sus manos entrelazadas delante de su vientre. Y sus grandes ojos marrones, que veían una bruja donde el resto sólo distinguía una persona.
—Y su espíritu —dijo la mujer, como si terminara alguna especie de rezo de fluir callado.
Volvió sus ojos a la olla. Toda la nieve del afuera ahí dentro. Revolviendo lo hervido. Y la pala. El sonido de la pala enterrando toda la nieve en la mirada de la nena. Mantener el fuego hirviendo. Sacudir la mano que se le duerme. Y la respiración de la nena por las noches, cuando sostiene su mano hasta que llega el sueño. Todo dormiría.
—Tenés un cuchillo.
—Sí.
—Y miedo… ¿tenés?
—El miedo es un animal que se entierra en el espíritu del hombre.
El sonido de la olla envolvía la cabaña. Las uñas de la nena inmóvil se entrecruzaban. Y su pecho.
—Los animales enterrados mueren. Yo los encuentro. Entonces hay que hacerlo.
Ella dejó la cuchara de madera en la olla. Calculó cuánto se quemaría hasta que se lo dijese. Hasta que pudiera volver a tomarla.
—¿Nunca te preguntaste por qué ella jamás me mira?
La nena se sintió nombrada y bajó los ojos y la cabeza y el espíritu hasta enterrarlo en su pecho.
Quiso envainarse en otro tiempo. Como el cuchillo que sostenía el hombre que ahora la miraba.
Definitivamente la cuchara se quemaría esa noche.
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