Entonces el amor de mi vida dobló la toalla en tres y apagó la luz. Antes, sonrió al pasar frente al espejo y silbó un muy breve fragmento de la canción que habíamos estado escuchando.
Sentada, apoyaba las palmas de sus manos sobre la mesa, como quien intenta frenar un terremoto, o al menos verificarlo. ¿Por qué su boca dibujaba siempre la forma exacta y necesaria para que el universo se mantenga en orden? ¿Porque yo la miraba?
Una de sus manos dejó la mesa y sostuvo su cabeza, de costado, en esa introducción que puede ser un pensamiento sordo, una declaración última o sólo sueño cercano. Como no escuché palabras al cabo de un tiempo supuse sólo sueño. Y fue bastante. Porque yo sabía qué soñaba, podía delinear sus despertares y conocer qué rostros habían pasado por su inconsciente, podía ver el desorden de su pelo y entender qué mundos había visitado o no.
Pero no. Se levantó de la mesa y yo seguí su cadera con la vista hasta que prendió la hornalla de la cocina, la delantera izquierda, que era su preferida. Se calentó las manos, frotándose. No importaba la temperatura, era su costumbre. Las manos, ¿viste?, siempre frías, solía decirme por arriba del hombro. Y cuando se las tomaba entre las mías se acurrucaban como pájaro en tormenta, mientras ella cerraba los ojos y alzaba los hombros. Lo ideal sería que pudiera caber completa entre tus manos, porque son muy cálidas, me decía algunas veces; sonreía luego, quitaba sus manos de entre las mías y me acariciaba la cara despacio, dejando que el recorrido se vaya deteniendo de a poco. ¿Ves?, ahora ya no están frías. No, le mentía yo, porque al tacto seguían frías, pero eso a ninguno de los dos nos importaba.
Apagó la hornalla, guardó sus manos en los bolsillos y apoyó su cadera contra la mesada.
Mirándome.
—¿Por qué insistís en describirme si no me conocés?
—Precisamente por eso.
—Son mentiras que sólo están en tu cabeza.
—Pero allí dentro sí te conozco.
—Claro, pero la verdad no me deja existir. Sólo se puede recrear esta mentira en la que armás un rompecabezas con piezas de una mujer que nunca conociste.
—Mentira no. Ficción. No es lo mismo.
—No podés besar a la ficción. No podés abrazar a la ficción. Si algo te deja totalmente clavado a la soledad es la ficción y sus espejos.
—No me siento solo. Si estuviera solo no estaría hablando.
—No estás hablando. Estás escribiendo. Y teniendo un diálogo conmigo, una mujer que necesita que la escribas para poder moverse, hablar, existir y calentarse sus manos entre las tuyas.
—¿Te pone triste?
Dio dos pasos, alejándose de la mesada y se paró en medio del ambiente. Me miraba. Sus labios se entreabrían como deletreando un murmullo de relieve inconsciente. Todo su cuerpo denotaba algo entre el cansancio y la resignación. Luego se acercó hasta la mesa, hasta mi, se inclinó y apoyó los brazos hasta que su cara quedó casi pegada a la mía. Era muy fácil sentir que me caería dentro de sus ojos negros. O que su respiración me absorbería finalmente de este mundo.
Sin embargo sólo habló. Pude sentir su aliento cálido rozar la piel de mi cara.
—No tengo más espacio para la tristeza al lado tuyo. Quizá pueda sufrir algo así cuando te encuentre, o te conozca. Mientras tanto estas palabras me mantienen viva y hay lujos que no puedo darme.
—Uno no conoce al amor de su vida a cada paso. Hay vidas que no lo llegan a conocer nunca. Ambos lo sabemos.
Ella tragó saliva y me dedicó una última mirada húmeda, diciendo:
—Yo creo que no hace falta que me conozcas. Lo que hace falta es que... me traigas de regreso.
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