viernes, 22 de septiembre de 2023

Abismos en sepia


Llueve.
No pongas a secar el sol, dirá Cristo,
en la heladera que cruza el desierto.
Tu mamá estuvo dentro
y la ciudad latía en naranja
como botellas de almíbar anestesiado.

Se va del cuarto donde los grillos
convocan una retahíla de espantos
y duermen
soñando cada uno con un capítulo
del índice que los apunta.

Disparo.
El ocio turbado cuajará las sienes
donde revientan abismos en sepia.
Apunto.
La mano en el bolsillo saluda
al frío del acero sin almíbar.

Cristo miraba su desierto desde lo alto
y, contando los soles secos que tu mamá tejía
con lana de grillos dormidos al ocio naranja,
apuntó al latido de la ciudad,
cerró los ojos en el capítulo cuatro
y abrió una heladera llena
de panes divididos por peces,
mientras llueve,
vino.

jueves, 21 de septiembre de 2023

El más manantial


Lo intento
dónde el agua es caliente
y ordeno
de todos los vuelos
el más manantial.

Esas pieles
que hieren miradas sin párpado
se sientan
en cada ladera
y en todo humedal.

Salir de caza
vadeando el río más cornisa
y callando
por toda nostalgia
la sed que derrumbará.

miércoles, 20 de septiembre de 2023

Octorosal


Llevo dormido el don
de soñar con el desierto,
dejando a mis ojos ver
lluvias aun durmiendo.

Ciento dos mil cuarenta
rosas en guerra hierven,
de la sequía al hostil
sueño de licores breves.

Amparando tal vacío
de pétalos pronunciado,
grita lluvia el don temido
vuelto rosa y mal soñado.

martes, 19 de septiembre de 2023

¿Te gusta el tomate?


Los días no enseñan
que la fealdad no existe.
Existe la ocasión silábica de pretender
el rojo, el sueño, el cuero y el suero.
No enseñan que el día
gira hondo y baila en remolino
mareando la rejilla,
como el agua cuando se va.

Embiste la fealdad
como un hiato en la sinalefa
de la ensalada sonriente
en la que duerme el tomate
su rojo sueño.

Y nadie aprende,
mientras lo bello murmura,
atragantado de suero,
que su rejilla está cerca
y que lo hondo también es paz.

lunes, 18 de septiembre de 2023

Ese jueves


Ese jueves
el almirante torció su boca
y el espejismo de siempre
se hundió en el mar de verano
sembrando la siesta.

Dibujó en el cielo un ovillo,
el piloto cerca del sol,
mirando, sin entender,
temblar su mano izquierda
y su reloj dar las quince.

Ella lavó el último vaso
en la cocina sin luz
y respiró la tristeza
de la tarde quebrada en hielo.

—Van a sonar las campanas
antes de la lluvia de las quince,
y debemos dormir sin el cielo
antes de la inundación.
Miró la puerta de la iglesia
y sus manos, vacías de arrugas;
empujó el vientre en un sesgo
de giro fatuo y de agua bendita.
Le daba lo mismo la escalera,
en lustre de años manifiesta,
que un derrumbe de sogas
en gritos áuricos de tarde.

Y el diario en sus manos quema,
erguido de alturas en letras profanas.

Nació un jueves de tarde
y partirá en el silencio agradable
de un guion, una coma o un punto final.

viernes, 15 de septiembre de 2023

Saber interpretar


Mis manos en el volante recogen la vibración del camino, que va contando su historia a medida que desenrollamos el asfalto de esas soledades. El acelerador rígido, gracias a la ruta desierta, y mis ojos que fueron amigándose con la noche que cae como una respiración que se detiene de a poco.
En el asiento del acompañante reposa el celular. Lo dejé caer ahí luego del último mensaje, el que decía “no vuelvas esta noche a tu casa porque te van a estar esperando”.
Ahora no tiene señal. Y eso, que desespera a muchos, para mi es como un suero de alivio que me permite seguir viviendo sin que la realidad colapse.
A mi derecha, pasa rápido un cartel verde anunciando el nombre de un pueblo. Aún con cierta paranoia, voy a tomar la salida para parar allí. Llevo más de cinco horas manejando y los músculos se acalambran.
Lo primero que aparece, visible en la noche cerrada, es un gran bar o restaurante. Una construcción de madera con luces amarillas por fuera y grandes ventanales a través de los cuales se ve, como cuando nos recordamos en sueños, gente moviéndose despacio, gente sentada, gente mirando el afuera por las ventanas, gente transcurriendo.

Al entrar la sensación es que todo se detiene y el lugar entero queda en suspenso. Todas las miradas se clavan en mi. Supongo que es sólo una idea mía porque soy el “forastero” y llamo la atención entre un grupo de pueblerinos que se conocen hasta el cansancio.
Me acerco a la barra para entablar algún trato. El hombre que atiende me mira sin decir nada.
—Hola, buenas noches, estoy en viaje y…
—La primera palabra fue “hola”, sabés lo que eso significa —interrumpió una mujer sentada también en la barra.
—Todavía no son las diez. Sería muy distinto si ya hubiera sonado la campana.
Los miré e intenté retomar la conversación como si no le diera importancia a un discurrir lugareño.
—Vengo en viaje y me gustaría comer algo… ¿sirven cena?
La mujer apoyó su cara en la mano derecha, sosteniéndola. El hombre me miró con la amabilidad de una respuesta, pero antes le dijo a la mujer:
—Cena, dijo, no alojamiento. Avisale al Padre Ignacio. Él ya sabe lo que tiene que hacer. Sí, caballero, servimos cena. Por favor tome asiento y enseguida lo atendemos.
Insistí, en mi interior, en que todo era parte de algo local, del lugar. Y en ese instante sonaron tres campanas de una iglesia. ¿Serían las diez, las once? Iba a dirigirme a una mesa vacía cuando un espectáculo inesperado me detuvo. Todos los parroquianos que estaban en el lugar se levantaron al unísono y retrocedieron hasta una de las paredes. No había miedo ni alarma, parecía un movimiento ensayado, necesario.
Miré al hombre de la barra con la pregunta evidente en mi rostro.
—Llegó por la ruta, desde la izquierda, saludó con un “hola”, y pidió cena. Lleva un abrigo gris azulado y al llegar a la barra apoyó primero su mano derecha.
—Eh… sí —dije—, ¿y qué pasa con eso?
En respuesta sacó de abajo del mostrador un libro ajado y astroso, con evidencia de haber sido consultado miles de veces. Lo abrió y me fue mostrando las definiciones de todas las cosas que me había enumerado. Ahí podían leerse extensísimas descripciones y explicaciones derivadas en donde cada acción representaba una consecuencia. Por ejemplo, y por citar cosas que llegué a ver de soslayo: si en vez de ser hombre yo hubiera sido mujer, las campanadas hubieran sido ocho; si en vez de “hola” hubiera dicho “¿cómo va?”, el cantinero hubiera tenido que lavarse las manos durante tres minutos; si la mujer sentada en la barra hubiera estornudado al verme, todos deberían abandonar el pueblo durante tres días; si mi auto hubiera sido celeste, me habrían obligado a estacionarlo del otro lado de la ruta. Y así hasta el infinito.
—¿Qué significa todo esto, todas estas interpretaciones y recursos, qué sentido tienen?
El cantinero sonrió, mientras miraba atento que todos se mantuvieran contra la pared del fondo, quietos. Y luego me dijo:
—Amigo, significa que ha llegado usted al pueblo más supersticioso del planeta. A través del tiempo fuimos elaborando formas de defensa para que cada acción pueda anularse con una reacción correspondiente. El tema es que hay que saber interpretar y estar muy atentos a todo. Si se escapara un solo detalle, pues… bueno, todo volaría por los aires.

En ese instante sentí ganas de rascarme la cabeza, pero me invadió el pánico y sólo atiné a contener la respiración.

jueves, 14 de septiembre de 2023

No perecederos


Aldo era repositor, pero eso era mentira. Llamarlo así era obrar un disimulo que se iba volviendo cada vez más peligroso. Elegir el nombre descriptivo más cercano al borde de la realidad, aunque sin caer en la mentira, muchas veces es más grave que mentir directamente. Y en este caso pasó demasiado tiempo sin que nadie dijera lo real y lo correcto.

No sé cuántos de nosotros esperábamos que pase, pero se volvía día a día más obvio. Por eso, la tarde en la que Aldo levantó a Rubén por el aire y lo estrelló contra la góndola muy pocos se asombraron. Y, quizás, algunos asombros fueron fingidos. Si bien las luces verdes ondulantes de la ambulancia estacionada afuera no dejaban de recordar que había pasado algo desgraciado, el sentimiento que predominaba era más o menos el que cualquiera tiene cuando, luego de ver un rato largo de nubes negras, siente las gotas de lluvia. Algo que tiene que ocurrir y finalmente ocurre.

Había visto una enorme cantidad de veces a Aldo en la góndola de las latas y conservas. Sobre todo por las noches, luego de cerrar. Para entenderlo había que entender que una lata de tomates no era eso. Era la pieza de una obra. El resto de los productos eran el resto de las piezas. Aldo era el creador. Pero lo más importante en esa ecuación era entender que la obra no finalizaría nunca. No podía terminarse ni completarse. Aldo basaba el sentido de su vida en componer día tras día el cuadro perfecto que jamás existiría. Porque, obviamente, de terminarse la obra él ya no sería un creador. O directamente ya no sería. Por alguna causa psicológica que nunca logré entender, él no concebía la posibilidad de acabar una obra y comenzar otra. En su pensamiento era esa o nada.

Así, cada lata era milimétricamente ubicada y reubicada conforme un criterio estético en donde primaba lo cromático pero también lo morfológico. La altura de las latas, el ancho, el color de sus etiquetas, el reflejo de las tapas plateadas o doradas, la composición de las diferentes escenas según expresaran tomates, lentejas, arvejas, porotos o lo que fuera. Cada imagen exhibida era para Aldo un desafío estético que lo podía tener horas enteras intercambiando piezas, mirando en perspectiva si la obra fluía o se empantanaba en un alboroto de formas sin sentido, reorganizando cromatismos según los motivos se acercaran a las puntas de la góndola o confluyeran en el centro, escogiendo escenas formadas con los matices de alturas de latas según cómo les diera la iluminación del lugar, y así con un sinnúmero de parámetros que yo, al menos, jamás llegué a abarcar ni remotamente. Lo mío era tan sólo mirar e interpretar los movimientos. Pero sólo algún dios que pudiera habitar esa cabeza hubiera logrado entender por completo el trabajo que él realizaba.

Y, por supuesto, estaban los movimientos inevitables del día a día, es decir, lo que la gente compraba y se llevaba. Y, a su vez, la mercadería ingresaba de los proveedores y debía ser repuesta en las góndolas. A diferencia de lo que se pudiera imaginar esto no molestaba a Aldo. Al contrario, reavivaba en forma constante el fuego de mantener la obra en movimiento y equilibrar, corregir, modificar, reordenar, etc. Sin embargo en algunos casos es cierto que llegué a ver cómo la vorágine de la realidad acababa por quebrarlo. Semana santa, por ejemplo, provocaba la desaparición de drásticas cantidades de latas de atún y, cuando la reposición no entraba a tiempo, los vacíos en la góndola eran un grito mudo que desgarraba la obra sin atenuantes. Recuerdo alguna vez haberlo encontrado en algún rincón del depósito con la cara hundida entre las manos, negando unas lágrimas que eran más que evidentes.

Así llegamos a aquella tarde fatal en la que Rubén, el encargado de la sucursal, tomando una llegada tarde de Aldo como una falta de día completo, decidió entretenerse jugando un rato al repositor y reordenando las latas según su propio y blasfemo criterio. Incluso desde un punto de vista no artístico todos pudimos ver que estaba haciendo un zafarrancho desprolijo que ni siquiera era útil a los fines prácticos de los clientes y sus compras. Pasado el mediodía llegó Aldo a su puesto, luego de la demora de un turno médico. Yo no estaba cerca de esa góndola y no pude ver su cara, pero los que fueron testigos del momento hablaron de una verdadera transfiguración casi de orden místico. Sólo se limitó a preguntar quién había trabajado en la góndola y el nombre de Rubén bastó para la explosión que siguió luego.

Los detalles triviales no fueron demasiado importantes, algunas heridas, algún hueso roto, cortes en la cara y moretones desparramados por el cuerpo, Aldo suspendido y con un informe negativo en su legajo y demás, pero lo más trascendente fue que el descalabro que el cuerpo de Rubén arrojado contra la góndola provocó, pareció lograr lo que en la cabeza de Aldo jamás se había conseguido: concluir la obra.

Luego de ese acto de violencia inusitada, y luego de que retiraran a Rubén en la ambulancia, Aldo permaneció absorto contemplando la góndola como si al fin la Capilla Sixtina se hubiera concluido y él no fuera otro que un Miguel Angel satisfecho.

Quizá su enseñanza fue que hay obras que se develan como tales sólo cuando dejan de existir. Quizá como algunas vidas.

miércoles, 13 de septiembre de 2023

Suenan distintos


El hombre viste una campera impaciente, y de su brazo derecho se enlaza la vejez inmóvil, de pasos imperceptibles, de alguien que carga la suficiente curvatura en la espalda para ser su madre. Ella se detiene, intransigente como sus canas y su abrigo sepia, frente a las margaritas de un cantero. Él hace el ademán, que sabe inútil, de tirar levemente de su brazo derecho para continuar. Pero no.

Desde mi banco escucho las frases arrítmicas que se montan en el viento amable de la tarde.
—Qué hermosas las flores…
—Vamos mamá.
—Las flores, ¿las viste?, hermosas…
—Te hace mal, mamá, vamos.
—Qué hermosas flores…
—Ya está. Ya terminó. Vamos. Sabés que te hace mal.
—¿Las viste a las flores?, hermosas son.
—Mamá, ya no va a volver, no sigas, todo esto te hace mal.

No los estoy mirando. De alguna manera pienso que los diálogos que se miran acaban por romperse. Hay que dejarlos sueltos en los oídos y tratar de que la vista simule leer otra cosa en el viento.

—Me llevo esta. Esta sola. Son hermosas, ¿ya las viste?
—Guardala. Yo no la quiero ver. Ya sabés que no va a volver. Vamos.
—Sí, sí…

Siento el arrastrarse de los pies en la grava del camino que bordea al cantero. No los estoy mirando. Sigo sin mirarlos. Pero podría atestiguar que los pasos que cargan con una flor encima suenan distintos a los que llegaron con las manos vacías.

—Cortá… cortá te digo… ahora, sí, ¿o qué vas a esperar?

El hombre que da pasos al azar sin respetar el trazado del camino entre los canteros habla por celular y mira al cielo. Yo también miro el cielo, pero su interlocutor no está allí. O yo no soy capaz de verlo.

—Ciento setenta y ocho mil… ¿querés que te haga un dibujo? No, Esteban, esta ya la pasé, a mi no me agarran más. Una vez, sí, dos no. Cortá, querés.

Como en un proscenio involuntario, nuevamente las margaritas del cantero servían para el desarrollo de una escena. Ahora yo miraba, porque el hombre, saco gris y cabello dejado al azar de los días, me daba la espalda. Movía la cabeza marcando con una cadencia fastidiosa las palabras que le llegaban por su celular.

—¡Y claro que no va a volver!, qué gran descubrimiento que hiciste… Ciento setenta y ocho, no te lo repito más porque me hace mal, cada vez me hacés calentar más y seguís sin cortar.

En el pico de una de las cadencias de fastidio movió su mano con una despojada rapidez y cortó una margarita, tirándola enseguida al césped. Por lo visto sus ganas de que algo se corte debían de satisfacerse de alguna manera.

Al mismo tiempo que guardaba su celular en el bolsillo de su saco la bicicleta roja pasó por el camino junto al cantero. El chico pedaleaba despacio y en círculos, para esperar a una mujer que lo acompañaba. Me sentía obligado a ver a su madre en ese cuadro pero, para mantener el rigor de la observación, no podía darlo por cierto. Sin embargo la duda duró poco.

—Andá un rato más, hijo, porque ya vamos para casa.

El increíble poder de una frase tan simple. Me subió un frío por la espalda y, con toda seguridad, la tristeza que me atravesó con tanta violencia tuvo que haber aflorado en mi cara. Dijo casa, dijo nos vamos, dijo que iba a volver y también dijo, sin decirlo, una noche cálida bajo un techo; dijo luces tenues y dijo cortinas; dijo algún sillón frente a un televisor y dijo aroma a cena servida; dijo hasta ducha tibia, quizá, y dijo almohada con sábanas blancas; dijo también un despertar y dijo tener una vida.

Dijo todo lo que yo estaba obligado a callar. Porque no volvería nunca más a ningún lado, a ninguna casa, a ningún techo ni cama. Volver era un simple absurdo. Mi noche sería en la plaza y mi despertar también, igual que mi último día.

Me acerqué hasta las margaritas, elegí una muy despacio y la corté, pidiéndole perdón. Luego me la guardé rápido en mi bolsillo, por temor a escuchar el reproche de las demás y me fui caminando por la grava del sendero.
Sé que los pasos que cargan una flor encima suenan distintos.

martes, 12 de septiembre de 2023

Cantar en silencio


Entre tantas cosas que jamás les dije estaba lo de los gestos. Nunca fui muy conocedor de las costumbres sociales pero estaba seguro de que muchos de los gestos que formaban la trama de esta familia no tenían el mismo significado fuera de la casa. El brazo derecho en alto, con el puño a la altura de la frente, por ejemplo, se traducía en “no te entiendo”, o “no me llega lo que querés explicar”, era una negativa al borde del desprecio. La mano cerrada en un puño era cierto tipo de negativa, desde la suave discrepancia cuando el puño estaba a la altura del pecho hasta la violencia manifiesta cuando se proyectaba con el brazo extendido hacia adelante. Y si ambos realizaban el mismo gesto llegando a chocar los puños, era el inconfundible “no hay manera” y luego las miradas bajaban al piso y cada uno se retiraba a respirar su frustración en soledad. Los dos brazos flexionados despacio pasando las palmas abiertas al costado de la cabeza era el ademán común para el “dejá, yo me encargo”, así como una mano con el dedo índice y el mayor extendidos y el resto recogidos era la seña, muy subrepticia, que indicaba que alguna visita debía irse lo más rápido posible. La mano derecha abierta colocada paralela a la sien y ejecutando una leve caricia significaba “voy a leerlo y te contesto”. Y así podría seguir hasta llegar al volumen enciclopédico. El catálogo era tan extenso como tácito, pues nadie en la familia se había propuesto enumerar y describir esos signos vitales de comunicación.

Y sin embargo todas esas señales, por abrumadoras que fueran en cantidad y en riqueza, no se acercaban a la trascendencia de las miradas. Entre nosotros las miradas eran todo. El gesto acompañaba, subrayaba, aclaraba o enfatizaba, pero lo que en verdad expresaba era la mirada. Sin contacto visual no había trato. Sin poder llegar a los ojos, el otro no existía. Tampoco uno, por supuesto. Aparte, obviamente al ser una familia de tres sordomudos, a nadie se le ocurría que la vida nos deparara algún día la inadmisible crueldad de perder también la vista. Por cierto equilibrio universal o divino, los tres dábamos por hecho que contaríamos con los ojos de por vida.

Tampoco jamás les dije lo que un día comencé a sentir. Porque a la par de una emoción que no sabía dónde colocar (y mucho menos con qué gesto contar), me fue subiendo por los sentimientos una tristeza muy grande que me blindaba toda expresión.

Ocurrió una tarde de verano, sentado solo en el jardín amable que entre los tres cuidábamos. Algo muy raro se dibujó en mi cabeza, por dentro, y al rato por alrededor. Tardé una larga hora en entenderlo, pero luego ya no había dudas: comenzaba a escuchar. De una sordera absoluta, de un pozo sin ecos ni fondo en el que me había acostumbrado a transcurrir, de pronto me invadía una lluvia tenue de colores desconocidos que dibujaban en mi cabeza señales, sonidos, gotas de un movimiento de aire que no necesitaba identificar. Alguien en la casa de al lado estaba cantando. Y eso fue lo primero que atravesó mi oído, recuperado en una magnitud muy leve pero suficiente como para reconocer lo que sentía.

Pasó el tiempo. Una larga cantidad de tiempo en el que me senté prolijamente cada día sin fallar jamás en el jardín. Varias veces mis padres me preguntaban, manos agitadas a la altura de los hombros y las cejas enarcadas, “qué hacía tanto tiempo solo en al jardín” y yo no respondía o gesticulaba evasivas obtusas. Nadie insistía mucho puesto que la normalidad en esta familia era un grado superlativo de rarezas. Yo encajaba en una más y punto. Pero luego, por las noches, cuando la madrugada era profunda y los únicos oídos despiertos eran los del rocío, yo me dedicaba a hacer lo que había aprendido. Yo podía cantar. Bajito, casi susurrando, muy agreste y con las escarpadas notas de quien aún no conoce su garganta. Pero cantaba, reproducía lo que escuchaba en la casa de al lado. Y cantaba. Y mientras más me deslumbraba más lágrimas me iban confirmando que jamás podría contárselo a mis padres, ni mostrarlo. Tenía la certeza de que mi voz les hubiese atravesado el corazón de la familia como un puñal agrio, como la desgraciada traición de abandonarlos, de renegar de ese mágico léxico familiar de gestos que nos unía. La amargura de ya no pertenecer, de quedarme, al fin, sin familia.

Por eso aprendí, en definitiva, que quererlos era saber cantar en silencio.

lunes, 11 de septiembre de 2023

Humo


Humo. Y el sabor de la chapa. Porque la chapa ha de tener un sabor, creo. Más humo. Luego del gran ruido de la explosión, el último, hay otros ruidos que siento alrededor. Los habituales de la calle y los que se congregan alrededor mirando. Supongo que voces, aunque afelpadas, pasos; supongo algún golpe también, aunque parece estar más por dentro que por fuera de mi cuerpo.

Me resulta cómico que el primer pensamiento que tenga sea el posible relato de esto en tono periodístico. Ellos no pueden evitar usar la “intersección”, el “circular por la arteria”, el “siniestro”, la siempre mística “ochava” para no decir “esquina”, el tan piadoso “perdió el control” y demás. Ahora todo eso se forma en mi cabeza y relata, hilvanando una voz en off que no es la mía, aunque tampoco podría desconocerla.

Me doy cuenta de que los ruidos están y son inequívocos, sólo que mi cabeza ya no los procesa como antes. O quizá los oídos. Son más una sugerencia del entorno en forma de siseos y murmullos que hechos concretos. Afuera deben estar ocurriendo hechos concretos. Pero yo no me puedo mover, claro.

Mi abuela no lo entiende y yo no puedo explicárselo. Tendría que venir un día conmigo y sentarse en el piso, pero seguro que va a decir algo de sus rodillas, o sus piernas, o la espalda y eso. Cada vez que puedo, y puedo cuando ella no vigila, me voy a jugar a la esquina blanca. Me gusta porque ahí no hay nada. Una cortina metálica cerrada siempre, cerrada hace años. Y las paredes son color blanco descascarado, viejo. Ahí se siente que no pasa nada y no puede pasar nada tampoco. Ni el tiempo. Pero lo más importante es la vereda y su inclinación. Yo voy a jugar siempre con mi auto rojo de plástico, el que nunca puedo hacer andar derecho, y en esa bajada de la esquina tengo horas enteras de carreras e historias inventadas. Pero mi abuela no entiende las inclinaciones y las bajadas, para ella la esquina es “¡salí de ahí que te va a pisar un auto!, ¿no ves que vienen como locos?, algún día se va a incrustar alguno en la esquina”.

El humo se dispersa de a poco. Y sí, lo que primero fue una sospecha ahora es tan cierto como imposible. Es la esquina blanca. La de siempre, la de la cortina, la de mi abuela. ¿Volver casi veinte años después al mismo lugar, arriba de un auto sin control, para morir donde jugaba? No siento las piernas, el volante me anuda la garganta como una pena ocre y hay chapas que no reconozco contándome de cerca las costillas. En este instante quiero ver lo que hay más allá de la trompa destrozada del auto, porque luego del choque y antes de desmayarme me pareció ver la figura de alguien, de un cuerpo, de algo que llegó a interponerse entre la explosión y la esquina. Pero, en el único ojo que puedo abrir, la sangre no me deja ver.

Estoy contento. Encontré una parte menos rota de la vereda en donde mi auto de plástico anda bastante derecho. Puedo sentarme en la esquina, de espaldas a la calle y tirarlo hacia la cortina metálica para que después baje rodando. Casi parece un auto de verdad. Tengo que apurarme antes de que mi abuela salga a ver dónde estoy y me grite. Es una linda sensación verlo bajar la pendiente solo, rápido como los de verdad, y chocar contra mis piernas. Lo agarro por última vez justo cuando escucho esa frenada fuerte en la calle.

Cuando dejo de intentar mirar la esquina y voy resignando el cuerpo al abandono de las heridas, siento los golpes en la puerta del auto y un breve chasquido de vidrios rotos. Es mi ventanilla. Y a través de ella escucho que alguien me habla: —Aguante, ya llega la ambulancia, pero vamos a tener que correr el auto urgente porque parece que había un chico en la vereda y quedó debajo.