lunes, 31 de marzo de 2025

No es lo mismo


Entonces el amor de mi vida dobló la toalla en tres y apagó la luz. Antes, sonrió al pasar frente al espejo y silbó un muy breve fragmento de la canción que habíamos estado escuchando. 
Sentada, apoyaba las palmas de sus manos sobre la mesa, como quien intenta frenar un terremoto, o al menos verificarlo. ¿Por qué su boca dibujaba siempre la forma exacta y necesaria para que el universo se mantenga en orden? ¿Porque yo la miraba? 
Una de sus manos dejó la mesa y sostuvo su cabeza, de costado, en esa introducción que puede ser un pensamiento sordo, una declaración última o sólo sueño cercano. Como no escuché palabras al cabo de un tiempo supuse sólo sueño. Y fue bastante. Porque yo sabía qué soñaba, podía delinear sus despertares y conocer qué rostros habían pasado por su inconsciente, podía ver el desorden de su pelo y entender qué mundos había visitado o no. 
Pero no. Se levantó de la mesa y yo seguí su cadera con la vista hasta que prendió la hornalla de la cocina, la delantera izquierda, que era su preferida. Se calentó las manos, frotándose. No importaba la temperatura, era su costumbre. Las manos, ¿viste?, siempre frías, solía decirme por arriba del hombro. Y cuando se las tomaba entre las mías se acurrucaban como pájaro en tormenta, mientras ella cerraba los ojos y alzaba los hombros. Lo ideal sería que pudiera caber completa entre tus manos, porque son muy cálidas, me decía algunas veces; sonreía luego, quitaba sus manos de entre las mías y me acariciaba la cara despacio, dejando que el recorrido se vaya deteniendo de a poco. ¿Ves?, ahora ya no están frías. No, le mentía yo, porque al tacto seguían frías, pero eso a ninguno de los dos nos importaba. 

Apagó la hornalla, guardó sus manos en los bolsillos y apoyó su cadera contra la mesada. 
Mirándome. 
—¿Por qué insistís en describirme si no me conocés?
—Precisamente por eso.
—Son mentiras que sólo están en tu cabeza. 
—Pero allí dentro sí te conozco. 
—Claro, pero la verdad no me deja existir. Sólo se puede recrear esta mentira en la que armás un rompecabezas con piezas de una mujer que nunca conociste. 
—Mentira no. Ficción. No es lo mismo. 
—No podés besar a la ficción. No podés abrazar a la ficción. Si algo te deja totalmente clavado a la soledad es la ficción y sus espejos. 
—No me siento solo. Si estuviera solo no estaría hablando. 
—No estás hablando. Estás escribiendo. Y teniendo un diálogo conmigo, una mujer que necesita que la escribas para poder moverse, hablar, existir y calentarse sus manos entre las tuyas. 
—¿Te pone triste?

Dio dos pasos, alejándose de la mesada y se paró en medio del ambiente. Me miraba. Sus labios se entreabrían como deletreando un murmullo de relieve inconsciente. Todo su cuerpo denotaba algo entre el cansancio y la resignación. Luego se acercó hasta la mesa, hasta mi, se inclinó y apoyó los brazos hasta que su cara quedó casi pegada a la mía. Era muy fácil sentir que me caería dentro de sus ojos negros. O que su respiración me absorbería finalmente de este mundo. 
Sin embargo sólo habló. Pude sentir su aliento cálido rozar la piel de mi cara. 
—No tengo más espacio para la tristeza al lado tuyo. Quizá pueda sufrir algo así cuando te encuentre, o te conozca. Mientras tanto estas palabras me mantienen viva y hay lujos que no puedo darme. 
—Uno no conoce al amor de su vida a cada paso. Hay vidas que no lo llegan a conocer nunca. Ambos lo sabemos. 
Ella tragó saliva y me dedicó una última mirada húmeda, diciendo:
—Yo creo que no hace falta que me conozcas. Lo que hace falta es que... me traigas de regreso. 

sábado, 29 de marzo de 2025

Sol poniente


De lejos (el paisaje ayudaba, allí todo era lejos siempre) eran dos hombres recortados contra el mar, entrevistos por esos huecos naturales que las piedras le van zurciendo a los límites de la costa (una forma de salpicar la visión y quitarle al horizonte su calma pretendida).
Quizás el único atractivo posible radicaba en la evidente diferencia entre lo gestual. Mientras uno de ellos, el que estaba a la derecha (tomando como referencia la línea del horizonte que descansaba sobre el fin del mar, en ese lugar en donde cada día se acuesta el Sol), se mantenía inmóvil, parco, quieto y sólo desviando la vista por períodos menores a un minuto, el otro, es decir, el que estaba situado a la izquierda (tomando como referencia su acompañante, puesto que el mismo, tal como se dijo, se hallaba a la derecha) realizaba gestos ampulosos y desenroscaba sus brazos en rápidos movimientos que parecían querer explicar, nombrar, justificar, advertir, desentenderse, acusar, recordar, enfatizar, y todo eso acompañado de expresiones de su cara y, seguramente (esto como algo supuesto, pues por la distancia no era posible escuchar) de un desarmadero infinito de recursos verbales con visibles usos indicativos de la vehemencia que todo ese tipo de armado gestual suele cargar. 
Desde la distancia, entonces, (tal como se describe en el primer párrafo) el atractivo podía situarse en ver una especie de molino de viento humano bañando de palabras y gestos a una especie arbusto de naturaleza humana que sólo parecía recibir brisas ocasionales (miradas de soslayo al mar, al suelo o a sus propias manos, como si vigilara que no se le escapara a él un gesto, en medio de esos miedos) e inclinarse muy leve y calmo sólo para no desbordar el límite de lo educado y cortés frente a un interlocutor.
Pero claramente no mostraba la más mínima intención de respuesta, de interrupción o de reacción frente a su compañero y su actitud. 
De la misma manera, el otro (especie de gaviota enloquecida rebotando sus alas dentro de una jaula de vidrio invisible) tampoco parecía tener ninguna intención de detener su necesidad de volcar todo lo que tenía por decir en gestos y voces.

Con la llegada del ocaso y su violento telón naranja copulando con el horizonte (siempre teniendo al mar de cómplice, con su manía de reflejarlo todo, colores, formas y decepciones) la escena se había modificado, pero no tan radicalmente como el paso del tiempo podría haberlo sugerido. 
Ahora ambos daban la espalda a un posible espectador y se situaban de cara al mar, sin dirigirse la mirada entre sí. Si bien el de la izquierda continuaba hablando (aunque con muchas intermitencias y notablemente más resignado o acabado), sus manos descansaban en sus bolsillos y toda su parafernalia gestual quedaba reducida a algunas inclinaciones de cabeza (esas oscilaciones que parecen no poder completarse nunca y acabar siempre muriendo de envidia ante cualquier elipsis lograda) o movimientos fortuitos de sus piernas. El de la derecha sólo semejaba un pilar o tronco estático, también con sus manos en los bolsillos y ya sin dar señales de escuchar o atender.

Pero, cuando la escena casi parecía no dar más motivos para la observación, ocurrió.
El de la derecha, sin modificar en absoluto su silencio ni sus manos en los bolsillos, comenzó a caminar en una línea recta perfectamente transversal al horizonte, es decir, en un ángulo recto que lo sumergiría en el mar. Lentamente, sin modificar su paso, fue hundiéndose en el agua. La marea calma de ese atardecer se le fue arremolinando entre las piernas; luego, alrededor de su abdomen; rato después abrazando su pecho y, por último, cobijando su cabeza en forma completa para no dejar rastro alguno (porque si hay algo que el mar no refleja jamás es aquello que se traga).
Al unísono, como armonizando con la inmersión de su otrora oyente, el de la izquierda se arrodilló con los hombros caídos y el rostro inclinado hacia cierta ausencia de recuerdos, y comenzó a cavar un pozo en la arena con ambos brazos (a la vista, se repetía un poco el movimiento gestual de ampulosidad y agitación, pero esta vez uniforme, coordinado y sin dramáticas expresiones verbales que acaben diseminadas entre esos últimos rayos de sol poniente) denotando un impulso en el cavado equivalente a lo inflamado de su verba, cuando ésta aún sonaba, más temprano, en la playa.  

El comentario lo escuché al pasar.
Ni siquiera me dí vuelta para buscar a quien lo había hecho. Daba lo mismo, a esa altura. 
Pero las palabras me quedaron grabadas para siempre:
—¿Viste?, ahí terminaron los dos últimos seres humanos vivos.
 

miércoles, 26 de marzo de 2025

Al final del viaje


—¿Usted cree que algún tren se va a detener aquí?
—Sí, por supuesto.
—¿Y por qué lo haría?
Cómo explicar lo visual cuando nada en derredor permite afirmar las descripciones para asentar una mínima metáfora empática con lo que se ve. 
—Disculpe, pero no sé por qué dijo "algún" tren. 
—Porque alguno será el que se detenga, si es que eso llega a ocurrir. 
—Yo sólo espero mi tren. No alguno. No cualquiera. 
Más allá del camino de tierra y del verde que se extendía por fuera de lo que la palabra infinito resiste, no veía cerca ningún motivo para que yo estuviera allí. Mucho menos para que me quedara. Tampoco para que le hablara o siguiera cuestionando su absurdo. Pero así también el sol sale cada día y no admite preguntas. Ni las hace.
—¿Y por qué se detendría?
—Bueno... es claro. Por mí. 
—Pero aquí no hay ninguna estación. Es más, no hay nada. 
—Estoy yo. 
—También yo, si vamos al caso. 
—Pero usted no espera ningún tren. O peor, no cree en él. 
—Nunca entendí el viajar en tren como una religión. 
—No es mi culpa lo que le suceda a su alma al final del viaje. 
Lo dijo alzando los hombros y girando la cabeza hacia el horizonte, donde las vías se perdían. No pude dejar de estremecerme, más allá de la opinión que tuviera del sujeto.
A veces no es lo que nos dicen, ni siquiera quién lo dice. A veces es quienes somos en el momento de escucharlo. No siempre somos los mismos, y a veces somos tan poco los mismos que acabamos dándonos pánico.
—¿Sabe?, yo también espero subir.
Ladeó levemente la cabeza como si escucharme fuera la versión piadosa de no dirigirme la mirada. Y resopló, haciéndome pensar en un caballo que, descendida ya su montura, expresa así su alivio.
—Vea, yo espero mi tren. Si usted se sube, estará en un tren, es evidente, pero no será el suyo. Y jamás ocurrirán las cosas.
—Pero llegará alguna estación, alguna terminal, cruzaré la noche, podré detener el tiempo mientras las luces del horizonte se vuelven línea recta denunciando vida, pueblos, cercanías...
Ahora inclinó aún más la cabeza y sonrió de costado. 
—¿Sabe a cuántos trenes me he subido antes de esperar éste?
Sin saber por qué, su frase me hizo retroceder dos pasos hacia atrás, alejándome. 
No siempre somos los mismos. Y lo hubiera dado todo por tener un espejo allí, en medio de la nada. 
Pero, mientras el sujeto se calzaba su sombrero, en el final del horizonte amanecía la silueta de un tren acercándose. 

martes, 25 de marzo de 2025

Frambuesas que han visto la Revolución Francesa


Soñar con nada.
Despertar dibujando un vacío para que se llene de las amenazas de los seres dormidos. Y allí, desde las alturas de lo simbólico en coherencia somnolienta con esas fiestas que quedaron en el pasado, ver cómo cada sillón se va hundiendo en el agua corroída por peces que no han sabido participar del milagro de cada fruto.

Soñar con cada vacío abordado desde cada sillón. Aún seco, claro. Aún a flote, en cada noche. Recorrido por una miasma de fauna marina que profesan el más marino ateísmo en todo lo que pueda florecer. 

Soñar con que nada se pudra. Jamás. Frambuesas que han visto la Revolución Francesa y aún hoy deben sufrir la indiferencia hereje de peces negados. Nogales remando sobre sillones a flote que lloran en ramas bajas recordando aquellas fiestas que supieron verlos con sus mejores galas: hojas verdes en una fluorescencia que volvía fruto el sólo color. Manzanas que habitaron las egipcias bandejas de faraones que contemplaban la construcción de las pirámides de Keops, Kefrén o Micerino, y que hoy, aún sin madurar del todo, ven alejarse de sus semillas a peces de sueños atrofiados. 

Los seres dormidos no abandonan los sillones cuando se hunden. Y el vacío que he dibujado en cada despertar los va deglutiendo. Pero, soñar con nada, anestesia cada día, al día siguiente del mañana que nos permitió dormir para soñar la nada que nos dejó dibujarla. Soñar con una nada en fiesta, aunque el sueño atrase y yo esté despierto, disimulando mi vigilia por piedad y para que no llore impotencia, porque si hay algo triste hasta el desangre es ver a un sueño bañado en lágrimas. Sin frutos. Ni peces creyentes que sepan dibujar nada. 

El último de los sillones carga tres seres dormidos, apretados, respirando roncos con la boca abierta. Se va hundiendo entre un fragor de peces que son parte de otra fiesta (un morbo reluctante a todo festejo o sonrisa mínima) y que miden con la curvatura de sus aletas cada ahogo que los seres dormidos acabarán por protagonizar. Fiesta al fin. Sacrificio, en clave de horror. Pero quieto, apenas un agua agitada y vuelta al sueño. Pero eterno.

Soñar con nada. Y amanecer con uvas que supieron conversar con Moisés. 
Acabaré con todos los peces algún día, y el vacío dibujado será hogar, mundo y lago por siempre. 
Frutos, fiestas y el pasado siempre presente en cada brillo, cáscara o semilla. 
Pero soñar, soñaré siempre.

lunes, 24 de marzo de 2025

Cuando carece de ruido


Sin el sonido, los autos parecían flotar en la calle. Y cada esquina podía ser una invitación amable a ver las cosas de otra manera. 
Tampoco hubo sonido para las cuatro palabras que le dijeron antes de dejarlo solo. 
—Sale a las quince. 
Entonces lo miró cruzar la calle (ese arroyo de silencio) y entrar en la puerta azul, cerrando todo lo vivido por detrás.
Nunca entendió lo que iba a suceder.
Nunca escuchó.
Los camiones pasaban ante su vista como esas nubes que corren violentas y mudas en los cielos de tormenta. El movimiento, aún de lo inmenso, es blando e inofensivo cuando carece de ruido. 
Miraba fijo todavía la puerta azul cuando dieron las quince.
Un negocio, a su derecha, bajaba la persiana atrayendo su atención cuando ella pasó por detrás, usando la última oportunidad que el destino había dispuesto para que se conozcan. Cuarenta segundos más tarde la puerta azul se abrió, al otro lado de la calle y, al verlo solo, entendieron que todo había pasado de largo. Y el ruido que hizo, al cerrarse de un portazo de ira que dejó astillas azules en la vereda, fue el primer sonido que él escuchó esa tarde en la calle. 
Miró la puerta, nuevamente cerrada, sin entender y decidió volver caminando a su vida (ese jadeo en el vacío).

domingo, 23 de marzo de 2025

Desde el despertar


Descartar en la noche los esqueletos,
(movimientos todavía frágiles),
y la nostalgia de la carne que los recubría,
como cada sueño se ocupa de asistir,
la realidad que nos ataca desde el despertar.

Se va otro día sin que. 
Un día menos para el.
Se pasó el día y nunca pude. 
Llegó la noche y sin. 

Voy a redimir cada roce con las sábanas,
(movimientos en clave de sol, de noche),
de la misma manera que cada hora del día
fue tajeándome el sentir iluso de que,
en el final,
aguardaba la meta, la gloria y la fama, 
para el ganador absoluto de la jornada. 

Y dormir. 
Sabiendo que hasta el más crudo
de los cementerios,
deja pasar los sueños silbando bajo
entre los huesos de cada esqueleto
que nos prometió reencarnar
en la mañana siguiente. 

sábado, 22 de marzo de 2025

Un adiós en sí mismo


Un florero vacío en el medio de un campo. 
Indiferente y estoico frente a toda la vegetación circundante que se pregunta por él, sin un sólo murmullo, apenas con la mirada vegetal que sabe descifrar todas las noticias que el viento carga.

Un bote seco, ajado en su madera veteada de nostalgia.
A un escaso metro de donde rompe la ola más extensa, sin mojarlo jamás, como respetando un pacto sin firma alguna. O como entendiendo los significados de lo estático y vacío, algo que en ningún mar existe.

Una quieta lluvia de abril, detenida a varios árboles de altura por sobre el suelo inerme del desierto.
Intentando recordar la forma de caer, la magia convocada para que todo se precipite y reflexionando sobre la necesidad o no de llegar realmente al suelo trenzado en polvo y piedra, pudiendo también quedarse como esmerilada cortina de cielo. Tan cierto o tan efímero como el Sol lo admita. Tan peligroso como el viento que se atreva a abrazarla y caer juntos a tierra, en un amor tan único como último. 

Un sendero trazado con huellas que finalizan en forma abrupta en la cima del cerro. 
Parten desde la ciudad vacía, desgajada de abandono, atraviesan el campo, la playa y el desierto, y suben a paso calmo hasta la parte más elevada para luego desaparecer, como si el llegar a lo más alto fuera un adiós en sí mismo.

Largos días pasó el cerro preguntándose por el autor de sus huellas y su destino, hasta que la lluvia de abril, habiendo observado todo desde su privilegiado cielo le dijo, en una breve llovizna, que no lo espere más porque el bote ya había partido, el florero contenía ahora la única historia posible conservada en agua, y ella caería finalmente esa noche, borrando las únicas huellas que aún quedaban como solitario epitafio de la ciudad vacía.

viernes, 21 de marzo de 2025

Se imaginó salvaje


"No hay resultados que coincidan con su búsqueda."
El silencio tomó asiento entre humano y máquina. Se escuchaba el movimiento de la saliva dentro de la boca de la mujer. Y sus dedos como ensayando algún tipo de salto mortal, el definitivo, el final. 
"No es posible reconocer los términos de su búsqueda."
Una cadena de palabras. Retroceso, corrección de alguna letra, retroceso, un signo de puntuación, retroceso, cambio de un plural, como quien decora una torta. Los ojos color verde olvido de la mujer se movían en líneas horizontales, como queriendo tejer algo que por fin haga reaccionar al destino. 
"No hay términos compatibles con ningún resultado en su entrada."
Sintió el sabor amargo en su boca. Ese signo que siempre precedía a las ganas de llorar. Pero volvió su mirada al teclado y recompuso su intento. Imaginó formas distintas, imaginó qué diría si no fuera ella y pudiera vivir bajo otro cabello. Se imaginó salvaje, golpeando la pantalla hasta hacerla estallar y partiendo el teclado para comerlo a grandes bocanadas, heridas sin sensibilidad alguna. 
Puso el punto final, apretó la tecla correspondiente. Otro intento. 
"No hay resultados que concuerden con el criterio de su búsqueda".
Absolutamente sin pensarlo escribió, con sus lágrimas mojando las teclas: "Yo no tengo criterio."
Intro.
"De manera estadística se ha establecido que la ausencia real de una voluntad de búsqueda disminuye notablemente la cantidad de resultados a mostrar. Le sugerimos que regrese en otro momento, cuando esté completamente convencida de lo que busca."
Tomó el cable que conectaba el aparato a la corriente y lo arrancó deliberadamente de la pared. Sin mirar. Y sin prestar atención al breve fogonazo que iluminó el rincón cercano al piso. 
Luego se dirigió a la ventana, con sus dos hojas abiertas. El verano aderezaba la noche como una canción de cuna invisible. Ella mantenía su cuerpo derecho, sin asomarse (el miedo ese, siempre, eso de pensar que sin querer, o quizá sin saber que lo quería, pero terminando con todo, y sin querer, miedo puro, sin pensarlo, mejor no asomarse, mejor no probar, podría gustar ¿y luego qué, entonces?). 
Miraba las estrellas en ese cielo nítido. Un universo que invitaba a caerse dentro de él. Sin fin. Y cada estrella le pareció uno de los "No..." de la máquina. Un universo que le negaba completamente cada una de sus búsquedas. Y por cada "No..." dejaba una estrella de muestra colgando del cielo. Para que todos la vean. Ahora... entonces, toda la ciudad sabría ya que ninguna de sus búsquedas tenía un destino.
Sintió frío en los brazos. Se los frotó. Se secó la cara mientras sus labios se movían deletreando ese "completamente convencida de lo que busca", de cara al cielo estrellado (el miedo, el otro, porque vendrían y le gritarían con ademanes violentos que aprenda de una vez, que cómo todavía no sabía, que adónde iba a parar...). Fue escuchar ese "adónde iba a parar" dentro de su cabeza y mirar instintivamente el suelo, seis pisos más abajo de su ventana. Por eso volvió a frotarse los brazos y se alejó de la ventana, mirando al pasar la máquina con su cable formando un arabesco herido en el piso, ya sin argumentos para contestarle nada. 
Se recostó vestida en la cama dispuesta allí cerca. 
Se dio vuelta, de cara a la pared. 
Dormiría más segura así, dejando la ventana abierta. 

jueves, 20 de marzo de 2025

Lo más cercano a la verdad


Sabía que mentía.

Caminar por el pasto raleado, más intención que vegetación que perdía la batalla contra el suelo de piedra del borde del acantilado, le hacía llevar la vista naturalmente al suelo. Y el suelo le sugería que no deseche la intuición.

Y que le había mentido desde el inicio. 

De su lado izquierdo, el mar se volvía sinfonía de vientos entre oleajes y nubes con genética de tormenta. Una de esas tardes en donde el sol jamás logró despegarse del horizonte. Del lado derecho, el hombre hablaba sin interrumpirse, caminando a su lado. 

Pero también sabía que haberle creído era una mentira más. Como el sol en esa tarde. 

Ya daban los últimos pasos donde el acantilado languidecía y comenzaba su romance con algo más cercano a una llanura e incluso algo que podría llamarse playa. Se detuvo, sin mirar al hombre a su lado, que ahora seguía hablándole parado. Sentía necesario seguir teniendo los ojos cargados de su mar, de su viento de intuición. Necesario también que esas olas lo empujen a decirlo. 

Finalmente dos palabras secas bastaron para callar al hombre a su derecha. Ambos quedaron sumergidos en el silencio que imponía la cercanía ahora imponente del acantilado. Y con el cese de la mentira, casi como una armonía más en la sinfonía del mar cercano, el viento amainó bruscamente, como si entendiera que ya podía callar y retirarse de la escena. 

Tomando conciencia de lo inevitable, del obvio devenir de los hechos próximos luego de aquellas dos palabras, el hombre parado a su derecha bajó la cabeza, metió las manos en los bolsillos de su abrigo y comenzó a caminar despacio, en dirección a la playa.

Entonces él extrajo de entre sus ropas lo más cercano a la verdad que conocía, la cargó, la amartilló y le apuntó lentamente a la cabeza de la figura que se alejaba caminando de espaldas.

miércoles, 19 de marzo de 2025

Cenizas de voz silenciada


Y las luces perdidas en la noche de la ciudad. Espaciadas, como si juntas se apagaran. Sobrevolando en la interna complacencia de saber que el día volverá. Sobre el rumor indecible que lleva la madrugada como motor y salvataje de soledad. Versos que escuchan los solos, rimas que llevan la métrica del inútil cambio de luces de cada semáforo, abandonado de todo auto. 

Y, cada luz, una ventana. O incluso algo peor. Pero, sobre todo, el desgarro de saber que flota en cada punto luminoso de esa red la sospecha de una historia. Cada ventana iluminada, un sueño que eligió eludir el sueño. Pero también el despertar. Alguien calla lo que otro piensa. Alguien dibuja con las cenizas de su voz silenciada. Alguien toma su decisión sin saber que es la última .Alguien aburre recuerdos en un desfile convocado para no sentir más el espanto. Alguien imagina el mañana como si el sol fuera a atenderle el teléfono. Y alguien escribe, por último, el entrañable comienzo de lo que nunca acabará de amar. 

Y, si pudiéramos unir con un trazo de deseo cada punto de luz nocturna, cada ventana con su madrugada esfumada, y mirar desde el cielo la figura formada con todas esas líneas, entenderíamos cuál es nuestro rostro ante la Luna.

martes, 18 de marzo de 2025

Hasta que su mirada se dirigió a mí


—Podés dejar tu ropa ahí. 

Contra todo pronóstico, la falla a la que venía prestándole atención, mejoraba con el tiempo. No era lo esperado. Lo normal hubiera sido que empeore y acabe por romperse. En ese contexto, romperse, era algo tan lacerante como limítrofe con la paz más funcional posible. En ese contexto. Posible. 

—La forma empieza a corresponderse con lo que solemos denominar humano. 
—¿Antropomorfo?
—Todavía no. Pero no veo nada que indique lo contrario a través del tiempo. 
—Me resulta confuso...
—Es por la falta de ropa. Vestite. 

Y siempre la misma sensación. Cuando telas, cierre, botones, costuras y demás condimentos empezaban a sobrevolar su cuerpo, la sensación semejaba presenciar una marea suave, amable, una costa domesticada en un domingo de otoño. O alguno de esos campos sembrados que el viento mece, conversando entre ramas y hojas que guiñan las respuestas correctas. 
Hasta que al fin todo terminaba en su lugar. Aunque no había nada a lo que se le pudiera llamar "lugar" en ella. Si algo la caracterizaba era la rotura como orden, el desequilibrio como serenidad.

—Confuso —lo repitió ahora vestida por completo—, en un sentido que no parezco alcanzar nunca. Cuando me miro al espejo lo único que veo es un horizonte que se corre cada vez que supongo llegar allí.

Me asaltó nuevamente la misma sensación. La voz de ella era el mejor perfume que la habitación podía tener. A pesar de la falla. A pesar de la irrefrenable idea que sobrevolaba lo descompuesto, lo desarmado, lo inacabado, lo roto. Otra vez esa palabra, romperse. Y otra vez el sentimiento tan claro de que mi posibilidad de vida estaba atada a ese romperse de ella. Entonces, ¿cómo deshacer la confusión?

—No hay confusión si podés llegar a entender qué hay al final de ese horizonte. 
—Pero no lo sé. Y nunca lo voy a saber porque cada día que corro, él se aleja. 
—No. Cada día que corrés llegás acá.

Su único ojo recorrió su alrededor como queriendo entender, hasta que su mirada se dirigió a mí. Y supe lo que significaba ese gesto, aunque no tuviera nada que ver con los movimientos humanos. 

—Entonces... entonces no sólo quiero entender. También quiero otra cosa. 
—¿Qué?
—Quiero quedarme.
—Perfecto. Podés dejar tu ropa ahí.

lunes, 17 de marzo de 2025

Una flor carnívora


—Cada vez que suena esa música siento olor a humedad. 
Él pensaba en que cada vez que sonaba esa frase sentía una curiosidad irrefrenable por entender si el verbo reptar podía aplicarse a un ser humano.

—Como si brotara de las paredes, no sé. Como si la melodía le arrancara lo que tienen de agua retenida. 
Él la escuchaba y, delante de sus ojos, se formaba la imagen del sillón que la contenía abriéndose como una flor carnívora y asando su carne en una parrilla que cargaba a la música que aún sonaba por todo fuego.

—Quiero decir que es el olor, no sé. Probablemente no sea humedad, si no sólo el olor. En definitiva, pensémoslo así, ¿no?, si la música es aire vibrando, está muy emparentada con el olor, que también es aire vibrando.

Curiosamente, y en este caso para los dos, en la radio que estaban escuchando terminó la melodía en cuestión y recomenzó. La misma. Repetida. 
Ambos se miraron.
Pero cada pupila tenía distintas frases detrás.

—Probablemente esto signifique que está por llover —siguió ella sin contenerse. 
Ahora, mientras la radio se volvía un árbol más del paisaje dentro de su cabeza, él entendió que, vistos desde cierta perspectiva espacial, todos los humanos reptaban. Pero necesitaba con desesperación materializar esa idea en la persona que declaraba sentir olor a humedad desde ese sillón que no acababa de germinar su flor carnívora. 

—¿Ves?, ¿no tiene una cadencia como de lluvia fina?... ese piano, esa voz que parece un trueno que llega desde otra ciudad... ¿Cómo se llama el instrumento para medir la humedad?
—Higrómetro —respondió él, totalmente ajeno a sí mismo, mientras comenzaba a entender que lo único que reptaba era su voluntad derruida, alejándose de aquella estancia y olvidándolo como un pañuelo violeta caído en el costado del asiento de un ómnibus. 

—Eso, un higrómetro. Me voy a comprar uno y la próxima vez que suene esta canción voy a medir la variación de la humedad ambiente. Claro. Necesito saber que no son sólo ideas mías. A ver si todavía me tomás por loca. 
La palabra tomás logró que, en su mente, se formara la imagen de él reptando por la alfombra y de ella convertida en una pastilla. Luego él se la tomaría, aprovechando la humedad ambiente para tragarla. Así entonces, las próximas palabras de ella las escuchó provenir de su estómago. 

—No tendría nada de malo, claro, si no fuera que me arruina el peinado y me hace doler las articulaciones. Y es esa canción, no otra. 
Articulaciones. Esa imagen le devolvió la idea de la flor carnívora vuelta sillón y, pero claro, también debería de averiguar, aparte de la posibilidad de reptar o no, si esa flor carnívora era capaz de devorar, entre otras cosas, articulaciones. También recuerdos. Y letras de canciones borroneadas en el sepia de un pasado que se iba escuchando, de a poco, mal sintonizado, como radio sin pilas, o como vejez no entendida, o como todas esas palabras endurecidas en una garganta que cada vez hablaba menos y tragaba más.

En la radio, casi como un hecho paranormal, la canción comenzaba por tercera vez mientras que, en su pecho, ese dolor tan fuerte ya se volvía una verdadera asfixia y él entendía, al fin, que lo único que había estado reptando era un coágulo por sus arterias, empujado seguro por la humedad del lugar. 
Escuchó la última frase de ella antes de perder el conocimiento. 
—Es olor a humedad, no hay nada que hacer. Realmente no hay nada que hacer.

domingo, 16 de marzo de 2025

Ser isla


Con la insalvable adyacencia sabor destino que carga cada conocimiento de que todo encuentro terminará por ocurrir. Siempre. Al final del túnel de cualquier atardecer que desciende las miradas, la forma humana se dibuja delante como un saber ineludible. Todo encuentro ocurrirá. Y a esas paralelas que se tocan, se enroscan y se pierden en transversales de mediana clarividencia, les aguarda el efervescente despliegue de una esperanza sumamente hostil con cualquier insinuación de realismo pragmático. 

Y la isla. Toda su psiquis de aislamiento allanada durante años, como esos vientos que curvan las briznas de hierba y las vuelvan firmas consecuentes con su paso. La isla y su inocencia sin declarar jamás, sin pretender, ni esperar, ni sonrojarse ante la fastuosidad de una compulsiva ilusión, que carga sueños envenenados en la recámara de su arma delineada en un horizonte de estafa emocional.

La avioneta, biplaza de fuselaje blanco con una línea roja que la recorre desde la hélice hasta el timón y que simbolizaría todo el destino por devorar, toca tierra a la par de la desesperación de la afónica mujer que la conduce, piloto, encuentro y final en un mismo plano y tiempo. Necesita de la palabra para transmitir por radio todo lo que los encuentros que siempre acaban por ocurrir le atraviesan, pero está afónica. Tan afónica ella como aislada aquella isla de todo universo capaz de oír.

La mujer desciende de la cabina y entiende como totalmente lógico sentir que las lágrimas de su cara se van encontrando con el polvo que su aterrizaje dispersó en ese suelo. Al final del túnel de su primer atardecer allí, desciende su mirada y elige un sitio indiferente para sentarse en medio del polvo. Elige cerrar los ojos y elige dar la espalda a lo que resta de vida. Ser isla dentro de la isla. 

Por todo eso no llega jamás a ver al hombre que camina hacia allí, bordeando la costa. Todo encuentro terminará por ocurrir, siempre. Y la isla cierra los ojos al fin, en un descanso que se alegra de ver interrumpida, alguna vez, su inherente soledad.