Sabía que mentía.
Caminar por el pasto raleado, más intención que vegetación que perdía la batalla contra el suelo de piedra del borde del acantilado, le hacía llevar la vista naturalmente al suelo. Y el suelo le sugería que no deseche la intuición.
Y que le había mentido desde el inicio.
De su lado izquierdo, el mar se volvía sinfonía de vientos entre oleajes y nubes con genética de tormenta. Una de esas tardes en donde el sol jamás logró despegarse del horizonte. Del lado derecho, el hombre hablaba sin interrumpirse, caminando a su lado.
Pero también sabía que haberle creído era una mentira más. Como el sol en esa tarde.
Ya daban los últimos pasos donde el acantilado languidecía y comenzaba su romance con algo más cercano a una llanura e incluso algo que podría llamarse playa. Se detuvo, sin mirar al hombre a su lado, que ahora seguía hablándole parado. Sentía necesario seguir teniendo los ojos cargados de su mar, de su viento de intuición. Necesario también que esas olas lo empujen a decirlo.
Finalmente dos palabras secas bastaron para callar al hombre a su derecha. Ambos quedaron sumergidos en el silencio que imponía la cercanía ahora imponente del acantilado. Y con el cese de la mentira, casi como una armonía más en la sinfonía del mar cercano, el viento amainó bruscamente, como si entendiera que ya podía callar y retirarse de la escena.
Tomando conciencia de lo inevitable, del obvio devenir de los hechos próximos luego de aquellas dos palabras, el hombre parado a su derecha bajó la cabeza, metió las manos en los bolsillos de su abrigo y comenzó a caminar despacio, en dirección a la playa.
Entonces él extrajo de entre sus ropas lo más cercano a la verdad que conocía, la cargó, la amartilló y le apuntó lentamente a la cabeza de la figura que se alejaba caminando de espaldas.
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