jueves, 11 de septiembre de 2025

Tren de las dieciséis


Cerrar la valija como quien escribe que todo va a partir. Pero haber dejado el viaje adentro y sentir el rumor del tiempo cabalgando en la ruta, cuando se apoya una mano en las manijas esas de cuero. ¿De dónde habrá sacado el Sol la excusa para salir esta mañana? Lo miro callarse lánguido, apoyado en la baranda de la estación, y no puedo menos que imaginarle un soplo al corazón que lo obliga a moverse así, tan despacio. 

—¿Toma el de las dieciséis?
Extraña idea. Como si un tren fuera líquido y, en vez de vagones, fuera servido en vasos. Pero la hora es cierta y ella sólo necesita cumplir con la rutina de deshacerse de ese papel que me extiende con su mano derecha. 
Agarro el papel. Sin palabras. Pero con una mirada que le baja los párpados como un atardecer en cámara rápida. Es mucho más incómodo el silencio cuando flota entre dos miradas que se encuentran. Ambos lo sabemos. Por eso vuelvo a mi valija y paso la mano por su superficie como si de un animal dormido se tratase.

Saber los motivos como quien parte hacia todo lo escrito. Pero haber dejado a cada vocal con vida y a cada consonante reencarnando en el número exacto de todas las vidas pasadas desde que se empezó el viaje. 

—¿Pasillo o ventanilla?
El mechón de pelo negro que le tapa la ceja izquierda tiene la misma figura que mi séptima consonante reencarnada, en un número que define la cantidad de órbitas que ha dado el Sol desde que empezó el viaje. Debo responderle. 
—Útero. 
Ahora sus ojos se abren y el mechón de pelo se desplaza. En algún lado de su cuerpo se dibuja una sonrisa que no necesita párpados para iluminar la piel circundante. 
—Me temo que el viaje no durará nueve meses...
—No tema —le digo, mientras levanto mi valija como si alguna aurora boreal tosiera al amanecer—, tampoco yo estoy destinado a nacer. 
—Puedo ofrecerle ventanilla, entonces. Si lo piensa bien y acepta correr el riesgo, es lo más parecido a una cesárea. 
—Y el pasillo como un cordón umbilical. 
—No esperaba tener que admitirlo, pero... 
Bajó su mirada al suelo de cemento sucio como una afirmación más certera que cualquier monosílabo. 
Y concluyó:
—Me permito sugerirle que aborde el tren. Ya son casi las dieciséis. 

Subir los escalones suficientes como quien escribe todo lo partido, como quien acepta ofrendar sus renglones a las vías para que el tren de su nacimiento pueda hacer rodar a cada vocal con vida. 
Me siento junto a la ventanilla y alcanzo a verla alejarse unos diez o quince pasos por el andén. Casi al unísono con la primera sacudida del motor, se da vuelta y lleva su mano hasta la visera de la gorra de su uniforme, en un saludo que me indica claramente que las contracciones han comenzado.

lunes, 14 de julio de 2025

Los que escuchan


Quedárselo todo y nadar en el barro.
El silencio de lo que se manifiesta
cayendo.
(Los que escuchan están arriba.
Siempre.)
¿Dónde esperar el golpe?,
si cada piedra sonríe sana y cada suelo reza
su insensible letanía de contornos, 
deambulando la rotura de tus huesos
como el parpadeo final de una feria ensamblada
en la última de todas las madrugadas de lluvia posible. 

Vuelvo. 
Pero con ese brillo de agua que todo barro miente
por abrazo despenado.

—¿Es mi caída un insulto procaz al viento?, 
pregunta la piedra,
que pretende caer a domicilio 
en lugar de la entrega utópica
al azar anodino de un parpadeo más de cualquier feria.
Quiere su alma,
tallada en barro inmóvil,
el silencio último de su saludo al sol. 
Quiere sonar ceca. 
Y soñar cerca. 
(Miedo a perderse.
Los que escuchan, encuentran.)

domingo, 13 de julio de 2025

Por buscarte


Se siente frío.

Es que hemos muerto.

No, si aún te abrazo.

Eso se llama baile.

Nadie baila en medio de este frío.

Ella sí, mirala.

Pero es la Luna.

No, es mi último beso.

¿Y por qué se fue al cielo?

Por buscarte. 


Fotografía: © Pablo Baico

 

lunes, 30 de junio de 2025

Aún


Soñé con vos.
Y entendí
que extrañarte es
el parche en mi conciencia
para que no se acabe de perder
la poca sangre de alma
que aún lleva
el color de tu sonrisa.


miércoles, 28 de mayo de 2025

El ateísmo de querer ser salvo


Como el cierre ese,
casual o adictivo,
pero nunca anónimo de historias
que nos cuesta la desmembranza
de todos los polos opuestos 
que yacen en el lecho 
de las lagunas de nuestra ignorancia. 


Sentado y con las piernas cruzadas, repartía cartas en el espacio que el semicírculo de su respiración le abría por delante. Cartas en el piso y un acervo de monosílabos que se iban puliendo en el roce con el aire frío que contenía a varios presentes ahí parados. Mirando. Calculando. Contando. Describiendo hasta dónde puede un mecanismo de tipo humano mantener esa ironía llamada vida sin los recursos más indispensables. 

Va carta. Va piso. Va polvo que se corre algunos milímetros no sin cierto desdén. Van las miradas de los reunidos allí que parecen peinarle la madeja de suciedad que debería de ser pelo, pero es apenas eclosión de cerebro en mal estado. 

—Usted. Sí, caballero. El del paraguas. Esta noche olvidará la puerta de su casa abierta, sin llave, y mañana Dios estará sentado en su cocina comiendo tostadas mientras lo mira fijo. Y usted sabrá exactamente qué quiere que le explique. Y morirá su silencio, se lo garantizo, antes de que Él termine su tostada. 

Carta. Un camión cansado destroza los espejos de agua de la calle y sus baches. Se aleja, con el rumiar de un motor que no busca excusas para envejecer. Y los presentes que aprietan a oscuras sus manos en los bolsillos, rezando el ateísmo de querer ser salvos del destino ese, tirado tan parco en la vereda. 

—Callar no le va a servir de nada. Daría lo mismo que eso que hizo el sábado pasado detrás del establo fuera publicado en los diarios o entonado sinfónicamente por todos los coros de la ciudad. Él ya lo sabe y, en su cabeza, la cicatriz no se va a cerrar jamás. Al menos no mientras ambos vivan. Y sí, señorita, hablo de usted. Nadie más de los aquí presentes viajó al campo en las últimas semanas. 

Las manos ennegrecidas y con las uñas partidas acarician el mazo de cartas mezclándolo con movimientos nada casuales ni azarosos. Todo lo contrario. Cada entrar y salir de naipes, aunque semeje el contorsionismo sensual de un amante desquiciado del caos más longevo de esa cuadra, está obviamente destinado, colocado y previsto. 

Va carta. Y el semáforo de la esquina cambia a rojo al mismo tiempo que una sirena pasa, lamiendo con el dolor de la urgencia el aire agreste que ahora agita apenas las cartas sobre la vereda. Los ojos, endurecidos como dos piedras negras que piden por favor párpados para su próxima vida, se clavan en la carta dormida ahora sobre el cemento. También sobre el rojo del semáforo, como si todo fuera uno. Y finalmente vuelve a hablar mirando, como siempre, a todos y a nadie. 

—Sí, se lo confirmo. A usted caballero. Esta noche me encontrará aquí, como casi todas. Sé que vendrá a buscarme porque necesita mi muerte. O, en realidad, sólo mi silencio, pero sabe que no hay manera. Sabe, siendo quien es y viniendo de dónde viene, que sólo la muerte me calla. Podrá retornar mañana a su propio averno y sentarse con algo más de paz sabiendo que, al menos, una de las tantas amenazas que pesan sobre su cabeza fue eliminada. 

Un viento, de poca armonía con el clima de la cuadra, se levantó brusco y agitó tanto los cabellos y abrigos de los presentes allí reunidos como las cartas repartidas en el piso, que se dispersaron como conejos culpables de algo innominado. Algunas de las personas, luego de las palabras dichas, buscaron alrededor algún posible destinatario, adivinando o presintiendo en el vacío, sin más que la pura intuición. Pero no hizo falta. El sobretodo beige, la espalda y las piernas rígidas del hombre se alejaban ya a unas cuántas veredas de allí, sin volver la vista, ni el tiempo. 

sábado, 24 de mayo de 2025

El desguace de la entropía familiar

Acabo de contar la hierba muerta, atravesada por las espinas acanaladas de las palabras que dejaste flotando en la última navidad.

Ve hacia el horizonte. Ya es otoño. Y el bajorrelieve que tus muslos hincan en el parecer de los suelos callados no permite cerrar los cajones que ocultan el desguace de la entropía familiar.

Pero el león que bajó de los cielos ha quedado hipnotizado mirando tu pelo. Tengo más miedo de desenredarlo que de despertarlo. 

Puede que haya bajado de los cielos, yo no niego lo divino ni mucho menos aquello que proviene de espejos que se amnesian a la hora de reflejar cualquier poniente, por más absurda que sea la circunferencia del sol y su afección por ser dibujada con tallarines pasados de cocción, pero tampoco puedo dejar de ver, entre sus garras, parte de la hierba muerta. Y las palabras las sabés de memoria. Así como la llegada de la navidad. No se te puede caer del cajón un año nuevo colorado sin que acabes por angustiar al león de los cielos. 

¿Por qué no reconocer, acaso, que lo que inflama tu verba enhiesta no tiene nada que ver con desiertos de hierba occisa por cualquier llanto pasado de cocción? ¿Por qué no admitir que la savia que recorre mis muslos, engamados con el sonido que emite la Vía Láctea al tragar su ensalada de hierbas en otoño, es tan paralela al derrame del rojo y sinuoso acervo familiar que desciende del cajón, transversal a mi seno y oblicuo en su apertura?

Porque todos sabemos que dormís abrazada con el león de los cielos, en un cajón vaciado a medias de antiguos estrépitos rojos, que nuestros cinco abuelos dejaron a fuego lento en la última navidad sin palabras. Y sin espinas. Y con la sombra de lo rojo siendo negra en la luz y desfilando como un ceño fruncido de hormigas que bajaran a la Vía Láctea a reclamar por su mutismo, o su incapacidad para jugar al tenis, pero reflejando, eso sí, el delineado corpóreo de tus muslos de año nuevo en el armario que le da vida al cajón.

La palabra cajón suena, en tu boca, como ataúd.

Mejor así. El león de los cielos no vivirá por siempre. Y todo pelo acabará por ser desenredado en el final de la Vïa Láctea.



Imagen: Salvador Dali, Spain, 1938

lunes, 19 de mayo de 2025

Regreso desarmado


En un principio es el camino,
desandando su huella perturbada
y mordiendo el sol de a ratos,
como quien necesita pensar la noche.

Pero el signo recto del estío
nos levanta del sueño níveo, 
aquiescente con la calidez que acuna
un siseo de formas espejadas y caninas,
de paso esquivo,
entre horizonte y ruta de olvido.

Y luego del principio es el regreso.
Con tu huella en brazos.
Y la mirada sempiterna que horada
cualquier destino que crea posible,
entre las manos tendidas
y el juego, siempre falaz,
de negarnos a la cosecha
de lo que nuestro llanto siembra.

viernes, 9 de mayo de 2025

En el lecho de un sueño


Verlo abrir la puerta del bar y entrar, alzando rutinariamente la mano y soltando alguna sonrisa según quien estuviera sentado fue, en un primer momento, como lo más obvio; esa pieza absolutamente conocida que se encaja en nuestro cerebro como en un rompecabezas ya gastado de tanto armarse.

Respondí con la mano el gesto muy leve, cansino, como todo lo que se repite cada día sin fallar. Pero luego, aún antes de que mi mano volviese a la madera gastada de la mesa y mientras él se acomodaba en su lugar de siempre, junto a la ventana, algo se detuvo en mi cabeza y, dentro de ese estallido sordo, creí ver cómo todo alrededor también se detenía. Pero no, claro, era sólo yo. Alrededor la vida seguía su curso sin inmutarse, sin dar evidencias de ningún tipo de sorpresa ni asombro, cómo si la persona que acababa de sentarse y pedir un café negro no hubiera fallecido hace más de tres años.

La amistad había comenzado en la infancia. Eso de visitarse en las casas, merendar juntos, compartir tareas escolares y demás. Luego, la vida nos había acercado y alejado cada tanto, como suele pasar con muchas relaciones. Aún así, siempre le acomodó la palabra “amigo” dentro de mi forma de llamar a quienes me rodeaban.

Y en base a este sentir fue que consideré permitido o sensato levantarme de mi mesa y acercarme hasta la suya. Con unos pasos que cualquiera hubiera dado por triviales o rutinarios, pero que yo sentía como cruzando una nube que sólo podía asentarse en el lecho de un sueño, llegué hasta su mesa. Cruzamos miradas, me saludó, como solía hacerlo siempre y soltó su “¿cómo andás?, sentate, dale…” de un día más, uno cualquiera, rutina pura.

Lo primero que atiné fue a mirar alrededor. Desde la gente hasta las cosas. Desde el árbol añoso y entrañable de la esquina de la plaza hasta el semáforo. Y luego a los vecinos que estaban dentro del bar, algunos solos, otros charlando de a dos o tres, al mozo, que iba y venía con su bandeja eterna en equilibrio color milagro, a todos. Pero en nadie advertí ningún mínimo asombro o registro del hecho que yo tenía delante. El árbol continuaba ofreciéndole la reverencia breve de sus hojas al viento tibio, el semáforo conversaba solo en su propio idioma de luces rimadas como un obtuso soneto callejero y la colina, siempre allá en el fondo, descansaba horizontes sin alterar en nada su contorno.

¿Todos sabían o todos ignoraban? Era evidente que algo estaba pasando en todos menos en mí. Y llegar a esa conclusión en esos mínimos segundos entre saludo y sentada en su mesa me puso muy cerca de un colapso. Aún sin que entendiera muy bien qué significaba esa palabra, fue la que me surgió.

—¿Cómo va, amigo?, ¿qué tal tus cosas?

Lo miré sin disimulo alguno. En el mismo instante en el que la palabra “colapso” se formó en mi mente, supe y decidí que no iba a fingir ninguna escena que no se correspondiese con mi saber sensato. Si todos sabían, yo también llegaría a ese lugar; si todos ignoraban, no me contarían entre sus filas.

—Amigo… ¿qué hacés acá?

—¿Cómo qué hago?, bueno… el café no es muy rico, ya lo sabemos, pero también sabemos que no hay otro bar en el pueblo —y se encogió de hombros mientras llevaba el pocillo a sus labios.

—Te entiendo, sí, pero no me refiero a eso. Me refiero a… bueno, a tu vida.

—¿Mi vida?, ¿por estar acá?... insisto, puede que el café no sea muy bueno, pero tampoco creo que llegue a matarme, no exageres.

—Eso ya pasó y lo sabés. Y no hablo ni de café ni de bar ni de pueblo. Amigo… no sé que pasa alrededor, pero yo sé que… bueno, yo no veo lo mismo que el resto de las personas de aquí “no ven”. O al revés, quizá no vea algo muy evidente que todos saben menos yo.

—¿Estuviste tomando temprano hoy?... no puedo seguirte en lo que decís, es un enredo, ponelo más claro.

—Sí, cómo no. Claro. Directo. No puedo entender qué hacés acá hoy sentado siendo que falleciste hace más de tres años.

—Ah, eso… —bajó la vista al piso sonriendo, como quien escucha finalmente algo muy obvio o muy gastado y prosiguió— entonces sí, definitivamente te falta saber algo. Que no sé si todos lo saben, porque en la esencia misma de ese algo está el ignorarlo y el desconocer que uno lo sabe, para luego entenderlo, conocerlo y entonces volver a perderlo.

—Ahora sos vos el que arrancó a tomar temprano. ¿Más claro, más concreto, yendo al grano?...

—Por supuesto, amigo. Primero que nada, yo no he muerto. Es obvio, estoy acá, ya lo ves. Si fuese un espíritu no vendría a tomar café, no a este bar, eso seguro.

—Pero yo…

—Sí, lo sé. Y aquí viene el tema, dejame explicarte. —Suspiró mirando por la ventana de vidrios sucios y pude ver el reflejo de sus ojos algo cansados buscando las palabras— Nos va pasando a todos, de poco, de a ratos, por épocas, en mayor o menor medida, pero nos va afectando a todos. Ya sabés que todo este pueblo tiene un tema con la memoria. Lo descubrieron y pusieron en evidencia los que quisieron estudiar su historia y su fundación. Nadie recordaba nada. Nada se pudo reconstruir. La gente simplemente vive en línea recta sin tener ninguna noción de lo pasado.

—Sí, eso lo tengo en claro. Pero… yo recuerdo tu muerte, yo me enteré… yo…

—Y acá viene lo que te falta saber. El problema de la memoria no sólo es que falta, sino también que se va alterando, tergiversando, se van creando hechos que nunca pasaron, se comparten en forma colectiva recuerdos de cosas inexistentes o, al revés, se desconoce algo tan obvio como el origen del pueblo o, quizá, la existencia de una librería, allí, a dos cuadras de la plaza.

—¿Librería?

—¿Lo ves?... el mismo fenómeno que hace que no sepas algo tan obvio como que aquí a la vuelta está la librería de toda la vida, hizo que me creyeras muerto hasta que entré hoy al bar. También entré el sábado, y el martes nos cruzamos, también te conté lo de mi hermana el jueves, aquí mismo… pero todo se retorció en tu cabeza, se desmadró, se borroneó y hoy, sin tener la memoria para recordar o peor aún, teniendo una memoria fallada con hechos ficticios, simplemente me dabas por muerto.

—¿Y cómo sabés que vos mismo no estás sufriendo este tipo de problemas, por más que sepas de qué se trata?

—Amigo, el jueves cuando nos vimos te conté que volvía del cementerio, de querer llevarle flores a mi hermana muerta, pero al ir a comprarlas la que me atendió en el puesto de flores fue ella… y yo perdí el habla por todo ese día y la mitad del otro, porque tampoco recordaba o sabía que ella trabajaba vendiendo flores en el cementerio. Saber lo que pasa no nos evita sufrirlo.

—¿Y hasta dónde va a llegar esto?

—Nunca nos vamos a enterar… ¿te das cuenta? De a poco caeremos en universos de fantasía con hechos irreales y con olvidos tan presentes como lo más concreto que se pueda imaginar. Y esto mismo que te estoy diciendo será olvidado o reemplazado por alguna otra teoría, o desmentido para creer que sólo fue la alucinación de alguien.

Dentro de todo lo trágico que podía entrever, al menos me sobrevoló la calma de saber que no estaba loco y que no estaba viendo muertos caminando como si nada. Había una explicación, por más dramática que se presentara, tenía un sentido.

Le dije a mi amigo que me disculpe un minuto poque necesitaba pasar al baño. Entre el malestar general y las horas sentado allí, no sólo necesitaba del baño físicamente si no también mentalmente, para estar aunque sea un minuto solo y poder repensarme entre toda la arboleda de lo vivido y escuchado.

Al salir del cuarto sanitario me dirigí a la mesa. El mozo me esperaba parado al lado.

—Disculpe, caballero, estamos cerrando y quería cobrarle los dos cafés que tomó.

Miré alrededor. Miré la mesa, la silla. Miré al mozo.

—Sí, claro… pero, perdone, una pregunta, ¿mi amigo se fue?, ¿lo vio salir?

—No le entiendo. ¿De quién habla? Usted estuvo solo en esta mesa algunas horas, consumió dos cafés y nada más.

miércoles, 7 de mayo de 2025

Se conoce por sentir


Sigue lloviendo.

No, claro. Por supuesto, no llueve siempre. Hubo tiempos en donde no llovía. O sí, pero nadie se ocupaba de registrarlo. Entonces, cuando se llega a ese punto se duda de todo. Porque, si no todo fue registrado, si no todo recae en alguna memoria colectiva, libro, diario o estudio, le abrimos la posibilidad a poder dudar de todo. Ahora mismo, mientras miro embelesado el collage de grises y sus tonos de belleza en clave de cielo, dudo mucho de poder recordar algún día sin lluvia. Sin embargo, al mismo tiempo, es claro que las tormentas se detienen, el sol sale, las nubes se abren. Todos sabemos eso. Pero, por alguna razón, en este mismo instante en mi cabeza, y sé que también en la de todos los que me rodean y habitan aquí, no es posible que se forme el recuerdo de un día soleado, de un cielo sin lluvia.

Así es como llego a las palabras que me dijo aquella vez ese forastero que escribía, que se instaló en el pueblo un tiempo, callado, amable y con un carácter que sabía caminar paralelo a la paleta de colores de los espíritus de por aquí. Apenas supe de su llegada por dichos, comentarios en el bar o cruces de vereda, porque se hacía notar muy poco. “Necesito observar, no ser observado”, solía decir con una sonrisa amable y se escabullía enseguida confundiéndose entre los árboles de la plaza. Uno más. Uno que, sin embargo, trabajaba para pasar por “uno menos” y no notarse. La cuestión fue que, cuando llegué a hablar con él (por alguna razón todo forastero termina siempre hablando conmigo en algún momento, sin que yo sepa o entienda porqué), supe que era profesor de historia y que se dedicaba a reconstruir el pasado de los pueblos hasta llegar a su fundación, para luego ponerlo todo en un libro. O varios, dependiendo de lo importante que sea lo que se encontraba. Y no, antes de que alguien se lo pregunte o imagine, o se haga alguna ilusión con el tema le adelanto el final: ningún libro ha salido de este pueblo. No al menos de la pluma de este forastero. Ni de ningún otro que nos hayamos enterado.



—¿Sabe lo que pasa?, sin lograr entender muy bien porqué ni en qué circunstancias ocurrió, puedo afirmarle que todo este pueblo que ustedes habitan carece de algo fundamental. Algo que no se nota porque, claro, para notarlo hay que tenerlo, caso contrario se vive sin saber. Nadie extraña lo que nunca conoció, ¿entiende? Bueno, ese algo que acá no existe es la memoria. Nadie de ustedes tiene memoria, caballero. No he logrado reconstruir ni un mes de historia porque, aún habiendo hablado con decenas de personas, resulta que simplemente nadie recuerda nada, ni se interesa por esa falta, ni sospecha que esa capacidad, tan importante en la condición humana, aquí fue borrada de la faz de este suelo que habitan. De esta manera, no sólo no podemos estudiar su historia o su conformación como pueblo, sino que tampoco podremos llegar nunca a saber cómo se fundó.

Yo, simplemente atiné a decirle lo primero que me surgió, puesto que esa palabra, “fundar”, me movilizó desde algún lugar enterrado en mi ser. Enterrado, es decir, que existe pero que no se puede ver, ni tener, ni contar con él.

—Mire, buen hombre, voy a decirle lo único que se me ocurre que puede ayudar, porque usted me parece buena gente. Creo que eso que usted dice, la memoria, es como el tiempo enrollándose sobre sí mismo, cual serpiente que forma un espiral imposible para mirarse los ojos con sus propios ojos. ¿Cómo volver a algo que ya no está, que se fugó en el devenir, que quedó enterrado junto al anochecer? Y usted busca eso. Se empeña en buscar precisamente lo que ya no se encuentra. Bueno, aquí nadie hace eso. Se podría decir que vivimos en línea recta y no somos de abrazar espirales ni giros de ningún tipo. Sin embargo, hay algo que sí puedo decirle con respecto a la fundación del pueblo.

—¿Sabe cómo ocurrió?

—No, señor. Yo no sé cuándo se fundó este pueblo, ni cómo, ni quién lo hizo, ni nada de todo eso que alguien como usted puede llegar a preguntarse. Lo que sí le puedo decir es algo muy simple, pero importante para entender el resto de todo.

—¿Algo que recuerda?

—No. Mire, la memoria no es la única forma de saber. Ciertas cosas se conocen por recordarlas, pero ciertas otras sólo son posibles de conocer por sentirlas, ¿me entiende?

—Sí… supongo, pero no importa lo que yo piense. Cuénteme que es eso que sabe y que podría ayudar.

—Como le decía, yo no sé nada de la fundación de este pueblo. Pero sólo le puedo afirmar una cosa. Ese día, llovía.

lunes, 5 de mayo de 2025

Un tipo de fenómeno


Para casos así, es decir, gente que llegaba al pueblo desde otros lugares estando de paso, a casi todos les gustaba usar la palabra “forastero”. Para mí era un poco ridícula, me sonaba a película del lejano oeste. Pero supongo que su uso tenía que ver con una postura general ligada al orgullo. Cuanto más solemne y ajena sonara la palabra usada para describir al extraño, más arraigado estaría el saberse parte del pueblo.

Entonces, este forastero estaba de rondas por el pueblo con diversos trámites y, por cuestiones laborales un poco indirectas pero necesarias, me había tocado atenderlo, de alguna manera. Así fue que nos reunimos, casi topándonos en nuestras caminatas, en la clásica esquina de la plaza que estaba coronada, en diagonal, por el bar. Y suena así, sólo “bar” porque al ser el único jamás tuvo necesidad de un nombre. Quizás alguna vez su dueño le imaginó alguno, pero no tiene ningún sentido nombrar lo que es único. El bar, y ya era suficiente. Llegó dando pasos un poco indecisos, como si hubiese olvidado algo en algún lado (quizás esos pequeños regustos que un temporal desarraigo provoca en un viaje), pero al acercarse me di cuenta de que tenía un tema muy concreto para abordarme. Luego del saludo amable y con la mirada acariciando un poco las hojas ocres que alfombraban la plaza, sacó un papel de su bolsillo.

—Es… nada importante, sólo curiosidad. Usted entenderá. Cuando uno viaja, ¿no?, otros lugares, paisajes, personas… Pero, hoy pasé la tarde en el bar, cerrando algunos oficios que debía llevarme finalizados y no pude evitar escuchar conversaciones. Usted sabrá, uno se sienta, ¿no?, claro, la gente habla… está en su pueblo, la rutina, el día a día, salen las cosas más típicas, es claro. En fin… el tema es, nada más una pregunta, insisto, pura curiosidad, no lo tome a mal, claro.

—Vea, ande tranquilo, buen hombre. No puedo “tomar a mal” algo que ni siquiera me ha “servido” aún. Por favor explíquese con calma y así me entero —dije, intentando que avance en su cuestión.

—Claro, tiene usted razón. La pregunta es sencilla, ¿tienen en este pueblo algún tipo de dialecto, o lenguaje especial, particular, heredado quizá de algo indígena, por qué no, o cosa similar?

La mención, así como al pasar, me hizo reaccionar con algo de fastidio por enconos propios, a qué negarlo, pero tampoco era muy ubicado de su parte andar suponiendo orígenes y raíces cuando ni siquiera había llegado a amanecer un solo día aún en el pueblo.

—Disculpe, pero, ¿se ha cruzado con muchos indios durante su estadía por aquí?

—No… ¡no!, por supuesto, no le apuntaba a eso… sólo que en el hablar cotidiano, ya le digo, escuchado más que nada en conversaciones del bar, me he cruzado con unas cuántas palabras que no conozco y que sé que no pertenecen al castellano, puesto que me he tomado el trabajo de buscarlas en el diccionario.

—Bien, veo que lo suyo es algo serio. Le ha demandado hasta un trabajo extra.

—Insisto, no quiero que suene mal, ni mucho menos inquisidor pero… la curiosidad ha ganado, en mí, la pelea contra la prudencia y me ha llevado, merced a su buena voluntad, a tratar de entender de qué se trata.

Lo observé. Era notable cómo sus párpados no se cerraban, sino que le trastabillaban la mirada entre mi persona, mi reacción, el papel blanco que sostenía en su mano como una especie de pasaje a todo lo posible y la gente que caminaba por alrededor en la plaza, bordando el atardecer con seguros retornos a sus casas. De alguna manera, era un hombre que tenía perfecta consciencia de haber llegado a un punto sin retorno. Desde ese punto, sólo podría avanzar, jamás retirarse como si no hubiese dicho nada.

—Bien, su interés y la seriedad con la que ha tomado las cosas merece que me explaye como es debido, es decir, hasta que entienda.

—Gracias —se relajó al percibir mi predisposición—, lo escucho.

Con mi brazo extendido señalé la salida y el fin del pueblo.

—Habrá notado la colina que enmarca de manera inevitable el pueblo.

—Sí, por supuesto.

—Y sabrá, por otra parte, de qué se trata el fenómeno del eco.

—Eh… claro, también.

—Entonces no le costará mucho deducir que tenemos, bastante cerca, una elevación natural del terreno que se presta para ese tipo de fenómeno. Ya sabe, las ondas de sonido emitidas rebotan y regresan, con una dilación en el tiempo, que logra esa característica de repetición que se va apagando de a poco. ¿Y a qué voy con esto?, a que para todos los habitantes de este pueblo, a lo largo del tiempo, ha sido bastante común echar sus palabras al viento en dirección a la colina y esperar por el eco.

—Claro, sí, puedo imaginarlo.

—Sí, pero no puede imaginar la conexión entre esas palabras que escuchó hoy y estos elementos.

—Bueno, eso no, ciertamente.

—Bien. La cosa es que durante mucho tiempo la gente no logró entender jamás las reflexiones que volvían de la colina. Lanzaban una palabra y el eco que regresaba era otra cosa. Imagínese, un fenómeno raro si los hay. Se estudió, se contrató especialistas, se trajeron equipos de investigación y un largo etcétera histórico que le voy a ahorrar. Finalmente el diagnóstico fue contundente: el eco generado en esa colina sufre de dislexia y severas faltas de ortografía. En realidad, no se pudo determinar exactamente si se trata de la colina sola o la colina y el viento, pero entre ambos no logran reproducir, como todo eco sensato y educado haría, una palabra tal cual fue emitida. Al respecto de alguna hipótesis posible, un geólogo aventuró que esa colina no “nació” exactamente en la formación de este terreno, sino que, movimiento tectónico mediante, puede haberse desplazado desde otro lugar geográfico y, sencillamente, no hablar ni comprender el idioma nuestro.

—Increíble… sería como una colina extranjera, digamos.

—Forastera, solemos decir por acá.

—Claro, bueno, son sinónimos.

Lo miré unos instantes en silencio, intentando que entienda que, en un pueblo en el que bullen términos y palabras que escapan a cualquier diccionario por culpa de un eco disléxico que va alimentando el habla popular, decir simplemente “sinónimo” es algo bastante delicado y hasta de mal gusto. Pero no pareció captarlo en absoluto.

—Por lo tanto y para finalizar, a grandes rasgos ahí tiene usted el nacimiento de esas palabras que le sonaron extrañas en las conversaciones de hoy en el bar. El eco devuelve términos imposibles, contracciones, recortes, estertores fonéticos, y la gente los va tomando entre la simpatía y el cariño, como si no usar esas palabras fuera desairar a la colina, al viento y al eco, quienes también son habitantes de este pueblo.

—Entiendo… entiendo —dijo mirando de soslayo su papel blanco que todavía sostenía en su mano.

—¿Me equivoco o en el bar, mientras escuchaba esas conversaciones parroquiales que entretejían palabras extrañas, usted fue tomando nota?

En ese momento el hombre pareció despertar de un amable letargo y se guardó el papel en el bolsillo de su saco. Sonriendo muy levemente miraba al piso y al anochecer que se desperezaba sobre la colina de fondo.

—No… sí, claro. Mire, si le tengo que ser sincero, y sí, le tengo que ser sincero, ¿por qué no?, no soy persona de falsear las cosas, ni usted merecería que lo haga, es claro… por eso mismo, decía, si le tengo que ser sincero, sí. Sí. Anoté algunas palabras que no entendí y que me parecieron absolutamente extraordinarias en su construcción o fonética. Pero ¿sabe qué?, tome —y extrajo de su bolsillo el papel blanco, ofreciéndomelo— aquí se lo dejo. No… no es posible. Si me fuera del pueblo con ese papel y esas palabras escritas, me sentiría un vulgar ladrón… y uno muy miserable, porque es muy claro que esas palabras, como tantas otras, son de aquí y aquí deben quedar. No soy quién para llevármelas, ni mucho menos para recordarlas o usarlas.

Miré el papel entre mis dedos. Había garabateado unas ocho o diez palabras, no más. Y en algunos casos casi no pude contener una sonrisa por su forma de entenderlas y escribirlas. Luego lo miré a los ojos. La plaza ya casi estaba en penumbras y la gente raleaba alrededor.

—Le agradezco. Le confieso que no adiviné su nobleza en nuestro breve trato, pero su gesto ahora me lo deja muy en claro. Y mire… si bien es cierto que esto no debe salir de aquí, también es cierto que aquí sabemos ser agradecidos. Así que le voy a dar una, una sola, de nuestras palabras de regalo, para que se la lleve y nos recuerde.

Sentí que me miró con legítima emoción y que se dispuso a escucharla y guardarla. Entonces cerré la conversación.

—Vaya, nomás, que no se le haga tarde… mire que ya está por “achenocer”.

viernes, 2 de mayo de 2025

Uno de nosotros


Nunca tuve dudas de que cualquier encuesta lo daría ganador por amplia mayoría en la categoría de “ciudadano ilustre”. Pero, por supuesto, nadie hace encuestas en nuestro pueblo. En parte porque a nadie le interesa qué pensamos y en parte porque nadie tendría interés en responder. De todas maneras y más allá de ese detalle, el hecho de esa preferencia y cariño entrañable también habla bastante de nuestra forma de ser. Idiosincrasia, le dicen algunos, aunque sea una palabra que por estas tierras cae demasiado altisonante. Nadie puede pensar que en un pueblo como este se le pueda dar cabida a tanta cantidad de letras juntas para expresar cómo somos. Porque ese “somos”, sin ir más lejos, puede contener, por ejemplo, este tipo de preferencias a la hora de nombrar un habitante destacado, ilustre o querido. “Símbolo”, “ícono”, “faro de honestidad intachable” y demás denominaciones más ligadas a un improbable libro de historia que a su verdadera identidad.

Sin embargo, tampoco a nadie le molesta la vulgar exageración. O incluso, lo llegué a pensar muchas veces, no hay tal exageración y es realmente lo que piensan de él, sin derrapar ni un adjetivo en sus charlas. Yo, si bien no puedo contarme como participante de esa tribuna, también confieso que lo siento como un símbolo entrañable y alguien sin el cual este pueblo no sería para nada el mismo.

Llegó en una época en la que se esperaba algo muy distinto de esta región. Soplaban vientos de prosperidad y se pensaba que este terrón difuminado de casas sueltas en medio de un desierto bastante amable se convertiría en “ciudad”, esa palabra que a cualquier habitante de por aquí le causa escozor, pues ante algún extranjero que se atreva a llamarnos “ciudad” se lo corregirá inmediata y severamente con un “pueblo, señor, y orgullosos”. Entonces, decía, a alguien se le ocurrió que él debía de formar parte del pueblo, que era necesario que lo trajeran, que ya habíamos crecido lo suficiente como para merecerlo. Y que una de las calles, la que obviamente contenía la comisaría, la iglesia, la municipalidad y la oficina de correo, diseminadas en un par de cuadras, lo necesitaba en uno de sus cruces con la que contenía, a su vez, los escasos comercios apiñados también en un par de cuadras, como si necesitaran verse de cerca entre sí para no experimentar la tristeza que siempre acechaba en las afueras del pueblo, mirándonos desde la colina fijo y sin parpadear.

Así fue que comenzó a formar parte de nuestra comunidad este vecino. Raro al principio, mirado con desconfianza por algunos y con un exagerado respeto por otros, respetado en sus decisiones cíclicas y eternas, pero siempre único en su especie. Sí, sobre todo porque, por más proyección de progreso que algún alucinado pudo tener para nuestra comunidad, quedó solo como único ejemplar de una especie que jamás se extinguiría porque tampoco, en realidad, tenía vida. Luces, sí. Y eran su natural carisma y encanto, lo que lo destacaban del resto de los vecinos. Sus tres luces rotando todo el tiempo e indicando quién debía o no pasar por su calle (porque, obviamente, luego de que lo instalaron, la calle pasó a ser “su calle” para todos).

Siempre me quedó en el recuerdo el comentario que cierto día me hizo un compañero de bar. Parado en la vereda a mi lado y observándolo, me tocó el brazo y me dijo, casi como un secreto y en voz baja para que él no escuche:

—¿Te diste cuenta? La luz del medio, esa que en todos ellos siempre es amarilla, en el nuestro es color sepia… ¿Entendés?, eso es lo que indica que ya es parte de nuestro pueblo y que es uno de nosotros.

Y esta frase, más allá del detalle del color que era tan cierto como significativo, me hizo caer también en la cuenta de que nadie en el pueblo se refería a él por su verdadero nombre. Como si llamarlo sencillamente “semáforo” fuese un insulto inaceptable para alguien tan querido.

miércoles, 30 de abril de 2025

No estábamos solos


Camino por el pueblo bajo las farolas que le dan la bienvenida a la madrugada. Una secuencia de miradas amarillas, estáticas, que dejan lamparones de calle iluminados de mala gana. Yo siempre les adiviné una queja, un decir callado en el cual se preguntan para qué quedarse toda la noche encendidas si casi nadie camina por el pueblo a esas horas.

Bueno, yo sí.

Pero ellas también saben que no las preciso. Si las dejaran descansar y todo fuera noche en serio, noche respetada y oscura, tal como corresponde, podría ver con mucha más claridad las estrellas que parpadean sobre la colina, al fondo del pueblo. Las veo igual, pero tengo que alejarme un poco de las calles iluminadas y llegar a esos confines donde el suelo de tierra niega toda ciudadanía posible y nos avisa que ya estamos fuera.

De lo que sea, de lo que queramos, de lo que esperemos u olvidemos.

Allí, cuando todas las farolas y demás miradas indiscretas quedan a mis espaldas, puedo contemplar el filo negro de la colina en el horizonte, como el telón maníaco de un escenario que basara su existencia en la soberbia de carecer de todo espectáculo. Sin embargo, las estrellas que desfilan sobre ese contorno son la iridiscencia privada de un ramo bastante importante de mis sentimientos. Pero seco. Reseco como pétalos desparramados de recuerdos tristes en el desierto de una amnesia.



Cuando recorríamos juntos la noche, llegar a este mismo lugar en el que hoy me detengo era el punto de partida para un silencio, mutuo e interminable, en el que ambos buscábamos el nombre del otro en el dibujo que las estrellas trazaban sobre la colina. Una letra, una inicial, un trazado entre puntos de luz, un azar de cosmología que nos dijera que no estábamos solos, o que nuestras miradas eran correspondidas.

Hasta aquella madrugada con llovizna, que nos desafiaba a volvernos más pronto de lo habitual, en la que, con la emoción traicionando mi garganta, te empecé a marcar las estrellas que delineaban la “s” y luego la “i”, más sencilla, luego la “l” y, para cuando estaba a punto de mostrarte cómo se formaba la “v”, directamente me besaste hasta el amanecer, dejando que la lluvia termine de bendecirnos por nuestro hallazgo.

Recuerdo las únicas palabras que me dijiste en el camino de regreso, ya nuevamente bajo las farolas amarillas y mientras clareaba despacio el cielo: “ahora que ya sabés dónde estoy y cómo encontrarme, no vamos a separarnos nunca más”. Y fue esa misma mañana cuando ya no volviste a abrir los ojos.

Me quedé sentado mirándote una cantidad de horas que nunca quise medir, hasta que el viento nuestro, ese que conversa magias en remolinos de polvo a lo largo del pueblo, entró por la ventana a susurrarme que todas las farolas amarillas yacían apagadas y que era hora de que te dejara anochecer, con la misma paz con la que tu piel se volvía pálida y fría.



Por eso hoy cruzo el pueblo por las noches, dejando atrás la oscuridad amueblada de contornos amarillos y sonidos breves de hogares que procesan lo que queda del día, una cena, una sobremesa, un cepillarse el pelo o un alisar las sábanas para que aterricen los sueños, y salgo de los límites de la luz para quedar cara a cara con la colina y su lento acariciar de estrellas que define el pulso de la madrugada.

Esperando.

Esperando el mágico momento en el que vuelvan a alinearse para decirme que tus ojos se volverán a abrir.

lunes, 28 de abril de 2025

Un registro de melancolía


Llueve.

Pero acá no es una cuestión de las nubes y eso. O un frente frío chocando con un frente cálido y esas cosas que dicen en la televisión. Esas son otras lluvias, que ocurren en el cielo y por causas que ellos saben. Y que los cielos alimentan con esas luces que después se ven en las noticias. Les dicen tormentas eléctricas, como si alguna vez se hubiera podido enchufar una nube. No.

Acá la lluvia es uno más de nosotros, alguien que vive acá. No ocurre, no cae, no se precipita, no se desata, ella vive acá y cada tanto elige ponerse a conversar, a su manera, con la gente del pueblo. Todos la conocemos, claro, ¿quién puede ignorar a la lluvia? De recién nacidos, nomás, la vemos caer y estar. Porque, aparte, ella tiene eso de ser inmortal. Todos sabemos que nos sobrevivirá y que viene habitando el pueblo desde mucho antes que nuestros abuelos o bisabuelos. En algunas charlas, incluso, hay quien aventura que ella ya estaba por acá cuando todo esto sólo era tierra, pasto raleado, aves picoteando algún fruto descuidado y la colina, siempre ahí en el fondo.

Porque ella también es un habitante más. Imagino que no debe haber día en el pueblo en el que la colina no intervenga en alguna conversación. Ella siempre es el marco, el fondo, la tela infinita en donde van a parar nuestras miradas cuando no tenemos nada que mirar. O cuando queremos evitar cualquier mirada. Siempre lo pensé, si algún día esa colina nos devolviera todas las miradas que allí han ido a parar, bueno… tendríamos graves problemas para hacernos cargo de aquello que elegimos eludir, ignorar, hasta incluso despreciar. Pero ella también es inmortal. Aunque algunos digan que no es tan así, porque hay algo llamado “erosión” que tarde o temprano va a matarla. Yo, como no conocía la palabra, en principio creí entender que venía de “eros”, o sea, el dios del amor y la pasión, y la relacioné enseguida con la lluvia, porque ella le cae encima todo el tiempo y quizá ese sea un amor que termine por matarla. Pero después me explicaron que no, que tiene mucho más que ver el viento.

Y él sí que, como todos sabemos, casi podría decirse que tiene su propio documento de identidad expedido por la municipalidad del pueblo. No está siempre, eso es verdad, elige épocas y días, estaciones, sale a recorrer las calles cuando tiene ganas y, cuando no, se hace extrañar tanto que las aspas de los viejos molinos ya sin uso gimen de óxido pero también de nostalgia. A ellas les gusta que el viento de nuestro pueblo las mueva y les susurre, cual piropo, que aún están vivas y que son útiles. Ellas saben que no. Todos sabemos que no. Pero también sabemos que, sin la piedad de la mentira fraterna que aleja la muerte de los calendarios, todo sería mucho más duro. Por eso mismo, gran parte de nuestras miradas se pierden cantidad de veces en esas aspas dando vueltas apenas con un registro perenne de melancolía que es, a la vez, el ánimo intrínseco también de nuestro pueblo. Y una de sus mayores alegrías, aunque suene contradictorio.

lunes, 21 de abril de 2025

Alguien que eligió seguir de largo


El nombre es ese animal inquietante que nos penetra para tomar asiento en la sombra sensata de la conciencia, desde donde identificará algo y nos arrancará la piel amnésica dejándonos expuestos a la asociación necesaria. 
Lo dijo como el infortunio de un saber que indigestara el resto de las cenas del porvenir. Incluso sin conocer su nombre, llegaba hasta mí el color de la amenaza que, como una aurora boreal, se proyectaba impertinente sobre el interior de su cráneo, usando la oquedad legada por la vida para sentirse dueña de esa especie de bóveda celeste con atmósfera de hueso. 
Cada vocablo un estilete que ensarta nuestra memoria a una cara, un paisaje, un trozo de ser humano, la calle ridícula del último adiós o el tono de voz de alguien que eligió seguir de largo. Pero allí está el nombre, bendito atuendo de lienzo significante para disimular la evidente tortura ejercida contra la memoria. Sabrás. Enunciarás. Te lo llevarás como una siega más de la cosecha social, que semeja una danza infinita, interminable e inabarcable. 

Apoyé la mano en la pared, mientras la calle se paladeaba desierta de autos con cierto íntimo goce. Necesitaba sentir ese trozo de mundo en estado de quietud y saber que carecía de nombre alguno, como todo aquello que, de tan común y evidente, no se enuncia ni se revela en ninguna oralidad o grafía. 
Desde allí lo vi alejarse rengueando, con la mirada desesperada fulminando cada objeto, presencia o recuerdo. Murmurando una letanía de agónicas revelaciones finales, ramillete de epifanías que lo iban cegando vereda tras vereda hasta que lograse caer, vuelto ya innominado y libre, fuera del alcance de cualquier diccionario en celo. 

viernes, 18 de abril de 2025

Un salvaje crimen contra Flora


—No sé por qué hay que escribir.
—No hay que escribir. 
—Si no escribo, no estoy.
—No hay que estar.

(La descomposición entra en escena con un ramo de flores que piden auxilio sin saber que ya fueron cortadas por la mañana, mientras la lluvia se preguntaba cómo realizar un caligrafía de pétalos que justificara su mirada turbia.)

—Por ese camino no llegamos a ningún lado. 
—No hay que llegar a algún lado. 

(En la banda de sonido tejida al telón púrpura, las cuerdas llegan a un clímax que las sume en un silencio de jadeo, dejando a la sección de vientos corrigiendo la caligrafía de la lluvia con acentos sincopados que se acuestan en el proscenio y simulan un cuadro de ardientes velas oblicuas que increpan al viento por haber cortado las flores.

—Pero allí están las preguntas. 
—Las preguntas lo detienen todo. Son la fórmula para que nada se mueva. 

(Del fondo del camión estacionado en la entrada, se desprende una luz violeta que lacera lentamente los pasillos alfombrados con caligrafías de desencuentros y acaba por rebotar en forma coreográfica entre los espejos del hall de entrada, tapizado de fotos y canciones de diciembre, simulando ser un ramo de violetas vespertinas que arrancan media fila de butacas para plantarse en la espera de su riego.

—Sin preguntas nunca sabremos.
—El saber está en la respuesta, no en la pregunta. 

(Abrazada al telón, sobre el margen derecho, la descomposición repasa su letra sin saber que en su guion sólo hay números y que, además, al ser todos números primos no podrán procrear y darle un segundo acto que redima su salvaje crimen contra Flora. Lee, ensimismada y, a su alrededor, la carne regresa al hueso, el hueso a la tierra, la tierra al polvo y el polvo a la pregunta.)

—Pero sin preguntas las respuestas no existen.
—Por eso escribir es coleccionar una cantidad de respuestas a preguntas que nadie hizo. 

(Las violetas, desde su media fila de butacas, se ponen de pie y aplauden a rabiar en una pirotecnia de polen que convierte en terciopelo sus alrededores. Y todo sin saber que el camión sigue en marcha, estacionado en la entrada y congestionando angustias de diésel por su soledad, ya sin luces.

—Entonces no hay necesidad de leerlas. 
—Nadie lee. 
—Pero se hacen preguntas. 
—Por eso nada se mueve. 

(Escucho al último de los matafuegos verdes caer al piso en la lejanía del pasillo violeta. Sé que la voracidad de las velas oblicuas consumirá todo en apenas un cuarto de hora. También sé que, en ese mismo cuarto, se refugiarán los minutos violetas que sienten una nostalgia ya irreparable por su camión en marcha. Y que la descomposición atravesará corriendo el escenario para sumergirse en la escalera que lleva al sótano, donde la lluvia duerme, sin pensarlo ni quererlo. Y sin hacer preguntas.)

lunes, 14 de abril de 2025

Saberse


La noche como ese filo arrepentido que elige quedarse del lado de la caricia, renegando del corte, la herida o la división certera entre lo sufrido y lo olvidado. Sostiene a quien elige habitarla con una voz propia que es luz vaciada de sombras. Y esas luces conversan mudas durante la noche. Se saben. Se miran ciegas pero se mantienen en la cercanía de un tacto que va enderezando las huellas digitales para que esos vientos que levantan bolsas y papeles de las calles no invoquen miedo.

Bajo el marco de la puerta de incansable madera verde creí ver mis nueve años. Parado en la espera grácil de todo el resto de los años por suceder. Pero sin alejarse del marco verde, como si sólo allí debajo el tiempo pudiera ser controlado. No me hablaría ni me acercaría. Cuando el tiempo juega con nosotros adquirimos la solidez de una burbuja. Dos palabras y una mirada mal echadas y todo nos desvanecerá. Por eso sólo mirar y ni siquiera llevarme la seguridad de ser, ni tampoco preguntarle a la noche si el verde de aquella puerta está labrado en la sonrisa de su oscuridad o en la lejanía de mi sueño. 

Varias cuadras antes del amanecer, subo el cuello de mi abrigo para que los años no se coagulen en mi cuello mientras camino de regreso a mi vespertina soledad. Era mi verde, lo sé. Eran mis nueve años, estoy seguro. Pero me iré a dormir sin repetirlo, puesto que la noche no permite que ningún delator llegue vivo al amanecer. 

domingo, 13 de abril de 2025

El espejo de un deseo


A medida que se acercaba al espejo, cerraba los ojos. Y se quedaba detenida allí, sin mirar. 
—¿Por qué?
—Porque lo que se muestra ahí no soy yo. 
—¿Y quién es?
—Lo sé, pero no puedo decirlo. 
—¿Funciona mal el espejo, entonces?
Se daba vuelta, dándole la espalda, y ahí sí me miraba. 
—Todo laberinto se alimenta de incertidumbres. Mientras la duda está presente, tiene vida. Cuando hay certezas, muere. 
Yo la miraba. Y miraba el espejo detrás de ella. Y el espejo reflejaba una parte de mi y una parte de su espalda. Ahora sentía el miedo de no recordar cuándo habíamos entrado.
—Es hora de apagar la luz. 
Como siempre, solía decirlo cuando entre los brazos de cada uno, ejecutando el tenerse en el reflejo de un abrazo, serpenteaba el laberinto con una paleta de colores venenosos que volvía sensata la oscuridad. 
Luego, sus labios, que aún sin luz tenían aroma a rojo verano, le hablaban a los míos tan cerca que no me hacía falta oír las palabras para entender, por la vibración de su aliento invadiendo dulcemente mi boca. 
—No hablemos, porque los espejos no solo entienden de imagen, también de sonido. Pueden reflejar todo lo que decimos. Y sé que lo que algún día repetirá esa imagen que no es la mía, son palabras que nunca he dicho. 
—Te voy a dar un beso.
Porque ella siempre me pedía que le avise antes. Odiaba girar de imprevisto dentro del laberinto y ver el extremo sin salida, la elección torpe, la falla. 
—Y salimos. 
Porque yo siempre le pedía que me avise antes. Necesitaba una mínima señal de salida para poder desplegar a tiempo las alas y llevarla, con esa danza de aire turbulento alrededor que nos gustaba hasta la embriaguez, hacia donde nuestro laberinto se desplegaba recto, sin elecciones ni reflejos de otras dudas.
Antes de aterrizar y cuando ya las alas disfrutaban del planeo suave cercano a la tierra, se lo dije. 
—¿Algún día me dirás quién es la del espejo?
Ella apretó fuerte sus brazos alrededor de mi pecho.
—Sí, pero te lo diré cuando ya no puedas oírme. 
—¿Y verte?
—Verme sí, claro. En el espejo. 
Aterrizamos. Justo a tiempo para volver a encender la luz. 
Y mirarnos. 
Porque cada ojo es, al fin, el espejo de un deseo.

miércoles, 9 de abril de 2025

En el mismo lugar


René se acuesta a dormir y abraza a su oso. 
La escena podría ocurrir en un dormitorio antiguo de Bruselas, o en medio de la estepa siberiana. René podría ser adulto, al igual que el oso, o un infante de pocos años y el oso ser un muñeco de peluche. René podría estar cerca de la muerte, en medio de nieve perpetua, y abrazar al oso como buscando un último aliento de tibieza, o simplemente ser arropado por su madre en un sillón de Hanoi, mirando ambos cómo cae la lluvia frente a los faros amarillos de la calle, mientras recorre la suavidad del oso peludo pensando que la infancia es un lugar para quedarse. Quizá René, ni infante ni adulto mayor, sea un hombre maduro intentando dormir sentado en su minimalista y fría cocina de Varsovia, abrazado al oso que ella le dejó antes de partir, y quizá no advierta, hasta bien entrada la madrugada, que las lágrimas van mojando el muñeco de peluche que no acierta a quejarse como podría hacerlo un oso de verdad. Pero René también es cuidador del zoológico de Nápoles y viene, ya hace varios días, sentándose durante horas al lado del oso pardo que perdió a su compañera y no quiere comer, ni moverse, ni salir de su cueva. Dormita y luego amanece con toda la espalda dolorida, entumecido, pero la mirada del oso lo gratifica; sabe que en esos ojos que parecen fríos hay un agradecimiento que trasciende especies. Y René, que tiene apenas seis meses de vida, aún duerme mucho con la fija mirada cuidadora de su madre que pasa la noche entre la guarda de su bebé y alterna, para distracción, la mirada entre su hijo y la ventana que da a la callecita de su vecindario en Niza, colocándole historias inventadas a cada automóvil que pasa durante la madrugada, mientras se preocupa de que el oso de peluche, regalo de su hermana, no se escape de los brazos de René, lo que podría despertarlo.

En la calle Macquarie, donde se alza el Hospital de Sídney, la lluvia oscila entre acariciar las ventanas y resoplar como una queja impulsada por el viento. Ella, todavía con la anestesia reinando su voluntad y acostada en la cama de blanco absoluto, no acierta a creer que ya todo haya pasado. Apenas llega a advertir la lluvia en la calle cuando la enfermera, con una sonrisa más ancha que su uniforme, entra a la habitación con un bebé en brazos. Su bebé. Se lo coloca sobre el pecho con la suavidad de una pluma soñando y ella siente sus ojos húmedos. Detrás entra el médico y le informa, protocolarmente, que todo ha salido bien. Ambos la miran como se suele observar a los milagros cotidianos. Y el médico pregunta, por decir algo: —¿Ya tienen el nombre?, y a ella se le caen de los labios todavía resecos esas dos sílabas que tanto han repetido con su marido en los últimos meses: —René. Se llama René. Y junto con un trueno lejano y adormecido en la tarde de Sídney su esposo entra en la sala, todo ansiedad y nervios, cargando un oso de peluche que le pasa casi instintivamente a la enfermera para poder abrazar a su esposa hasta el llanto. El médico se queda mirando perdido el oso con su gran moño rojo en los brazos de la enfermera, que no puede borrar la sonrisa de su cara. Y luego murmura, sin saber si ella lo escucha o sólo habla para sí mismo: —Yo dormía siempre con un peluche igual a éste, durante años, no me separaba de él jamás por las noches... hasta que escuché a mi padre contar cómo mi abuelo había muerto a manos de un oso pardo en un viaje de turismo a Canadá. La enfermera, que sí lo había escuchado, calló su sonrisa deliberadamente, dejó el oso de peluche en el costado de la cama de la madre y, al pasar junto al médico le puso una mano en el hombro y le dijo en voz muy baja: —A veces el cuidado y el consuelo están en el mismo lugar que la amenaza y la tragedia. El médico sintió un repentino frío en sus brazos y ganas de abandonar la habitación. Se acercó entonces a los padres y, mientras acariciaba el moño rojo del oso, les dejó su última frase: —Bienvenido René. Cuídenlo mucho, por favor. Y abandonó la sala. 

viernes, 4 de abril de 2025

El último junio


Refinamiento. Desesperación. Canto encerado que se expande como seda desde gargantas hasta su inevitable reflexión en paredes. Y cada palabra que fue cantada colisiona con el inveterado obstáculo, que ni siquiera nació para esperarla, y que golpea, troza y devuelve algo parecido en sílabas, pero jamás igual. 
Refinar no es adiestrar en la forma de colocar los brazos, o cuándo es indicado el movimiento casual de la mano que indica aprobación, solías decirme. Refinar es llegar a ver lo que no hay allí en donde no hay ningún canto por ver. ¿Desesperación por escuchar? Porque las paredes no escuchan, su reflexión no requiere de la vista, decías también entre sorbo y sorbo de té. 
Pero yo sí lo recuerdo. En el último junio que pasamos en la casa. ¿Hablás con lo inanimado, con lo que ya partió de este tiempo?, te apuraste a corregirme. Sí. Y son conversaciones más refinadas que la continua desesperación que armoniza el canto de las que mantenemos los aún animados. En el último junio, decía, aquellas paredes que ya han fallecido acertaron a mostrarme su memoria, todo lo que recordaban, guardaban, atesoraban. Cada una de las palabras pronunciadas, en canto, voz, susurro o insulto. Ellas las tenían todas. Entonces entiendo un poco mejor que ya no existan, dijiste terminando la taza de té.
Si la desesperación acabará devastando, por el pánico de poder escuchar, a todo recuerdo posible, quiero pensar que no estás guardando ninguna de nuestras vidas, ninguno de nuestros junios ni tampoco la más leve armonía que nuestras voces hayan entonado junto a algún fuego. No, respondiste con lo ojos absolutamente endurecidos.
Y agregaste, antes de levantarte y salir de la sala, yo quiero sobrevivir.

miércoles, 2 de abril de 2025

Basado en hechos reales


—El problema lo tengo con las semillas. 
—Cuénteme.
—Yo como pan con semillas. Éstas se caen, a veces, del pan y quedan esparcidas por la mesa.
—¿Le molesta que se caigan?
—No. Yo no me meto con la voluntad de nadie. Menos si es una semilla. 
—Bien. 
—No sé... ¿por qué me está juzgando? ¿Cómo sabe que eso está bien?
—No fue un juicio, lo invité a que prosiga el relato. 
—Está bien, pero sería bueno que no utilice sentencias morales para animarme a hablar, porque podría lograr inhibirme del todo. 
—Fïjese que acaba usted, ahora, de hacer lo mismo. 
—Pero yo soy el paciente. 
—¿Y eso le hace suponer que tiene salvedades que no me abarcan a mí?
—Claro, porque yo le pago. Usted no me está pagando nada a mi. 
—Pero lo escucho. 
—Eso es relativo... porque todavía no le conté el motivo concreto. 
—Adelante. Lo escucho. 
—Las semillas desprendidas del pan y esparcidas sobre la mesa se confunden con pequeñas cucarachas. 
—¿En su casa hay cucarachas?
—Es notable su perspicacia... sin duda elegí muy bien al profesional. 
—Gracias. Pero no era tan difícil tampoco. 
—Nada que ocurra en mi vida es difícil. Y si lo es, ni llego a percibirlo. 
—Dejemos eso para más adelante. Volvamos a las semillas y las cucarachas. 
—Eso es todo. Se me confunden. E imagine que estoy comiendo... no es lo más agradable que puede pasar. 
—No, es claro. Sin embargo, no puedo dejar de preguntarle por qué tiene cucarachas arriba de la mesa. 
—Lo entiendo. Si no puede dejar de preguntarme, pues hágalo. 
—¿Por qué tiene cucarachas arriba de la mesa?
—Yo no tengo nada. No son posesiones mías. ¿Me imagina con un título de propiedad de un rebaño de cucarachas? No existe tal cosa. 
—Supongo que no.
—Su margen de duda ya me da escalofríos. 
—Lo ratifico, no existe. Entonces... ¿cómo llegan esas cucarachas a la mesa y a confundirse con sus semillas? 
—Ahora está usando el posesivo para las semillas. Es decir, supone o admite que no soy dueño de las cucarachas pero sí de las semillas. ¿Cómo llega a esa conclusión?
—Es sencillo. Las cucarachas no las compró, pero el pan con semillas, sí. Ergo, es suyo. 
—Brillante. Dejemos de lado hipótesis molestas de que podrían habérmelo regalado, podría haberlo robado o podría, ¿por qué no?, haberlo horneado yo mismo. 
—En principio, dudo de que alguien regale un pan con semillas, también dudo de que si usted eligiera el camino del delito le apuntara a un pan con semillas. Y por último, de ninguna manera cocinaría un pan con semillas en un ambiente en el cual perfectamente podría estar elaborando pan con semillas y cucarachas.
—¿Sabe que lo soñé?
—¿Soñó conmigo?
—No, mi inconsciente tiene claros sus límites. Soñé que cocinaba pan y cuando abría el horno veía un dantesco espectáculo de cucarachas pasándose bronceador... cual si estuvieran en un balneario, por el calor, ¿vio?
—Claro. ¿Sintió algún tipo de pulsión agresiva hacia ellas?
—¿En el sueño o en la mesa?
—En general. 
—Si aplastarlas con un golpe que prácticamente va dejando la mesa en pedazos es algo llamado "pulsión agresiva" para usted, sí. No sólo la siento, la ejecuto y cada vez con más y más agresividad. 
—Entiendo. ¿Encuentra usted algún tipo de culpa en la cucaracha para actuar de esa manera?, denominando "la cucaracha" como una generalidad por todas, sin discriminar una por una, claro. 
—Sí, es feo discriminar.
—En realidad, depende. En ocasiones es imposible no hacerlo. 
—Por ejemplo, yo debería discriminar semillas de cucarachas, porque luego el golpe en la mesa acaba con la cucaracha, pero también acaba con todas las semillas en el piso. 
—¿Y culpa de eso, usted, a la cucaracha?
—Mire... ya van dos veces que intenta meterme en la dicotomía "culpa - inocencia". ¿Me parece a mi o usted está tomando partido por las cucarachas por tener algo en contra de las semillas? 
—Yo no tomo partido. Yo sólo analizo y trato de que usted encuentre su propio camino hacia la solución. 
—Hasta ahora, ese camino va de este sillón a la puerta de salida. Y si bien usted no toma partido, toma agua, lo veo. Y a cada rato. 
—¿Eso lo perturba?
—No, claro. Su vejiga no es de mi incumbencia. 
—Eso es un punto a favor. Al menos dejamos claro ese tema. 
—Gracias. ¿Qué tan cerca del alta me deja eso?
—No tiene nada que ver mi vejiga con su alta profesional. 
—No, claro... ¿se imagina?
—Volvamos al tema de la culpa.
—Usted vuelve. Yo, no. 
—Claro. Yo soy el analista. 
—¿Y por qué con ese tonito?
—Fue una declaración absolutamente neutra. Sin tonos. 
—Ahí está. Esa es la palabra. Neutra. Ahí radica el foco del problema. Ambas cosas son de forma y color neutro. Semillas y cucarachas. Ninguna se caracteriza ni destaca, entonces se camuflan. 
—¿Y usted da por sentado que las cucarachas toman esa forma y color adrede para confundirse con sus semillas?
—Sí. 
—Bueno, ahí nace un sentimiento de culpa. Usted está culpando a las cucarachas. 
—¿Usted, no?
—Yo no abro juicios de ningún tipo.
—Lindo sería. No vine a un estudio de abogados, precisamente. 
—No sólo los abogados abren juicios. 
—No, claro. Ahora veo que también los analistas. 
—Eso es un juicio suyo.
—Sí, ¿vio?... voy aprendiendo, ¿no? La terapia da resultados. 
—Me alegra que sienta eso. ¿Y qué resultado estima?
—Por ahora un empate peleado, con posible definición por penales. Y ahí estamos complicados porque las cucarachas patean y las semillas, no. Y usted, ya lo sé, hincha por las cucarachas. 
—Dejando de lado su altamente cuestionable juicio sobre mí, pregunto, ¿alguna vez vio a una cucaracha patear un penal?
—Sí. Esa fue otra cosa que soñé. 
—¿Era gol o atajaba la semilla?
—Me desperté antes de que la pelota llegue al arco. 
—Un mecanismo de defensa inconsciente. 
—Sí, el equipo de las semillas, en mi sueño, defendían bastante bien para ser semillas. Se cerraban atrás y parecían esperar el riego como si fueran a florecer. 
—A todo esto, hay un elemento que fue quedando afuera del análisis. 
—¿Su secretaria?
—No, el pan. 
—Ah, eso... es que el pan no interviene, no tiene nada que ver. 
—Ah, mire... ¿me parece a mi o ahora es usted quien pretende darle un halo de inocencia al pan, la semilla y el conjunto todo, dejando a la cucaracha como único culpable?
—Hay algo definitivo. Algo que diferencia de manera inequívoca a unos de otros y coloca culpabilidades donde deben estar. 
—Lo escucho. 
—Las cucarachas se mueven y las semillas, no. Las cucarachas tienen voluntad y las semillas, no.
—¿Le parece que algo que es capaz de devenir en árbol carece de voluntad? Deje pasar el tiempo suficiente y vaya a observar a cucaracha y semilla. Por un lado verá un cadáver ya consumido y, por el otro, un árbol de dimensiones que harían palidecer a cualquier cucaracha, por más voluntad de contaminar su mesa que tenga. 
—No deja de tener razón, pero no puedo esperar a que la semilla se vuelva árbol para comerme mi pan. 
—Y ahí ya llegamos a que las cucarachas directamente serían las culpables de su muerte por inanición. 
—Me parece una excelente conclusión. Ahora sí empiezo a ver el camino. 
—¿Y qué siente que tiene que hacer?
—Aceptar mi destino. 
—Me parece altamente razonable. 
—Bajar la pulsión agresiva de la culpa.
—Excelente. 
—Y quitar el pan con semillas de mi dieta. En realidad quitar todo tipo de comidas, puesto que sea lo que sea que ponga en mi mesa ellas vendrán. 
—Aceptación. 
—Claro, la última etapa del duelo. Aceptar que debo desaparecer para evitar toda culpa posible y toda pulsión agresiva. 
—Sí lo piensa bien, llegó aquí "negando"; luego entró en la "ira" de pretender acabar con seres inferiores en voluntad a una semilla; más tarde llegamos a una "negociación" en donde intercambiamos voluntades, penales y algún vaso de agua; llegó después la "depresión" de entender la realidad y ahora la "aceptación" de su propia extinción. Es decir, ha completado las cinco etapas típicas de todo duelo. 
—Supongo que aquí terminamos por hoy. 
—Terminamos con la terapia en general. No acepto pacientes que han fallecido. 
—Claro... es lógico. 
—Eso sí, al salir por favor abónele la sesión a mi secretaria. 
—¿Ella le cobra a seres fallecidos?
—Sí, porque tiene una licenciatura en médium.
—Qué completo todo... ¿Y le puedo hacer una última pregunta, doctor?
—Sí, por supuesto. 
—¿Me llevará flores?
—Créame que lo evaluaría de buen grado, pero la ética profesional me lo impide. 
—Obvio. Usted es lo que se dice un profesional en toda la regla. 
—Sí. Y aparte, entre nosotros y ahora que ya terminó la terapia, debo confesarle que tengo un grave trauma de confusión entre las margaritas y los huevos fritos.
—Ah, caramba... qué complejo, puedo imaginarlo. 
—Me estoy tratando, por supuesto, pero no sabe la frustración que experimento en la mesa cuando quiero mojar el pan en una margarita. 
—¿Sabe qué, doctor? Ahora me hace sentir realmente mucho mejor. No es que me consuele su desgracia, por supuesto, pero me siento menos solo. 
—Es invariable. Las tragedias unen a la gente. 
—Por supuesto.

lunes, 31 de marzo de 2025

No es lo mismo


Entonces el amor de mi vida dobló la toalla en tres y apagó la luz. Antes, sonrió al pasar frente al espejo y silbó un muy breve fragmento de la canción que habíamos estado escuchando. 
Sentada, apoyaba las palmas de sus manos sobre la mesa, como quien intenta frenar un terremoto, o al menos verificarlo. ¿Por qué su boca dibujaba siempre la forma exacta y necesaria para que el universo se mantenga en orden? ¿Porque yo la miraba? 
Una de sus manos dejó la mesa y sostuvo su cabeza, de costado, en esa introducción que puede ser un pensamiento sordo, una declaración última o sólo sueño cercano. Como no escuché palabras al cabo de un tiempo supuse sólo sueño. Y fue bastante. Porque yo sabía qué soñaba, podía delinear sus despertares y conocer qué rostros habían pasado por su inconsciente, podía ver el desorden de su pelo y entender qué mundos había visitado o no. 
Pero no. Se levantó de la mesa y yo seguí su cadera con la vista hasta que prendió la hornalla de la cocina, la delantera izquierda, que era su preferida. Se calentó las manos, frotándose. No importaba la temperatura, era su costumbre. Las manos, ¿viste?, siempre frías, solía decirme por arriba del hombro. Y cuando se las tomaba entre las mías se acurrucaban como pájaro en tormenta, mientras ella cerraba los ojos y alzaba los hombros. Lo ideal sería que pudiera caber completa entre tus manos, porque son muy cálidas, me decía algunas veces; sonreía luego, quitaba sus manos de entre las mías y me acariciaba la cara despacio, dejando que el recorrido se vaya deteniendo de a poco. ¿Ves?, ahora ya no están frías. No, le mentía yo, porque al tacto seguían frías, pero eso a ninguno de los dos nos importaba. 

Apagó la hornalla, guardó sus manos en los bolsillos y apoyó su cadera contra la mesada. 
Mirándome. 
—¿Por qué insistís en describirme si no me conocés?
—Precisamente por eso.
—Son mentiras que sólo están en tu cabeza. 
—Pero allí dentro sí te conozco. 
—Claro, pero la verdad no me deja existir. Sólo se puede recrear esta mentira en la que armás un rompecabezas con piezas de una mujer que nunca conociste. 
—Mentira no. Ficción. No es lo mismo. 
—No podés besar a la ficción. No podés abrazar a la ficción. Si algo te deja totalmente clavado a la soledad es la ficción y sus espejos. 
—No me siento solo. Si estuviera solo no estaría hablando. 
—No estás hablando. Estás escribiendo. Y teniendo un diálogo conmigo, una mujer que necesita que la escribas para poder moverse, hablar, existir y calentarse sus manos entre las tuyas. 
—¿Te pone triste?

Dio dos pasos, alejándose de la mesada y se paró en medio del ambiente. Me miraba. Sus labios se entreabrían como deletreando un murmullo de relieve inconsciente. Todo su cuerpo denotaba algo entre el cansancio y la resignación. Luego se acercó hasta la mesa, hasta mi, se inclinó y apoyó los brazos hasta que su cara quedó casi pegada a la mía. Era muy fácil sentir que me caería dentro de sus ojos negros. O que su respiración me absorbería finalmente de este mundo. 
Sin embargo sólo habló. Pude sentir su aliento cálido rozar la piel de mi cara. 
—No tengo más espacio para la tristeza al lado tuyo. Quizá pueda sufrir algo así cuando te encuentre, o te conozca. Mientras tanto estas palabras me mantienen viva y hay lujos que no puedo darme. 
—Uno no conoce al amor de su vida a cada paso. Hay vidas que no lo llegan a conocer nunca. Ambos lo sabemos. 
Ella tragó saliva y me dedicó una última mirada húmeda, diciendo:
—Yo creo que no hace falta que me conozcas. Lo que hace falta es que... me traigas de regreso. 

sábado, 29 de marzo de 2025

Sol poniente


De lejos (el paisaje ayudaba, allí todo era lejos siempre) eran dos hombres recortados contra el mar, entrevistos por esos huecos naturales que las piedras le van zurciendo a los límites de la costa (una forma de salpicar la visión y quitarle al horizonte su calma pretendida).
Quizás el único atractivo posible radicaba en la evidente diferencia entre lo gestual. Mientras uno de ellos, el que estaba a la derecha (tomando como referencia la línea del horizonte que descansaba sobre el fin del mar, en ese lugar en donde cada día se acuesta el Sol), se mantenía inmóvil, parco, quieto y sólo desviando la vista por períodos menores a un minuto, el otro, es decir, el que estaba situado a la izquierda (tomando como referencia su acompañante, puesto que el mismo, tal como se dijo, se hallaba a la derecha) realizaba gestos ampulosos y desenroscaba sus brazos en rápidos movimientos que parecían querer explicar, nombrar, justificar, advertir, desentenderse, acusar, recordar, enfatizar, y todo eso acompañado de expresiones de su cara y, seguramente (esto como algo supuesto, pues por la distancia no era posible escuchar) de un desarmadero infinito de recursos verbales con visibles usos indicativos de la vehemencia que todo ese tipo de armado gestual suele cargar. 
Desde la distancia, entonces, (tal como se describe en el primer párrafo) el atractivo podía situarse en ver una especie de molino de viento humano bañando de palabras y gestos a una especie arbusto de naturaleza humana que sólo parecía recibir brisas ocasionales (miradas de soslayo al mar, al suelo o a sus propias manos, como si vigilara que no se le escapara a él un gesto, en medio de esos miedos) e inclinarse muy leve y calmo sólo para no desbordar el límite de lo educado y cortés frente a un interlocutor.
Pero claramente no mostraba la más mínima intención de respuesta, de interrupción o de reacción frente a su compañero y su actitud. 
De la misma manera, el otro (especie de gaviota enloquecida rebotando sus alas dentro de una jaula de vidrio invisible) tampoco parecía tener ninguna intención de detener su necesidad de volcar todo lo que tenía por decir en gestos y voces.

Con la llegada del ocaso y su violento telón naranja copulando con el horizonte (siempre teniendo al mar de cómplice, con su manía de reflejarlo todo, colores, formas y decepciones) la escena se había modificado, pero no tan radicalmente como el paso del tiempo podría haberlo sugerido. 
Ahora ambos daban la espalda a un posible espectador y se situaban de cara al mar, sin dirigirse la mirada entre sí. Si bien el de la izquierda continuaba hablando (aunque con muchas intermitencias y notablemente más resignado o acabado), sus manos descansaban en sus bolsillos y toda su parafernalia gestual quedaba reducida a algunas inclinaciones de cabeza (esas oscilaciones que parecen no poder completarse nunca y acabar siempre muriendo de envidia ante cualquier elipsis lograda) o movimientos fortuitos de sus piernas. El de la derecha sólo semejaba un pilar o tronco estático, también con sus manos en los bolsillos y ya sin dar señales de escuchar o atender.

Pero, cuando la escena casi parecía no dar más motivos para la observación, ocurrió.
El de la derecha, sin modificar en absoluto su silencio ni sus manos en los bolsillos, comenzó a caminar en una línea recta perfectamente transversal al horizonte, es decir, en un ángulo recto que lo sumergiría en el mar. Lentamente, sin modificar su paso, fue hundiéndose en el agua. La marea calma de ese atardecer se le fue arremolinando entre las piernas; luego, alrededor de su abdomen; rato después abrazando su pecho y, por último, cobijando su cabeza en forma completa para no dejar rastro alguno (porque si hay algo que el mar no refleja jamás es aquello que se traga).
Al unísono, como armonizando con la inmersión de su otrora oyente, el de la izquierda se arrodilló con los hombros caídos y el rostro inclinado hacia cierta ausencia de recuerdos, y comenzó a cavar un pozo en la arena con ambos brazos (a la vista, se repetía un poco el movimiento gestual de ampulosidad y agitación, pero esta vez uniforme, coordinado y sin dramáticas expresiones verbales que acaben diseminadas entre esos últimos rayos de sol poniente) denotando un impulso en el cavado equivalente a lo inflamado de su verba, cuando ésta aún sonaba, más temprano, en la playa.  

El comentario lo escuché al pasar.
Ni siquiera me dí vuelta para buscar a quien lo había hecho. Daba lo mismo, a esa altura. 
Pero las palabras me quedaron grabadas para siempre:
—¿Viste?, ahí terminaron los dos últimos seres humanos vivos.