—¿Usted cree que algún tren se va a detener aquí?
—Sí, por supuesto.
—¿Y por qué lo haría?
Cómo explicar lo visual cuando nada en derredor permite afirmar las descripciones para asentar una mínima metáfora empática con lo que se ve.
—Disculpe, pero no sé por qué dijo "algún" tren.
—Porque alguno será el que se detenga, si es que eso llega a ocurrir.
—Yo sólo espero mi tren. No alguno. No cualquiera.
Más allá del camino de tierra y del verde que se extendía por fuera de lo que la palabra infinito resiste, no veía cerca ningún motivo para que yo estuviera allí. Mucho menos para que me quedara. Tampoco para que le hablara o siguiera cuestionando su absurdo. Pero así también el sol sale cada día y no admite preguntas. Ni las hace.
—¿Y por qué se detendría?
—Bueno... es claro. Por mí.
—Pero aquí no hay ninguna estación. Es más, no hay nada.
—Estoy yo.
—También yo, si vamos al caso.
—Pero usted no espera ningún tren. O peor, no cree en él.
—Nunca entendí el viajar en tren como una religión.
—No es mi culpa lo que le suceda a su alma al final del viaje.
Lo dijo alzando los hombros y girando la cabeza hacia el horizonte, donde las vías se perdían. No pude dejar de estremecerme, más allá de la opinión que tuviera del sujeto.
A veces no es lo que nos dicen, ni siquiera quién lo dice. A veces es quienes somos en el momento de escucharlo. No siempre somos los mismos, y a veces somos tan poco los mismos que acabamos dándonos pánico.
—¿Sabe?, yo también espero subir.
Ladeó levemente la cabeza como si escucharme fuera la versión piadosa de no dirigirme la mirada. Y resopló, haciéndome pensar en un caballo que, descendida ya su montura, expresa así su alivio.
—Vea, yo espero mi tren. Si usted se sube, estará en un tren, es evidente, pero no será el suyo. Y jamás ocurrirán las cosas.
—Pero llegará alguna estación, alguna terminal, cruzaré la noche, podré detener el tiempo mientras las luces del horizonte se vuelven línea recta denunciando vida, pueblos, cercanías...
Ahora inclinó aún más la cabeza y sonrió de costado.
—¿Sabe a cuántos trenes me he subido antes de esperar éste?
Sin saber por qué, su frase me hizo retroceder dos pasos hacia atrás, alejándome.
No siempre somos los mismos. Y lo hubiera dado todo por tener un espejo allí, en medio de la nada.
Pero, mientras el sujeto se calzaba su sombrero, en el final del horizonte amanecía la silueta de un tren acercándose.
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