Un florero vacío en el medio de un campo.
Indiferente y estoico frente a toda la vegetación circundante que se pregunta por él, sin un sólo murmullo, apenas con la mirada vegetal que sabe descifrar todas las noticias que el viento carga.
Un bote seco, ajado en su madera veteada de nostalgia.
A un escaso metro de donde rompe la ola más extensa, sin mojarlo jamás, como respetando un pacto sin firma alguna. O como entendiendo los significados de lo estático y vacío, algo que en ningún mar existe.
Una quieta lluvia de abril, detenida a varios árboles de altura por sobre el suelo inerme del desierto.
Intentando recordar la forma de caer, la magia convocada para que todo se precipite y reflexionando sobre la necesidad o no de llegar realmente al suelo trenzado en polvo y piedra, pudiendo también quedarse como esmerilada cortina de cielo. Tan cierto o tan efímero como el Sol lo admita. Tan peligroso como el viento que se atreva a abrazarla y caer juntos a tierra, en un amor tan único como último.
Un sendero trazado con huellas que finalizan en forma abrupta en la cima del cerro.
Parten desde la ciudad vacía, desgajada de abandono, atraviesan el campo, la playa y el desierto, y suben a paso calmo hasta la parte más elevada para luego desaparecer, como si el llegar a lo más alto fuera un adiós en sí mismo.
Largos días pasó el cerro preguntándose por el autor de sus huellas y su destino, hasta que la lluvia de abril, habiendo observado todo desde su privilegiado cielo le dijo, en una breve llovizna, que no lo espere más porque el bote ya había partido, el florero contenía ahora la única historia posible conservada en agua, y ella caería finalmente esa noche, borrando las únicas huellas que aún quedaban como solitario epitafio de la ciudad vacía.
Que belleza
ResponderEliminarGracias, Ame.
ResponderEliminarAbrazo.