miércoles, 26 de marzo de 2025

Al final del viaje


—¿Usted cree que algún tren se va a detener aquí?
—Sí, por supuesto.
—¿Y por qué lo haría?
Cómo explicar lo visual cuando nada en derredor permite afirmar las descripciones para asentar una mínima metáfora empática con lo que se ve. 
—Disculpe, pero no sé por qué dijo "algún" tren. 
—Porque alguno será el que se detenga, si es que eso llega a ocurrir. 
—Yo sólo espero mi tren. No alguno. No cualquiera. 
Más allá del camino de tierra y del verde que se extendía por fuera de lo que la palabra infinito resiste, no veía cerca ningún motivo para que yo estuviera allí. Mucho menos para que me quedara. Tampoco para que le hablara o siguiera cuestionando su absurdo. Pero así también el sol sale cada día y no admite preguntas. Ni las hace.
—¿Y por qué se detendría?
—Bueno... es claro. Por mí. 
—Pero aquí no hay ninguna estación. Es más, no hay nada. 
—Estoy yo. 
—También yo, si vamos al caso. 
—Pero usted no espera ningún tren. O peor, no cree en él. 
—Nunca entendí el viajar en tren como una religión. 
—No es mi culpa lo que le suceda a su alma al final del viaje. 
Lo dijo alzando los hombros y girando la cabeza hacia el horizonte, donde las vías se perdían. No pude dejar de estremecerme, más allá de la opinión que tuviera del sujeto.
A veces no es lo que nos dicen, ni siquiera quién lo dice. A veces es quienes somos en el momento de escucharlo. No siempre somos los mismos, y a veces somos tan poco los mismos que acabamos dándonos pánico.
—¿Sabe?, yo también espero subir.
Ladeó levemente la cabeza como si escucharme fuera la versión piadosa de no dirigirme la mirada. Y resopló, haciéndome pensar en un caballo que, descendida ya su montura, expresa así su alivio.
—Vea, yo espero mi tren. Si usted se sube, estará en un tren, es evidente, pero no será el suyo. Y jamás ocurrirán las cosas.
—Pero llegará alguna estación, alguna terminal, cruzaré la noche, podré detener el tiempo mientras las luces del horizonte se vuelven línea recta denunciando vida, pueblos, cercanías...
Ahora inclinó aún más la cabeza y sonrió de costado. 
—¿Sabe a cuántos trenes me he subido antes de esperar éste?
Sin saber por qué, su frase me hizo retroceder dos pasos hacia atrás, alejándome. 
No siempre somos los mismos. Y lo hubiera dado todo por tener un espejo allí, en medio de la nada. 
Pero, mientras el sujeto se calzaba su sombrero, en el final del horizonte amanecía la silueta de un tren acercándose. 

martes, 25 de marzo de 2025

Frambuesas que han visto la Revolución Francesa


Soñar con nada.
Despertar dibujando un vacío para que se llene de las amenazas de los seres dormidos. Y allí, desde las alturas de lo simbólico en coherencia somnolienta con esas fiestas que quedaron en el pasado, ver cómo cada sillón se va hundiendo en el agua corroída por peces que no han sabido participar del milagro de cada fruto.

Soñar con cada vacío abordado desde cada sillón. Aún seco, claro. Aún a flote, en cada noche. Recorrido por una miasma de fauna marina que profesan el más marino ateísmo en todo lo que pueda florecer. 

Soñar con que nada se pudra. Jamás. Frambuesas que han visto la Revolución Francesa y aún hoy deben sufrir la indiferencia hereje de peces negados. Nogales remando sobre sillones a flote que lloran en ramas bajas recordando aquellas fiestas que supieron verlos con sus mejores galas: hojas verdes en una fluorescencia que volvía fruto el sólo color. Manzanas que habitaron las egipcias bandejas de faraones que contemplaban la construcción de las pirámides de Keops, Kefrén o Micerino, y que hoy, aún sin madurar del todo, ven alejarse de sus semillas a peces de sueños atrofiados. 

Los seres dormidos no abandonan los sillones cuando se hunden. Y el vacío que he dibujado en cada despertar los va deglutiendo. Pero, soñar con nada, anestesia cada día, al día siguiente del mañana que nos permitió dormir para soñar la nada que nos dejó dibujarla. Soñar con una nada en fiesta, aunque el sueño atrase y yo esté despierto, disimulando mi vigilia por piedad y para que no llore impotencia, porque si hay algo triste hasta el desangre es ver a un sueño bañado en lágrimas. Sin frutos. Ni peces creyentes que sepan dibujar nada. 

El último de los sillones carga tres seres dormidos, apretados, respirando roncos con la boca abierta. Se va hundiendo entre un fragor de peces que son parte de otra fiesta (un morbo reluctante a todo festejo o sonrisa mínima) y que miden con la curvatura de sus aletas cada ahogo que los seres dormidos acabarán por protagonizar. Fiesta al fin. Sacrificio, en clave de horror. Pero quieto, apenas un agua agitada y vuelta al sueño. Pero eterno.

Soñar con nada. Y amanecer con uvas que supieron conversar con Moisés. 
Acabaré con todos los peces algún día, y el vacío dibujado será hogar, mundo y lago por siempre. 
Frutos, fiestas y el pasado siempre presente en cada brillo, cáscara o semilla. 
Pero soñar, soñaré siempre.

lunes, 24 de marzo de 2025

Cuando carece de ruido


Sin el sonido, los autos parecían flotar en la calle. Y cada esquina podía ser una invitación amable a ver las cosas de otra manera. 
Tampoco hubo sonido para las cuatro palabras que le dijeron antes de dejarlo solo. 
—Sale a las quince. 
Entonces lo miró cruzar la calle (ese arroyo de silencio) y entrar en la puerta azul, cerrando todo lo vivido por detrás.
Nunca entendió lo que iba a suceder.
Nunca escuchó.
Los camiones pasaban ante su vista como esas nubes que corren violentas y mudas en los cielos de tormenta. El movimiento, aún de lo inmenso, es blando e inofensivo cuando carece de ruido. 
Miraba fijo todavía la puerta azul cuando dieron las quince.
Un negocio, a su derecha, bajaba la persiana atrayendo su atención cuando ella pasó por detrás, usando la última oportunidad que el destino había dispuesto para que se conozcan. Cuarenta segundos más tarde la puerta azul se abrió, al otro lado de la calle y, al verlo solo, entendieron que todo había pasado de largo. Y el ruido que hizo, al cerrarse de un portazo de ira que dejó astillas azules en la vereda, fue el primer sonido que él escuchó esa tarde en la calle. 
Miró la puerta, nuevamente cerrada, sin entender y decidió volver caminando a su vida (ese jadeo en el vacío).

domingo, 23 de marzo de 2025

Desde el despertar


Descartar en la noche los esqueletos,
(movimientos todavía frágiles),
y la nostalgia de la carne que los recubría,
como cada sueño se ocupa de asistir,
la realidad que nos ataca desde el despertar.

Se va otro día sin que. 
Un día menos para el.
Se pasó el día y nunca pude. 
Llegó la noche y sin. 

Voy a redimir cada roce con las sábanas,
(movimientos en clave de sol, de noche),
de la misma manera que cada hora del día
fue tajeándome el sentir iluso de que,
en el final,
aguardaba la meta, la gloria y la fama, 
para el ganador absoluto de la jornada. 

Y dormir. 
Sabiendo que hasta el más crudo
de los cementerios,
deja pasar los sueños silbando bajo
entre los huesos de cada esqueleto
que nos prometió reencarnar
en la mañana siguiente. 

sábado, 22 de marzo de 2025

Un adiós en sí mismo


Un florero vacío en el medio de un campo. 
Indiferente y estoico frente a toda la vegetación circundante que se pregunta por él, sin un sólo murmullo, apenas con la mirada vegetal que sabe descifrar todas las noticias que el viento carga.

Un bote seco, ajado en su madera veteada de nostalgia.
A un escaso metro de donde rompe la ola más extensa, sin mojarlo jamás, como respetando un pacto sin firma alguna. O como entendiendo los significados de lo estático y vacío, algo que en ningún mar existe.

Una quieta lluvia de abril, detenida a varios árboles de altura por sobre el suelo inerme del desierto.
Intentando recordar la forma de caer, la magia convocada para que todo se precipite y reflexionando sobre la necesidad o no de llegar realmente al suelo trenzado en polvo y piedra, pudiendo también quedarse como esmerilada cortina de cielo. Tan cierto o tan efímero como el Sol lo admita. Tan peligroso como el viento que se atreva a abrazarla y caer juntos a tierra, en un amor tan único como último. 

Un sendero trazado con huellas que finalizan en forma abrupta en la cima del cerro. 
Parten desde la ciudad vacía, desgajada de abandono, atraviesan el campo, la playa y el desierto, y suben a paso calmo hasta la parte más elevada para luego desaparecer, como si el llegar a lo más alto fuera un adiós en sí mismo.

Largos días pasó el cerro preguntándose por el autor de sus huellas y su destino, hasta que la lluvia de abril, habiendo observado todo desde su privilegiado cielo le dijo, en una breve llovizna, que no lo espere más porque el bote ya había partido, el florero contenía ahora la única historia posible conservada en agua, y ella caería finalmente esa noche, borrando las únicas huellas que aún quedaban como solitario epitafio de la ciudad vacía.

viernes, 21 de marzo de 2025

Se imaginó salvaje


"No hay resultados que coincidan con su búsqueda."
El silencio tomó asiento entre humano y máquina. Se escuchaba el movimiento de la saliva dentro de la boca de la mujer. Y sus dedos como ensayando algún tipo de salto mortal, el definitivo, el final. 
"No es posible reconocer los términos de su búsqueda."
Una cadena de palabras. Retroceso, corrección de alguna letra, retroceso, un signo de puntuación, retroceso, cambio de un plural, como quien decora una torta. Los ojos color verde olvido de la mujer se movían en líneas horizontales, como queriendo tejer algo que por fin haga reaccionar al destino. 
"No hay términos compatibles con ningún resultado en su entrada."
Sintió el sabor amargo en su boca. Ese signo que siempre precedía a las ganas de llorar. Pero volvió su mirada al teclado y recompuso su intento. Imaginó formas distintas, imaginó qué diría si no fuera ella y pudiera vivir bajo otro cabello. Se imaginó salvaje, golpeando la pantalla hasta hacerla estallar y partiendo el teclado para comerlo a grandes bocanadas, heridas sin sensibilidad alguna. 
Puso el punto final, apretó la tecla correspondiente. Otro intento. 
"No hay resultados que concuerden con el criterio de su búsqueda".
Absolutamente sin pensarlo escribió, con sus lágrimas mojando las teclas: "Yo no tengo criterio."
Intro.
"De manera estadística se ha establecido que la ausencia real de una voluntad de búsqueda disminuye notablemente la cantidad de resultados a mostrar. Le sugerimos que regrese en otro momento, cuando esté completamente convencida de lo que busca."
Tomó el cable que conectaba el aparato a la corriente y lo arrancó deliberadamente de la pared. Sin mirar. Y sin prestar atención al breve fogonazo que iluminó el rincón cercano al piso. 
Luego se dirigió a la ventana, con sus dos hojas abiertas. El verano aderezaba la noche como una canción de cuna invisible. Ella mantenía su cuerpo derecho, sin asomarse (el miedo ese, siempre, eso de pensar que sin querer, o quizá sin saber que lo quería, pero terminando con todo, y sin querer, miedo puro, sin pensarlo, mejor no asomarse, mejor no probar, podría gustar ¿y luego qué, entonces?). 
Miraba las estrellas en ese cielo nítido. Un universo que invitaba a caerse dentro de él. Sin fin. Y cada estrella le pareció uno de los "No..." de la máquina. Un universo que le negaba completamente cada una de sus búsquedas. Y por cada "No..." dejaba una estrella de muestra colgando del cielo. Para que todos la vean. Ahora... entonces, toda la ciudad sabría ya que ninguna de sus búsquedas tenía un destino.
Sintió frío en los brazos. Se los frotó. Se secó la cara mientras sus labios se movían deletreando ese "completamente convencida de lo que busca", de cara al cielo estrellado (el miedo, el otro, porque vendrían y le gritarían con ademanes violentos que aprenda de una vez, que cómo todavía no sabía, que adónde iba a parar...). Fue escuchar ese "adónde iba a parar" dentro de su cabeza y mirar instintivamente el suelo, seis pisos más abajo de su ventana. Por eso volvió a frotarse los brazos y se alejó de la ventana, mirando al pasar la máquina con su cable formando un arabesco herido en el piso, ya sin argumentos para contestarle nada. 
Se recostó vestida en la cama dispuesta allí cerca. 
Se dio vuelta, de cara a la pared. 
Dormiría más segura así, dejando la ventana abierta. 

jueves, 20 de marzo de 2025

Lo más cercano a la verdad


Sabía que mentía.

Caminar por el pasto raleado, más intención que vegetación que perdía la batalla contra el suelo de piedra del borde del acantilado, le hacía llevar la vista naturalmente al suelo. Y el suelo le sugería que no deseche la intuición.

Y que le había mentido desde el inicio. 

De su lado izquierdo, el mar se volvía sinfonía de vientos entre oleajes y nubes con genética de tormenta. Una de esas tardes en donde el sol jamás logró despegarse del horizonte. Del lado derecho, el hombre hablaba sin interrumpirse, caminando a su lado. 

Pero también sabía que haberle creído era una mentira más. Como el sol en esa tarde. 

Ya daban los últimos pasos donde el acantilado languidecía y comenzaba su romance con algo más cercano a una llanura e incluso algo que podría llamarse playa. Se detuvo, sin mirar al hombre a su lado, que ahora seguía hablándole parado. Sentía necesario seguir teniendo los ojos cargados de su mar, de su viento de intuición. Necesario también que esas olas lo empujen a decirlo. 

Finalmente dos palabras secas bastaron para callar al hombre a su derecha. Ambos quedaron sumergidos en el silencio que imponía la cercanía ahora imponente del acantilado. Y con el cese de la mentira, casi como una armonía más en la sinfonía del mar cercano, el viento amainó bruscamente, como si entendiera que ya podía callar y retirarse de la escena. 

Tomando conciencia de lo inevitable, del obvio devenir de los hechos próximos luego de aquellas dos palabras, el hombre parado a su derecha bajó la cabeza, metió las manos en los bolsillos de su abrigo y comenzó a caminar despacio, en dirección a la playa.

Entonces él extrajo de entre sus ropas lo más cercano a la verdad que conocía, la cargó, la amartilló y le apuntó lentamente a la cabeza de la figura que se alejaba caminando de espaldas.

miércoles, 19 de marzo de 2025

Cenizas de voz silenciada


Y las luces perdidas en la noche de la ciudad. Espaciadas, como si juntas se apagaran. Sobrevolando en la interna complacencia de saber que el día volverá. Sobre el rumor indecible que lleva la madrugada como motor y salvataje de soledad. Versos que escuchan los solos, rimas que llevan la métrica del inútil cambio de luces de cada semáforo, abandonado de todo auto. 

Y, cada luz, una ventana. O incluso algo peor. Pero, sobre todo, el desgarro de saber que flota en cada punto luminoso de esa red la sospecha de una historia. Cada ventana iluminada, un sueño que eligió eludir el sueño. Pero también el despertar. Alguien calla lo que otro piensa. Alguien dibuja con las cenizas de su voz silenciada. Alguien toma su decisión sin saber que es la última .Alguien aburre recuerdos en un desfile convocado para no sentir más el espanto. Alguien imagina el mañana como si el sol fuera a atenderle el teléfono. Y alguien escribe, por último, el entrañable comienzo de lo que nunca acabará de amar. 

Y, si pudiéramos unir con un trazo de deseo cada punto de luz nocturna, cada ventana con su madrugada esfumada, y mirar desde el cielo la figura formada con todas esas líneas, entenderíamos cuál es nuestro rostro ante la Luna.

martes, 18 de marzo de 2025

Hasta que su mirada se dirigió a mí


—Podés dejar tu ropa ahí. 

Contra todo pronóstico, la falla a la que venía prestándole atención, mejoraba con el tiempo. No era lo esperado. Lo normal hubiera sido que empeore y acabe por romperse. En ese contexto, romperse, era algo tan lacerante como limítrofe con la paz más funcional posible. En ese contexto. Posible. 

—La forma empieza a corresponderse con lo que solemos denominar humano. 
—¿Antropomorfo?
—Todavía no. Pero no veo nada que indique lo contrario a través del tiempo. 
—Me resulta confuso...
—Es por la falta de ropa. Vestite. 

Y siempre la misma sensación. Cuando telas, cierre, botones, costuras y demás condimentos empezaban a sobrevolar su cuerpo, la sensación semejaba presenciar una marea suave, amable, una costa domesticada en un domingo de otoño. O alguno de esos campos sembrados que el viento mece, conversando entre ramas y hojas que guiñan las respuestas correctas. 
Hasta que al fin todo terminaba en su lugar. Aunque no había nada a lo que se le pudiera llamar "lugar" en ella. Si algo la caracterizaba era la rotura como orden, el desequilibrio como serenidad.

—Confuso —lo repitió ahora vestida por completo—, en un sentido que no parezco alcanzar nunca. Cuando me miro al espejo lo único que veo es un horizonte que se corre cada vez que supongo llegar allí.

Me asaltó nuevamente la misma sensación. La voz de ella era el mejor perfume que la habitación podía tener. A pesar de la falla. A pesar de la irrefrenable idea que sobrevolaba lo descompuesto, lo desarmado, lo inacabado, lo roto. Otra vez esa palabra, romperse. Y otra vez el sentimiento tan claro de que mi posibilidad de vida estaba atada a ese romperse de ella. Entonces, ¿cómo deshacer la confusión?

—No hay confusión si podés llegar a entender qué hay al final de ese horizonte. 
—Pero no lo sé. Y nunca lo voy a saber porque cada día que corro, él se aleja. 
—No. Cada día que corrés llegás acá.

Su único ojo recorrió su alrededor como queriendo entender, hasta que su mirada se dirigió a mí. Y supe lo que significaba ese gesto, aunque no tuviera nada que ver con los movimientos humanos. 

—Entonces... entonces no sólo quiero entender. También quiero otra cosa. 
—¿Qué?
—Quiero quedarme.
—Perfecto. Podés dejar tu ropa ahí.

lunes, 17 de marzo de 2025

Una flor carnívora


—Cada vez que suena esa música siento olor a humedad. 
Él pensaba en que cada vez que sonaba esa frase sentía una curiosidad irrefrenable por entender si el verbo reptar podía aplicarse a un ser humano.

—Como si brotara de las paredes, no sé. Como si la melodía le arrancara lo que tienen de agua retenida. 
Él la escuchaba y, delante de sus ojos, se formaba la imagen del sillón que la contenía abriéndose como una flor carnívora y asando su carne en una parrilla que cargaba a la música que aún sonaba por todo fuego.

—Quiero decir que es el olor, no sé. Probablemente no sea humedad, si no sólo el olor. En definitiva, pensémoslo así, ¿no?, si la música es aire vibrando, está muy emparentada con el olor, que también es aire vibrando.

Curiosamente, y en este caso para los dos, en la radio que estaban escuchando terminó la melodía en cuestión y recomenzó. La misma. Repetida. 
Ambos se miraron.
Pero cada pupila tenía distintas frases detrás.

—Probablemente esto signifique que está por llover —siguió ella sin contenerse. 
Ahora, mientras la radio se volvía un árbol más del paisaje dentro de su cabeza, él entendió que, vistos desde cierta perspectiva espacial, todos los humanos reptaban. Pero necesitaba con desesperación materializar esa idea en la persona que declaraba sentir olor a humedad desde ese sillón que no acababa de germinar su flor carnívora. 

—¿Ves?, ¿no tiene una cadencia como de lluvia fina?... ese piano, esa voz que parece un trueno que llega desde otra ciudad... ¿Cómo se llama el instrumento para medir la humedad?
—Higrómetro —respondió él, totalmente ajeno a sí mismo, mientras comenzaba a entender que lo único que reptaba era su voluntad derruida, alejándose de aquella estancia y olvidándolo como un pañuelo violeta caído en el costado del asiento de un ómnibus. 

—Eso, un higrómetro. Me voy a comprar uno y la próxima vez que suene esta canción voy a medir la variación de la humedad ambiente. Claro. Necesito saber que no son sólo ideas mías. A ver si todavía me tomás por loca. 
La palabra tomás logró que, en su mente, se formara la imagen de él reptando por la alfombra y de ella convertida en una pastilla. Luego él se la tomaría, aprovechando la humedad ambiente para tragarla. Así entonces, las próximas palabras de ella las escuchó provenir de su estómago. 

—No tendría nada de malo, claro, si no fuera que me arruina el peinado y me hace doler las articulaciones. Y es esa canción, no otra. 
Articulaciones. Esa imagen le devolvió la idea de la flor carnívora vuelta sillón y, pero claro, también debería de averiguar, aparte de la posibilidad de reptar o no, si esa flor carnívora era capaz de devorar, entre otras cosas, articulaciones. También recuerdos. Y letras de canciones borroneadas en el sepia de un pasado que se iba escuchando, de a poco, mal sintonizado, como radio sin pilas, o como vejez no entendida, o como todas esas palabras endurecidas en una garganta que cada vez hablaba menos y tragaba más.

En la radio, casi como un hecho paranormal, la canción comenzaba por tercera vez mientras que, en su pecho, ese dolor tan fuerte ya se volvía una verdadera asfixia y él entendía, al fin, que lo único que había estado reptando era un coágulo por sus arterias, empujado seguro por la humedad del lugar. 
Escuchó la última frase de ella antes de perder el conocimiento. 
—Es olor a humedad, no hay nada que hacer. Realmente no hay nada que hacer.

domingo, 16 de marzo de 2025

Ser isla


Con la insalvable adyacencia sabor destino que carga cada conocimiento de que todo encuentro terminará por ocurrir. Siempre. Al final del túnel de cualquier atardecer que desciende las miradas, la forma humana se dibuja delante como un saber ineludible. Todo encuentro ocurrirá. Y a esas paralelas que se tocan, se enroscan y se pierden en transversales de mediana clarividencia, les aguarda el efervescente despliegue de una esperanza sumamente hostil con cualquier insinuación de realismo pragmático. 

Y la isla. Toda su psiquis de aislamiento allanada durante años, como esos vientos que curvan las briznas de hierba y las vuelvan firmas consecuentes con su paso. La isla y su inocencia sin declarar jamás, sin pretender, ni esperar, ni sonrojarse ante la fastuosidad de una compulsiva ilusión, que carga sueños envenenados en la recámara de su arma delineada en un horizonte de estafa emocional.

La avioneta, biplaza de fuselaje blanco con una línea roja que la recorre desde la hélice hasta el timón y que simbolizaría todo el destino por devorar, toca tierra a la par de la desesperación de la afónica mujer que la conduce, piloto, encuentro y final en un mismo plano y tiempo. Necesita de la palabra para transmitir por radio todo lo que los encuentros que siempre acaban por ocurrir le atraviesan, pero está afónica. Tan afónica ella como aislada aquella isla de todo universo capaz de oír.

La mujer desciende de la cabina y entiende como totalmente lógico sentir que las lágrimas de su cara se van encontrando con el polvo que su aterrizaje dispersó en ese suelo. Al final del túnel de su primer atardecer allí, desciende su mirada y elige un sitio indiferente para sentarse en medio del polvo. Elige cerrar los ojos y elige dar la espalda a lo que resta de vida. Ser isla dentro de la isla. 

Por todo eso no llega jamás a ver al hombre que camina hacia allí, bordeando la costa. Todo encuentro terminará por ocurrir, siempre. Y la isla cierra los ojos al fin, en un descanso que se alegra de ver interrumpida, alguna vez, su inherente soledad. 

martes, 5 de noviembre de 2024

Con sonantes


Lo que dicen, cuando callan,
los que se van, estando,
mientras miran, sin ver. 

Cielo, en clave de sol,
que enumera gritos, 
ahogados, vocal por vocal,
y consonantes al último
día del diluvio.

Das abasto y sobra,
toda falta en plegaria roja;
consciente escasez de un derrame,
vuelto fe, completa y ciega,
al ateísmo más sordo.

Aturdir al silencio,
de quien llega, en clave de huida,
llorando sus ojos en falta. 


lunes, 30 de septiembre de 2024

Que no vale


Puedes escribir cualquier cosa.
Lo que quieras.
Puedes, también, no ser percibido. Jamás.
Como lo que quieras.
Entonces hay una pena que no vale.
Lo quieras como lo digas.
Las espaldas no leen.
Los ojos cerrados no leen.
Y los abiertos mucho menos.

Entonces puedes escribir lo que quieras
y llegar hasta el fin absoluto de toda
pertenencia a lo vivo o lo inconcluso.
Jamás importará.
Entonces hay una pena que no vale.
Hago silencio. La acuesto a mi lado.
Y le aseguro que el sol saldrá.
Ella me cree y los dos mentimos.
Pero al menos
nos leemos
irnos.

jueves, 15 de agosto de 2024

Claveles engarzados en la Luna


Quise darte un abrazo en clave de fresa. Olvidé el otoño que sonreía desde las pantallas de tu octogonal trasplante de tejido en clave de adiós. 
Golpearon la puerta. El despertar nunca puede tener los mismos cuchillos que lo soñado. Y, desde las velas que enturbiaban tus párpados esmerilados de noches óseas, se abalanzaban en cascada fluorescente una torre de luminosos periódicos caducos, cada uno con sus propias muertes anunciadas como claveles engarzados en la Luna.

Sin ella, el café no se enfriaría, decías mientras te acomodaba la almohada blanca, de la cama blanca, de tu final blanco. No hace falta tomarlo, decía yo cerrando la puerta, con ese sonido a picaporte que se afinaba en un —volverás y no sé si estaré—. Yo no corrí las cortinas, ellas huyeron. Si te digo que la madera balsa flota, ¿buscarías un lago para que mi memoria no termine por hundirse? Y, por darle crédito a la noche, no vi la deuda que tus dedos dibujaban en la arena tibia de mis brazos. Llevame a una hamaca. No me importa si la sábana blanca tiene vértigo. Colgá mi suero en las cadenas y dejá que me pierda en el viaje. Quiero amanecer por dentro, en un péndulo que filigrana mi infancia y que le miente mi muerte al ocaso. Incluso sin café. Vos, llevame.

Grumos sentados en los bancos del pasillo. Dispersos. Con sombreros atravesados de plumas y cejas entonando himnos escarlata. Me prometí no volver, sabiendo que no me iría jamás. Como si pedirles a mis piernas un coito con la brisa zigzagueante de los pasos desechados fuera una aberración más cruel que la propia sábana blanca que soterraría tu piel transparente. 
Otro trasplante. El de un molino que tritura los granos con los que hilábamos el brillo de nuestras sonrisas y arroja esa sábana que espera. Te espera. Nos desespera. Pero el turbio y caliente anonimato pudo más que la cruz esa de madera que vigila en lo alto. 

Arrancarte cables, agujas, cánulas y licencias de familia con fecha de caducidad dibujada en la certera forma de una serpiente con somnoliente paciencia. Mirar lágrimas caídas como ojos procaces en las sábanas blancas. Abrazar, como el último piso posible del ascensor en clave de fresa. Y afuera, puerta mediante, el otoño que empuja nuestras pieles.

Nos dormiremos contando claveles engarzados en la Luna. Tenés tu café. Tenés tu abrazo. Podremos irnos. 

miércoles, 3 de julio de 2024

Vimos alces en la orilla del lago


Locomotoras silvestres adiestradas en la rara fragancia de amamantar vagones abandonados. La colina se recorta en sombra contra el ocaso y despereza un desaliño de vías en nostalgia.
Sonreír y esperar la luna. Como quien toma agua sabiendo que es el último vaso. Quizá también la última boca. ¿Y quién no besó trenes viéndolos partir?

Vimos alces en la orilla del lago. Vimos cabellos de mujer desesperada en un soneto de hierbas que besaban el fuego de la noche. Vimos entretejer vías desiertas con cantos de grillos.
La luna se recorta en brillo de paralelas que no se tocan mientras, ahí donde nace el infinito, esa luz que crece es boca, agua y beso último del vaso que dejaste para nadar junto al último de los alces.
El final de tu presencia según el lago es tu cabello hundiendo su saludo a la colina. Y luego el espejo retoma su incierta espera pálida que es manta de alces, sonetos, hierbas y noche con insomnio.
Entonces ya no sé si lo que miro a través del vaso es la luna, amamantando la locomotora que sólo conoce voracidad y partida, o es la luz del tren que ahora mismo corre colina abajo, hundiéndose para siempre en el lago que se llevó tu beso.

Ya no quedan alces que me miren con culpa. Entonces, guardo el vaso en mi bolsillo para recordar por siempre la estación de tren correcta y retomo mi camino por la ruta, repitiendo tu nombre como letanía para recordar exactamente cuándo volver.


martes, 30 de abril de 2024

Sordas uvas blancas


Los bolsillos cansados
son bocas anegadas de silencio. 
Me miran mirar y su olvido es inmóvil. (Parpadea.)
Cada mano un posible
amor imposible,
y su tener constante (sos tener, soy ausente)
de un tejido secreto y un lúgubre azote mudo.

Donde la luz no explica forma alguna (imaginarte)
nadan, en concéntricos úteros de mármol,
los motivos desmañados
que eligen el guardar, al unísono (sordas uvas blancas),
de un solo y desmembrado trino. 

Nacerán, también del mármol, 
recuerdos bustos (derramás vino imaginado),
anillados en bocas, subsecuentes
al fango azotado de aquel silencio (¿irte?).

Los bolsillos, callados,
nadan en el imposible amor constante
que fecunda esa luz inexplicable (la copa es rota),
trozando la cocción de una placenta estéril
de mármol anidada
y de su boca desmembrada (y ahora tus labios ciegos).

viernes, 19 de abril de 2024

Tren ingresando a la estación


Esperá, porque antes del salto hay que encender todas las luces. Yo espero, pero es muy peligroso tener la palabra "salto" tan cerca de la palabra "tren". No están todas las luces encendidas. Todo el tiempo esperando para saber qué es lo que hay que ver. Nada, pero está el salto y, así con el tren, es como cuando la Luna se mete en alguno de sus cuartos y no me deja verla. No es a vos solo. Pero faltan luces por encender. Y tengo que seguir esperando. Sí, porque faltan. Para el salto, digo. Sí, sos igual que la Luna. No, la Luna no salta. Ningún tren pasa cerca de ella. Yo no lo sé. Apenas encienda las luces te lo digo. La Luna no tiene luz. Nada tiene luz. Sí, el salto sí. Pero esperá que enciendo todas las luces. Yo creo que hace mucho frío para tener que iluminarlo todo. El salto pasa por sobre el calor. Pero tenés que esperar, no están todas encendidas. Lo mismo da que el tren enamore a la Luna y ella le ponga rieles atravesando sus cráteres. Vos saltarías igual. No creas, no todo es un riel en la vía, también hay leopardos caminando con paso de alfombra entre los vagones. Y por eso hay que encender todas las luces. Los leopardos saltan. Pero sus manchas no. Eso depende de las fases, en Luna llena saben esquivar el tren como si fueran abejas con alma de búmeran. Pero ningún leopardo se enciende. Y ninguna Luna. Y pocos trenes saltan. Esperá, porque antes de que salte el último leopardo tengo que encender a todos los trenes. Yo voy a dormir en la Luna esta noche. Pero falta el salto. No, es muy peligroso tener a un leopardo manejando un tren sin luces. Puedo saltar yo, entonces. Podés dormir también, si quisieras. Pero la estación está vacía. No tiene nada de malo, ni de salto, ni de leopardo, sólo el tren ingresando. Nunca encendí las luces. No veo que eso cambie nada. Sí, un tren ingresando a una estación a oscuras es lo mismo que un leopardo devorándose la Luna y luego ahorcándose con un riel de acero por la culpa. Y todo a oscuras. Y vos sin saltar. Entonces buenas noches. Buenas noches. Y que descanses. Vos también. Acordate de las luces. Claro.

jueves, 7 de marzo de 2024

Como toda señal


Te siguen.
Por el río pavimentado de señales.
Por el ruido que hacés, te siguen. 

(Un ente vacío. Hasta que alguien me hable.)

¿Cuál sería tu forma si te siguiera
a pesar
de las señales?

El pavimento es un vacío que sufre de ojos.
Te sigue. Por el ruido que ve pasar. 
Sufre la luz de señales que no puede parpadear.
Por el ruido que hacés el vacío se rebota,
(como toda señal),
en forma de pavimento. 

En el momento en el que alguien me hable,
la forma será una voluptuosa fertilidad que,
de catarata en río y de sol en ojos, 
te seguirá por el ruido que hacés
en ese pavimento que nos dejó soñar.

miércoles, 21 de febrero de 2024

La idea de vidrio


Dos moscas.
Una de cada lado de un vidrio.
Mirándose. Buscándose.
Dando pasos cortos. Pasos de mosca.
Mirándose sin entender
la idea de vidrio.
Viéndose estar y no tenerse. 

Duró segundos.
Los suficientes para que me sienta
mosca.

Y, si no volé, 
fue porque olvidé las alas
en alguna otra vida
sin vidrios.


martes, 13 de febrero de 2024

Se unta el brillo ese


La mirada del otro siempre acaba de quebrarse
en algún tiempo.
(No hay dulce que no se amargue,
explica la sal enferma antes de volver 
a su mar.)

Y la disciplina esa de contener 
la respiración, acaba por esfumar
todo diccionario
de vuelos
posibles.

La sensación esa de despertar 
como el nuevo almuerzo del
enojo caníbal 
de cualquier 
causa.
(¿Con qué tenedor se unta el brillo ese 
de haber estado al llegar?)

Y al pasar por la garganta esa del ascensor
la otra mirada sube 
lo que todo baja,
y la puerta no se detiene en el
canto de esas
pupilas.
(Iris sin filo y córnea sin melodía.)

La mirada del otro
convence escaleras de olvidar peldaños
mientras acuesta, en un susurro, 
las nuevas y mejores 
causas para deslizar,
en el impermeable 
sueño,
un plato central del siguiente desayuno.

Llorar por la luz


No quiero hablarte a vos. 
Porque no podés oír. Esa es una de las consecuencias de no existir. 

Y vos sos muy consecuente. 
Sobre todo cuando no existís. 

Además, ¿cómo desarmo un contexto en triángulos cuando todas las palabras tienen cuatro lados? Preguntarías "¿cuáles?", si existieras. Entonces, lo que no te contestaría es que son: al norte, el olvido; al sur, el desprecio; al este, el sol del sonido y, al oeste, la mentira. 

Es imposible entender tu perfume cuando no existís. Pero a veces, por las mañanas, me gusta imaginar que logra levantarme de la cama. ¿Cómo ponerse vertical cuando nunca llegamos a ser paralelas?
"Las paralelas no se tocan", rezabas como un mantra, pero nunca logré escucharte por esa manía tuya de no existir. "Es tu oído", me decías, mientras yo hacía lo posible por lograr tu existencia. 

Todo lo posible.
Lo hubieses visto, de existir. 

Luego estaba la idea efímera esa de llegar al día del fin con el contexto armado. "No son cuatro lados", era lo que no decías. Y luego, "las palabras son redondas", callabas. 
Si hubieses existido, debería de haberme planteado el perímetro de la circunferencia tomando como base el color de tus ojos. Pero ya sabemos que, en el fondo, lo que no existe no hace más que mirarnos fijo esperando algún parpadeo triangular que le ponga nombre a su niebla. 

"Porque lo peor es la noche, ¿sabés?", era otro de tus mantras que jamás rezabas, 
Y, en esa carta que nunca escribiste, terminabas: "Durante la noche, toda palabra tiene relieve de sombra. Y, al querer pronunciarla, uno sólo logra llorar por la luz."

Entonces, al no haberte escuchado, prendía las velas en silencio y fingía poder dibujarte. armando tu recuerdo con el triángulo amarillo de cada llama.

lunes, 8 de enero de 2024

Luz ciénaga


Supongamos que seas luz.
Y que cada movimiento deje 
una línea abierta.
De voz.
Y que a cada dormir seas una noche.
En cada sueño un rastro.
De sombra.

Pero supongamos que nunca sepas apagarte.
Y que a cada mirada la bese una ceguera.
De cierto color que ahoga en la sed.

Entonces supongamos párpados
como pájaros en vuelo de ofrenda.
A cada sol, tu línea abierta.
Y a cada silencio, el rastro de tu pulso
en todo lo supuesto.

lunes, 18 de diciembre de 2023

Saltar lo suficiente


Terminó de alisar por enésima vez su vestido sabiendo que no hacía falta y que sólo calmaba sus nervios. Estaba de pie a un metro de la puerta de su camarín y sólo pensaba. Esa noche. Lo podía cambiar todo, pero era esa noche. Ninguna otra.
—¿Amor?... ¿estás lista?
Los tres leves golpes en la madera movieron su muñeca instintivamente a abrir la puerta, sin pensarlo. Ganímedes observó a Sincredio sonriéndole. Le quedaba muy bien su traje de gala aunque, para ella, él siempre había tenido un aire cadavérico que no lograba dejarla tranquila. Quizá la extrema delgadez, quizá lo marcado de sus pómulos, no lo tenía en claro. Y cuando él le sonreía la amalgama con lo esquelético se acentuaba.
Ella lo miraba sin hablar. Y debió tener algún gesto extraño en su rostro que provocó que él resignara su sonrisa y la nombrara.
—Ganímedes… ¿estás bien?
—Sí, Sincredio, quizás un poco nerviosa.
—Suena raro… nunca me llamás por mi nombre.
—Vos tampoco.
—Pero es que… Ganímedes es hermoso. Dan ganas de usarlo. Aparte, sos el satélite más grande de Júpiter y de todo el sistema solar, ¿cómo no usarlo?
—Sí, pero ¿lo ves?... un satélite, ni siquiera un planeta o una estrella… algo que gira alrededor de otra cosa más importante.
—¡Pero sos bailarina!, y la mejor… ¿qué nombre más indicado podría tener una bailarina que el nombre del mayor satélite conocido?
—El nombre de una estrella. Y serlo. Y esta noche y todas las noches serían distintas.
Sincredio se limitó a dar un paso dentro del camarín y abrazarla. Despacio. Ya lo sabía. No podía desarreglar ni vestido, ni maquillaje, ni sueños cosidos en los volados.
—Peor el mío, amor… ni siquiera existe. Soy el producto de una mala pronunciación peor escuchada por alguna empleada con sordera.
Ganímedes sonrió y se dejó conducir por el pasillo. Alrededor, la agitación iba marcando lo cercano de la hora.

* * *

¿Cómo saber si llora un caballo?, se preguntaba Eustaquio con la cabeza apoyada en la ventana de su caballeriza. El olor a madera siempre lo calmaba pero esta noche no alcanzaba. Alrededor, sus compañeros dormían o comían con desgano. ¿Y si lloran y yo no lo sé? En realidad, su única pregunta era un pedido de ayuda para su desconsuelo. Él no quería llorar y ni siquiera sabía bien en qué consistía, pero su extraña capacidad telepática de entrar en las mentes ajenas lo había formado en una cantidad de conocimientos que lo abrumaba y lo confundía. Datos, historias, sensaciones, reflexiones, pero sin contexto ni educación. A veces temía sinceramente caer en la locura, pero la comunicación con su gran amigo Helmer solía consolarlo.
—¿Estás ahí?
—Hola, Eustaquio, amigo… ¿qué tal la noche en la Tierra?
—La noche es como cualquier noche, pero yo ya no lo aguanto más.
—Ay, no… ¿qué pasó ahora?
La mente de Eustaquio calló unos instantes y se esforzó por notar si había lágrimas rodando desde sus ojos. Pero nada.
—Lo mismo de siempre, Helmer, el maltrato. Ya no lo soporto. Hoy antes de salir para el teatro pasó y me tiró un manojo de heno y paja en la cara, gritando que cada vez me volvía más viejo y más parecido a un burro.
—¿Burro, dijo?, ¿en serio?
—No lo voy a repetir, Helmer, porque me duele mucho.
—Está bien, amigo. Mejor olvidarse. Pensá en otra cosa. Eh… ¿hoy es la gran noche aquí, no?
Eustaquio volvió a silenciar su mente unos instantes porque necesitaba ordenar lo que venía ahora. Era demasiado importante.
—Necesito pedirte un favor, Helmer. Y tiene que ver con esta noche.
—Lo que quieras, mientras pueda hacerlo desde aquí, obviamente… no olvides las distancias.
—Es que justamente lo que necesito que hagas va a ocurrir allí.
Ahora Helmer mantuvo su mente en silencio unos segundos, mientras relajaba sus tentáculos y dejaba que reposen sobre la superficie de polvo. El tema se tornaba serio.

* * *

Le dio el último beso, le soltó la mano y salió al escenario junto al estruendo de la música, los aplausos y las actividades febriles de la gente detrás de la transmisión. Ganímedes quedó entre bambalinas y miraba a Sincredio parado en el medio del escenario hablando, gesticulando, lanzando chistes y devorándose las cámaras como solía hacer. Lo sabía hacer. Ella sabía que lo sabía hacer muy bien. Y también sabía de su extrema crueldad. Esa misma capacidad para liderar una transmisión internacional, que abarcaba una función de gala y servía de preámbulo para lo que sería nada menos que el regreso del hombre a la Luna, contenía la frialdad necesaria para lastimar o herir a cualquiera. Sin detenerse. Sin sentirlo. Por eso ella bailaba y giraba. Siempre. Por eso ella no se detenía. Por eso las acrobacias y por eso su ansiedad por vivir en el aire lo más posible. Ya sabía de lo que Sincredio era capaz con quien mantuviera sus cuatro patas en la tierra. Más de una vez lo había acompañado a sus caballerizas y la experiencia no había sido grata. Ella tenía que volar. Girar. Siempre.

El tiempo se atropellaba dentro de sus nervios y sus manos alisaban continuamente un vestido ya liso. Escuchaba la rutina ensayada sin comprender y sólo sabía que llegado el momento alguien la empujaría a escena para hacer su número. Hablaban, presentaban, pasaban invitados, conectaban con el módulo que estaba llegando a la Luna, entrevistaban familiares, mostraban imágenes del pasado, sonaba la orquesta en breves pasajes, tandas publicitarias, gente que pasaba y le decía cosas, y su vestido liso, y su escasa o nula noción de la distancia que había hasta la Luna. ¿Lograría alcanzarla con algún salto? ¿Y quedarse allí para siempre? Había que girar. Volar. Siempre.

* * *

—Amigo, básicamente no tengo problema en hacer lo que me pedís, pero sabés que va a traer consecuencias.
—Claro. Eso es lo que quiero, las consecuencias. Quiero que ese ser horrible que me amarga la vida vea su carrera destruida por un desastre.
—Suena a mucho… Yo no quiero criticar tu idea, pero no sé si realmente todo va a funcionar como querés.
—Helmer, yo soy el que vive en la Tierra. Yo los conozco, conozco sus mentes y sé cómo piensan. Confiá en mi. Vos, querido amigo, sos un calamar gigante que nació y se crio en la Luna, de maneras que aún no comprendo, por supuesto.
—Ya te dije mil veces que no me digas “calamar gigante”, es ofensivo, yo no tengo nada que ver con esos pescados.
—Bueno, tampoco son “pescados”, acá un calamar es algo…
—Lo que sea. No soy de la Tierra. Lo único que me une a esa pelota celeste es nuestra amistad telepática. No me hagas replantearme mis amistades planetarias, que ya de por sí son pocas y siempre viven lejos.
—Bueno, bueno, Helmer… tranquilo, perdoná, prometo no decirte más calamar. Sólo te pido que esta noche, hagas eso. Un favor. Para vos no es ningún esfuerzo y a mi me cambiará la vida.
—Está bien, dejame ver qué puedo hacer. No te prometo nada.
—Confío en vos, amigo.
Luego el silencio y el olor a madera, relajando. Alrededor de Eustaquio todo estaba casi callado, apenas el reacomodarse de algún compañero, pero el silencio marcaba la noche en la caballeriza.

* * *

De vuelta entre bambalinas. Ganímedes ya había hecho su número, breve, tal lo pautado. Estaba agitada igual, le dolían los pies, algunos músculos de las piernas, sabía que se había esforzado más de lo normal, sabía también que era su noche porque jamás tendría a tanta gente del otro lado de una pantalla mirándola. Y sentía haberse roto en alguna forma. Quizás en alguna forma más que la muscular. Aún su mente navegaba en el residuo de sus nervios. ¿La Luna? ¿Y cómo llegar hasta allá? ¿Con qué salto, con qué paso? ¿La querría más Sincredio si ella pudiera llegar a bailar en la Luna? ¿La quería?

Ahora todos miraban las pantallas gigantes absortos. Un relato transmitido con voz mecánica se intercalaba con las palabras más terrestres de Sincredio en el escenario. Acompañaban esa hazaña con un silencio de expectativa. Las imágenes eran sorprendentemente claras para semejantes distancias. Aun faltaban minutos. Había relojes, números y contadores por todas las pantallas. Las manos de Ganímedes sostenían la tela de su vestido, pero sin alisarlo, sólo apretándolo. Sentía la necesidad de aferrarse a algo que le impidiera salir volando. ¿Qué podría haber tan arriba? ¿Qué podría haber mucho más arriba de sus saltos? Sus manos, la tela y el dolor de sus músculos eran en ese instante todo lo que ella podía llamar “hogar”.

La elevación del ruido ambiente y la excitación, que se podía percibir casi sólida, le dijo que lo más importante estaba por ocurrir. A su alrededor todos se movían de alguna manera. Ella se asomó apenas para poder mirar una de las pantallas y corroborar lo que el entorno le decía con su agitación. Llegaban. El módulo lunar había logrado aterrizar sin estrellarse, lo mencionaban porque era una de las posibilidades, y la gente festejaba en un descontrol que recordaba a un triunfo deportivo. En breves minutos más abrirían las compuertas y nuevamente, luego de tantas décadas, habría un hombre caminando por la Luna.

Sin saber por qué, Ganímedes se retiró de ese costado del escenario, dio unos pasos perdidos mientras la gente gritaba cada vez más. Algo dentro de su esencia había logrado que deje de importarle el espectáculo. Quizá, la nave aterrizada ya anulaba todo vuelo, todo movimiento, toda órbita o giro y entonces ella ya no tenía que ver con el tema. Ahora vendría lo usual, lo remanido: el hombre llegando a algún lado y meses enteros de festejos. ¿Qué podría haber de bello en pisar un suelo sin elevarse o girar, por más distancia que se haya recorrido? Pero algo pasó, algo que incluso logró que sus dedos suelten la tela de su vestido. El tenor de los gritos de la gente hizo que instintivamente se lleve sus manos al pecho, cubriéndose. Intentó volver a salir para observar alguna pantalla, pero una avalancha de gente descontrolada la tiró hacia un costado de las bambalinas y pensó que era mejor buscar refugio. Los gritos iban en aumento y no lograba entender nada. Sólo se quedó en su rincón entendiendo que fuera lo que fuera, debía esperar que pase. Hundió su cara en la tela del vestido y se imaginó a sí misma en órbita, girando, danzando más allá de la grandeza o la tragedia de lo que hubiese ocurrido.

* * *

En la oscuridad de la cabelleriza Eustaquio se preguntaba cómo lograría enterarse de lo que hubiera pasado. No tuvo la precaución de pedirle a Helmer que se lo cuente y, al ser un amigo, mantenía la ética de no entrar en su mente sin aviso. Así, pasaban las horas de la noche y la ansiedad lo mantenía despierto en medio del silencio absoluto. Hasta que, por fin, la voz resonó en su cabeza.
—Ya está hecho, amigo.
Ahora sí había lágrimas. Estaba seguro. Ni falta le hacía la luz para poder verlas. La emoción que sentía desbordaba sus ojos sin necesidad de comprobarlo.
—¿Fue sencillo? ¿Hubo algún problema? —preguntó Eustaquio con la incomodidad de casi no saber qué decir en una circunstancia así.
—Sí, la verdad que sí porque no venían preparados. Apenas dos seres humanos. Igual te confieso que la cara de terror del segundo casi me dio un poco de lástima. Pero bueno, un amigo es un amigo, y vos sabés cómo te aprecio.
—Helmer, nunca sabrás el favor gigante que me hiciste y cómo sanaste mi personalidad después de tanto desprecio vivido. Ahora ya puedo sentir una tranquilidad que trasciende todo lo que viva de acá en más.
—¿Ya lo viste a él?
—No, obvio, aún debe estar en el estudio de televisión y debe haber un desastre espantoso alrededor, puedo imaginarlo. Si bien lo que hiciste, para vos, puede haber sido no más que “la cena del día”, acá en la Tierra esto es una tragedia inédita.
—Sí… sí, puedo hacerme una idea.
—Sólo me di una vuelta por la mente de ella. Hace un rato.
—¿Ganímedes?, ¿la bailarina?
—Sí. Pero con ella no se puede porque la aíslan tantas capas de soledades que dentro de su cabeza sólo sentís giros, saltos, vueltas… ella sólo piensa en volar, siempre. No puedo ver mucho más que eso.
—Algún día voy a verla por acá, entonces… si logra saltar lo suficiente…
—Puede ser, pero en tal caso ni te atrevas.
—Ah… bueno —respondió Helmer sonriendo— no sabía que había algo de amor por ahí.
—Sólo que no te atrevas. Nada más.
—Tranquilo, amigo, aprendí de vos esas cosas que solés llamar códigos.
—Lo sé. Y es más… —Eustaquio hizo una pausa y prosiguió con cierto quiebre en la voz— te aseguro que después del favor que nos hiciste hoy, Ganímedes va a poder saltar lo suficiente.
—¿Y vos?
Eustaquio dejó que la pregunta de Helmer se entreteja con el aroma a madera del lugar y le respondió con una felicidad rara, que nunca había sentido.
—También.

sábado, 9 de diciembre de 2023

Didascalias para miradas que aún no se han escrito


Yo, que vi caer el fruto de Eva sobre el despertar de Adán, no puedo menos que hablar cara a cara con la Serpiente y decirle que es en vano todo. Que el hombre acabará por edificarle un zoológico a su alrededor y ella, tan salvaje en su introspectiva distopía de alardes y siseos, terminará pagando la entrada sólo para verse y no olvidar.

Cascabel del anochecer, ya nadie siente hambre por esas herrumbres con las que hipnotizabas a Eva, ya nadie busca en el diario noticias de tus colmillos. Ni saben de tu existir. ¿Que tu venganza es parecer que no y saber que sí? Sinuosa, pero no evidente. Y, lo que no evidencia, tarde o temprano no respira.

¿Lo sabías? Ya no respirás y el aire ni lo notó. No lo sabías.
Te llevo en mis brazos de pura pena y, quien se me ha cruzado, ha pensado en una verde manguera ajada por el sol de los años idos, en algún jardín olvidado. Un verde ido. Otro más.

El único recuerdo que te ilumina es la iridiscencia de la manzana que supiste guardar en tu interior. Y que por las noches repta, estrella a estrella, tratando de ubicar el satélite que aún comunica con la mirada de Dios. Languidece luego, en un silencio que sólo la ansiedad de tu cascabel interrumpe, y se guarda junto al amanecer, recordando que necesitás simular muerte para poder seguir viva.

lunes, 4 de diciembre de 2023

Las miradas rotas


Pero resiste.
Desarmado en breves vínculos,
como ojos negros de ventanas rotas,
escama, hora por hora, 
el derrotero que sabe inútil
de cada uno de sus soles.

La calle ama su gris tranquilo
dando a entender que no necesita
de apoyo a la Tierra.
Sus cimientos son los pasos,
los neumáticos y las miradas rotas.

¿Vos a mi?
Y la educación de cada vereda
destrona el logro de la resistencia.
¿Dónde buscar un paraguas sin tela
que deje caer a todos los trinos,
desnudando el último temblor de Dios?

Yo a vos.
Escamando, en reversa, una genética
que descomponga la brújula del sol.
¿Podrás ayudarlo a salir solo de noche
y a volver temprano
para que el último temblor
del ocaso en el levante
nos convenza, quizá,
de ya no resistir?

viernes, 24 de noviembre de 2023

El amor de negarse a lo evidente


—Quizá siempre estuvo ahí y nunca lo vimos.
Mariela hizo el gesto de cerrar el bolso, pero estaba cerrado. Él evitó mirar su mano entorpeciendo el cierre porque necesitaba que ella siga intentando lo que ambos sabían inútil.
Luego, el sonido de vidrios estallando varios metros por encima de sus miedos no torció el rumbo de sus respiraciones. 
—Calculaba, anoche, que para el bautismo tendríamos que pedir sillas prestadas. 
Él miró las manos que ahora entrelazaban las manijas del bolso, como si hiciera falta superponer otro tipo de cierre. Mirar los dedos de Mariela era como deshojar meses de un calendario. Luego llegaban las uñas rojas para advertir de la Navidad, pero el tacto se empecinaba en cerrar. 
—¿No te parece?
Un golpe fuerte y seco. Cemento volviendo al cemento y desgranándose en obituarios de ladrillos liberados. Tiros lejanos con la cadencia de una nocturna máquina de escribir que parecía prometer no acercarse demasiado. Pero, pensaba él, todo papel se termina. 
—Cerrá el bolso, Mariela, porque se va a llenar de tierra. Están cayendo esquirlas.
—También podemos usar el sillón del comedor, si falta lugar —decía Mariela mientras obedecía y seguía buscando un cierre ya en su tope. 
Alguien pasó corriendo calle abajo y una serie de gritos encadenados en otro idioma les llegó a través de la oscuridad. Luego, otra vez la máquina de escribir y los gritos cesaron.
—Quizá siempre lo vimos, Gabriel, pero nunca estuvo.
Sentados uno junto al otro en ese banco de madera, el perfil de ella se recortaba apenas como un delineado pálido contra la oscuridad que los mantenía vivos. Y sin que Gabriel supiera cómo, alguna luz lejana le hacía brillar los ojos. Y bajaba el brillo, también, por la piel húmeda de su mejilla.
—Tengo una laguna... ¿se soplan velas en los bautismos?, porque sé que tengo algunas guardadas. 
Él volvió a mirar las manos de Mariela mientras otros vidrios, más arriba, también se unían a esa salvaje obertura que los introducía en un final golpe de orquesta. Apretaban las manijas del bolso y dejaba mover apenas sus pulgares, como si las uñas rojas necesitaran mantener algún tipo de señal en movimiento, visible para un rescate.
—Si nunca... hubiese... estado... no estarías cerrando el bolso, Mariela. 
Gabriel notó que los derrumbes que iban cercándolos le llenaban de cemento la boca y colocaban comas en sus oraciones donde no iban. Tragó saliva y buscó algo de esa tibieza que todavía dormía en el amor de negarse a lo evidente. 
—No te preocupes, no se usan velas. Se usa agua bendita y yo ya la tengo guardada. 
Y la abrazó, rodeando su espalda con el brazo izquierdo, mientras Mariela se inclinaba sobre el bolso cerrado y lo apretaba, susurrándole:
—Vas a estar bien... vas a ver que todo va a estar bien...

jueves, 23 de noviembre de 2023

Al dejar de llorar


Necesitás desarmar varios pares de tinieblas que parecen abrigar pero en verdad sólo se limitan a amar tu silencio, que sólo se quiebra al pedirle luz a la intemperie que suele hacer el amor con el rocío que estampa firma tras firma en contratos de utilidad resarcida, por lo posible de lo efímero, lo eterno y lo condescendiente con el pasado.

Al cabo de que nada quede de todo lo que acababa de quedar en absolutos impares de esas mismas tinieblas que se te abrazan temblando ante cada amanecer, la iridiscencia fortuita que suele quedar girando desganada en el fondo de cada caja dará un discurso recursivo, alertando a toda la clorofila circundante acerca de los peligros de la descomposición de la luz blanca a través de cada prisma de cada gota de rocío de cada párpado, que al dejar de llorar libera el prisma y la gota y los siete colores que se vuelven brazos que se lanzan por el sendero a ahorcar cromáticamente a todo lo que se atisbe gris. 
O negro.
Pero nunca retorno.
Jamás. 

miércoles, 22 de noviembre de 2023

Bocados de epitafio


Creo estar acercándome a un lugar peligroso.
Lo peligroso de estos lugares es, justamente, carecer de peligros.
No hay espinas en un vacío. Por eso es vacío. 
No agrede ningún precipicio. Agreden los relieves. 
No hay nada más peligroso que inexistir el peligro.
Entonces el miedo se nos derrite
y fluye más allá de cualquier argumentación carnívora,
vaciándonos de cualquier para qué. 
Entonces el cielo cree poder lloverse,
sin que nos enteremos de que cada mansa gota
grita ácido al fundir la piel de nuestros recuerdos.

Ya entrados en los años del descarne
nadie se detiene a contar los orificios en cada hueso.
Ver el amanecer a través de su decadencia de cartílago resignado,
causa el mismo níveo rictus de la llegada del café con leche. 
El ayuno aroma del dolor es una playa 
donde todas las sombrillas olvidaron llevar su sombra
y el sol sirve, en bandeja, exquisitos bocados de epitafio
para que aquellos que entren al mar
naden sus sonrisas más ilustremente atrofiadas
sin regresar jamás.

miércoles, 11 de octubre de 2023

No cuenta la espera


Cuánto hace
que no cambiás la piedra del molino
atada al cuello.
Y cuánto
que el surco desespera
en una fija canción de alambre.

Cuánto hace
y dónde lo deja
quien hiere al calipso con brotes
de recuerdo mal secado
en sábana blanca y piel de abeja.

Cuánto nace
al descarrile,
sin épica de brillo
ni hogaza al sol de vos,
en la noche de él,
mientras nosotros.

Cuánto yace,
sempiterno,
y sordo a todas tus manecillas
de relojes blindados de azúcar
en un camastro de agonía en sed.

Cuánto viaje
agazapado en el útero de la rueda,
piedra, molino, sol de última ingesta;
despertando el sesgo aterrado
voy por vos,
ya no cuenta la espera.

sábado, 5 de agosto de 2023

Eufonía ventral


Tengo un piano inmerso
en la cara opuesta del vientre
que alumbra la voz amarga
del ciego sol derrumbado.

De toda aquella exquisita fortuna
sólo cruza el puente un caballero.
Agita sus brazos
como un sombrero conversando el viento:
—Afonía de sol y aire nacarado,
el puente no los unirá por siempre. 

(Y el caballero viste un vientre
oscuro de soles en sus bolsillos
que vocalizan, junto al piano, 
todas las consonancias de la amargura.)

La cara puesta del vientre juega
un dominó de víboras entrelazadas,
arpas de arpegio y escamas de pieles,
afonías jugando a derretir esperanzas. 

Y el caballero (pero otro) toma asiento.
Rodea los hombros del sol con su brazo
y le cuenta, 
historias lunáticas de puentes sin sombrero,
ambientadas al piano, 
mientras el sol (pero otro)
va muriendo
ahogado en la insalvable voz
del amargo puente amnésico
en la última traza del vientre.

lunes, 10 de julio de 2023

Durmiendo al sueño


No me voy
sin volver antes,
previo al sueño que opina
que todo puente es hielo.

Ido.
Quedo.

Donde pasan los mismos
colores que opacan,
fluyendo,
o durmiendo al sueño 
en un pozo despierto.

Salpica viraje interno,
(inconsciente que opina),
desata luz un trayecto.
No quiero morir,
dice al llegar el camino,
ni volver 
sin abrazar lo ido
en un pantano quedo.

Asfixia insolente silencio
donde pesan ruinas
con el crujir del cuenco.
Cada dios 
que mira un ocaso
viaja 
del hielo yendo
al consciente yermo.
Quita el retorno seco
del labio surcado
de un silencio enfermo.

Nunca más vuelvo de ir 
por quedar volviendo.

domingo, 30 de abril de 2023

Lo que queda en pie


—Nada, Franco, nada. Esta es la caída, el momento final. El terminarse de todo. Sabés de qué te hablo. 
En el amplio salón iluminado, con paredes color ocre, cerraban uno a uno los ventanales con un gesto que intentaba disimular el apuro. O el miedo. Cerca de algunos vidrios aleteaban sonidos similares a explosiones, pero aún lejanos o erróneos. 
—Como si estar detrás de un vidrio pudiera detener la historia. 
—¿Se escribe la historia esta noche?
—Se acaba, por lo menos. La nuestra, seguro. 

Franco se revolvió inquieto en su silla de ruedas. Su traje oscuro le pesaba: corbata, camisa blanca, todo ridículo en ese momento. Sólo un par de horas antes, durante la siesta, se soñaba desnudo y corriendo por el parque, detrás de ella, también desnuda. En el aire había sol y música. Ahora había silencio de asfixia. ¿Cómo se sentiría ser despedazado por una bomba? ¿Podría llegar a ver su cuerpo desmembrado rebotando entre el humo contra las paredes ocre? 
—Están pidiendo que evacuemos.
—¿Es un chiste?... Afuera hay una lluvia de misiles. ¿Evacuar adónde?
—No lo sé, señor. Son las órdenes. 
—¿Qué dicen, Artemio?
—Nada, Franco, nada. Puras idioteces. Órdenes como racimos de flores muertas. Inútiles.. 

Franco miraba las piernas de Artemio. Una envidia por esos movimientos. Con toda seguridad si él tuviera esas piernas útiles y no los colgajos que le habían tocado en suerte, hubiera corrido fuera del salón a acabar con el enemigo. Sentía arder en el pecho esos golpes que hubiera dado, sentía esa energía retenida y acumulada. Pero la silla, claro... la muerte estática adornada con ruedas como inútil sarcasmo. La silla desmentía cualquier energía posible, querida o imaginada.
—Sólo es esperar. Aquí no hay sótano ni búnker. Quizá algo quede en pie para cuando el bombardeo acabe. 

Los oídos de Franco se detuvieron en el dolor de esa frase casual: "algo quede en pie". Y obviamente él jamás sería "algo que quedara en pie". Él era siempre algo sentado, o acostado. 
Dio vueltas a esta última palabra. Acostado. No estaba tan mal esperar el fin acostado. Parecía una irreverencia digna de alguien con agallas. Ella, en el sueño, jugaba con el pasto crecido y le preguntaba: "—¿Qué necesidad es esa de mostrarse valiente, de ser un héroe, de pelear más fuerte que todos?... ¿para qué?, ¿qué cambia morir tosiendo en una cama o llevarte con vos a medio ejército enemigo?"

Entonces su cara comenzó a cambiar. Sus oídos se independizaron de los estallidos que cada vez se acercaban más. Se tomó de la silla con ambos brazos y se bajó lentamente. No podía fallar. Primero se sentó en el suelo, descansó, tomó algo del aire ocre que los circundaba y luego se acostó. Rígido, firme, con los brazos paralelos al cuerpo. 
—¿Qué hacés, Franco? ¿Y si hay que salir de urgencia?
—Estoy de pie. ¿No lo ves? Luego, los puntos de vista son siempre discutibles. Artemio, perdoná que te deje pero tengo que volver a un sueño para contestar una pregunta.
—¿Ella?
—Claro.
—¿Y después?
—Ya nos fuimos, Artemio. Entendelo. 

Franco cerró los ojos y varias explosiones encadenadas hicieron vibrar ventanas ocre, desgajando vidrios y ofreciendo plateas, palcos y tribunas para observar el fin con privilegio. Artemio entendió que no hay nada más solitario que una bomba. Miró en derredor y nadie parecía registrar si estaba vivo o si ya era parte de los escombros. El "ya nos fuimos" de Franco le envolvió las piernas y decidió que ya no se movería. 

Ella jugaba con el pasto crecido pero ahora tenía una flor muy pequeña entre los dedos. Lo miraba y se reía. Lo miraba y sentía que amarlo era una explosión más. Una ventana inacabada. Un desfile de incuestionables riesgos que acabarían con todos muertos. 

Le pegó el sol en sus dientes cuando le habló.
—¿Ya los acabaste a todos? ¿Ya podemos regresar y barrer los escombros? Vivir, ¿podemos?...
Franco se notó sentado en el sueño. Se miró las piernas instintivamente. La miró a ella. Se miró amarla. 
—Sí. Ya no queda nada. Ni nadie. Y fui yo solo el que acabó con todo. 
—¿Por mi?
—Por venir a buscarte y por darte la respuesta que te haga vivir. 
Ella comenzó a llorar. Se tapó la cara con las manos. Lloraba cada vez más fuerte. Llegó incluso a abrazarla estando acostado, y ella se acostó junto a él en el sueño. 

En el silencio de los cuerpos unidos bajo los escombros, comenzaron a conversar acerca de sus planes para la vida juntos. La flor pequeña iba de mano en mano y servía para subrayar susurros que declaraban cómo sería una vida que estaba muriendo. Una última y desgarradora bomba acabó con el edificio ocre en forma instantánea.

Entonces Franco pudo sentarse, sacudirse los escombros, mirarla, sonreirle, ponerse de pie, darle la mano e invitarla.
Echaron a andar el sueño.

viernes, 31 de marzo de 2023

Siempre hay un reloj cerca


Había un papel en blanco. 
No estaba en blanco, porque era un papel rayado.
Había un papel con renglones, con rayas de color suave para que lo escrito se contenga lo más paralelo al horizonte posible. Aunque lo dicho en esos renglones ascienda por el peso de su desesperación, los renglones harán que vuele sin estrellarse.
Te harán volar, me dijo el papel en blanco. Antes de que supiera que hablaba de una explosión yo seguía mirando los renglones.

Hay un reloj cerca. 
Siempre hay un reloj cerca, ¿viste? Pero como la inundación acabó con todo rastro de energía, está detenido. Claro, lleva pilas, pero ya no existen. Todas sucumbieron descargándose bajo el agua inmensa. 
El agua es inmortal.
Es probable, porque si no es agua es hielo; si no, es aire, nube, o vida posible, pero morir no muere. En cambio el tiempo, ¿viste?, con todos los relojes detenidos para siempre, es como un inmenso animal herido puesto en estado de coma para nunca admitir su muerte. 
Yo suelo tomarlos de la pared en donde cuelgan o la mesa en donde reposan y colocarlos boca abajo. Les susurro "descansa" al oído de sus agujas y evito mirarlos para que no sientan la crueldad de un tiempo inerte.

Habrá una caligrafía eterna.
Lo dirás como uno de esos murmullos cosidos a un sueño. Las letras redondas tendrán el diámetro de cada estrella encendida, párpado por párpado representadas. Y los trazos rectos seguirán el curso suave de los cometas más reacios al regreso. Lo escrito será tan inmortal como el agua y los relojes entenderán que los renglones son los padres de sus agujas. Rectos como lo era el camino del tiempo ya fallecido. 

Yo hablaba de la explosión, mientras sólo una mirada podía mantener por encima de lo inundado. Alcanzó, de todas formas, para que el atardecer ilumine los renglones flotando despacio. Todas las agujas de todos los relojes de todos los tiempos detenidos volviendo el agua un papel en blanco. 

Y el pulso del horizonte, cosiendo la caligrafía eterna al sueño más callado de mi mano.

jueves, 30 de marzo de 2023

Se quemaría esa noche


—Vamos a salir.

Ella lo escuchó sin dejar de atender la olla puesta al fuego. Ella lo escuchó y sintió cómo la cabaña respiraba. El viento de esas palabras.

—¿Al bosque?
—A matar a una bruja.

Y en su mente se dibujó nítida una pala. En algún lado debía estar. Apoyada en el fondo, quizá. Una pala. Con tierra en derredor.
¿No era prematuro enterrar lo aún vivo?

—¿Por qué?
—No hay un porqué. Hay…
Ella rellenó el silencio de él con la pala. Hay una pala.
—… hay que hacerlo. Es todo.

Revisó su cuchillo envainado como si tuviera la hoja de acero frente a sus ojos. Pasaba las yemas por el cuero gastado. Una reflexión también gastada. El estar tan cerca de perder algo. Y su hija, que lo miraba silenciosa, parada junto a la puerta.
La olla seguía hirviendo en los ojos de ella. Sabía que, de alguna manera, prolongar su silencio lograría retenerlo. Salir al bosque, sí, pero no arrastrando ese silencio que se revolvía en una olla interminable.

—Seguiré encontrando animales muertos.
—El hombre ya fue un animal muerto.

Ella replicó casi instantánea. Su mano, la derecha, la que sostenía la cuchara de madera, se le dormía. Ese hormigueo que sabía guardar en secreto porque lo entreveía como un adelanto innecesario de lo malo por venir. Todo se dormiría, llegado el momento.

—Una bruja que no se mete con hombres. Pero hay cosas más importantes que un hombre.
—Un animal.
—Su espíritu —dijo él acomodando el cuchillo en su cintura y percibiendo que su frase había sido la más segura de todas las pronunciadas. La única.

—¿Ella va?
—Ya sabés porqué.

Miró a la nena parada junto a la puerta. Sus manos entrelazadas delante de su vientre. Y sus grandes ojos marrones, que veían una bruja donde el resto sólo distinguía una persona.
—Y su espíritu —dijo la mujer, como si terminara alguna especie de rezo de fluir callado.
Volvió sus ojos a la olla. Toda la nieve del afuera ahí dentro. Revolviendo lo hervido. Y la pala. El sonido de la pala enterrando toda la nieve en la mirada de la nena. Mantener el fuego hirviendo. Sacudir la mano que se le duerme. Y la respiración de la nena por las noches, cuando sostiene su mano hasta que llega el sueño. Todo dormiría.

—Tenés un cuchillo.
—Sí.
—Y miedo… ¿tenés?
—El miedo es un animal que se entierra en el espíritu del hombre.

El sonido de la olla envolvía la cabaña. Las uñas de la nena inmóvil se entrecruzaban. Y su pecho.
—Los animales enterrados mueren. Yo los encuentro. Entonces hay que hacerlo.
Ella dejó la cuchara de madera en la olla. Calculó cuánto se quemaría hasta que se lo dijese. Hasta que pudiera volver a tomarla.

—¿Nunca te preguntaste por qué ella jamás me mira?
La nena se sintió nombrada y bajó los ojos y la cabeza y el espíritu hasta enterrarlo en su pecho.
Quiso envainarse en otro tiempo. Como el cuchillo que sostenía el hombre que ahora la miraba.
Definitivamente la cuchara se quemaría esa noche.

lunes, 26 de diciembre de 2022

Asesinas elipsis


No me dejes galopar.
Por el sol, yo te lo pido.

He enterrado hadas en pozos transaparentes
de infancias,
en oídos sin nombre
de mieles fantasmas.

No me dejes galopar,
pues ahora ellas salpican,
bajo mi montura,
sus varas mágicas de perdidos desayunos,
sus brillos estancos de deseos oportunos.

Y corcoveo orbitando
asesinas elípsis
cuyas tímidas matemáticas parten al medio el sol
con la furia de la gravedad
que solo un
hada,
enterrada en el pasado
y desoída,
puede llegar a soñar.

No me dejes despertar
en medio del galope.
Déjame a salvo en mi pozo
transparente de necromancias
que pronostican futuros
que cabalgan,
a paso de hada,
sobre dos soles.

sábado, 24 de diciembre de 2022

¿Entiende la épica?


Primero fue un borrón en el asfalto. Gris manchado sobre el gris acostumbrado. Luego surgieron contornos. Leves matices. Algún tono rojizo seco y trazos de líneas finas esparcidas al descuido.
Como la vista se le fijó en la mancha, pudo dejar transcurrir el tiempo necesario para que una de esas brisas que tienen la humildad de transitar entre el polvo del suelo agitara algo como un temblor. Algo en la mancha se movía en el viento. La mancha tenía algún tipo de relieve, entonces. Los colores solos no suelen moverse en el viento, reflexionó.
Se hizo imperativo acercarse. Dar los pasos necesarios para que la mancha deje de serlo y entender.

* * *

El secretario entró a su oficina con el acostumbrado y cansino paso de fingido respeto. Llevaba papeles en la mano y cara de haber sido interrumpido en algo importante.

—Diga, señor.
—Le voy a solicitar que articule lo necesario para decretar tres días de duelo nacional.

El hombre parado frente a su escritorio, inmóvil con sus papeles, cambió rápidamente la expresión del gesto monótono al rictus de estar ignorando algo demasiado importante.
—¿Perdón?…

Él se acomodó los anteojos y lo miró con trabajada seriedad. Esto sería largo.
—Decretar duelo nacional… ¿sabe de qué le hablo? Son tres días, un decreto, hay un protocolo a seguir, banderas a media asta… ¿lo escuchó alguna vez?
—Señor, por supuesto —sonrió muy levemente el secretario, casi como una disculpa—, sólo que se me escapa el motivo.
—¿El motivo de qué?
—Bueno… no me he enterado de ninguna desgracia de gravedad o importancia.

Volvió a acomodarse los anteojos, casi un tic continuo en él, pero ahora mantuvo su mirada en la madera brillante del escritorio.
—Yo, sí.

El secretario cambió su postura y también entendió que esto sería largo. Y arduo. Relajó su cuerpo, acomodó los papeles de su mano y con un breve gesto de permiso los dejó sobre el escritorio. Pretendía que su acción fuera entendida como “ya tomé noción de lo importante del tema y voy a dejar mis papeles a un lado para dedicarme a esto”.
Sacó su anotador de tapas rojas, abrió buscando la hoja correspondiente a ese día y respiró en forma perceptible. Otro gesto que intentaba mostrar compromiso.
—Vamos a decretar tres días de duelo nacional por la muerte de la paloma después de la tormenta.

El bolígrafo se movió sobre la hoja en blanco hasta un punto. Y en ese punto el secretario alzó la vista, mecánicamente, y preguntó como para confirmar:
—Perdón, señor, ¿Paloma, dijo?
—Sí.
—¿Paloma…?
El secretario alargó la frase esperando un apellido relevante mientras mantenía la punta del bolígrafo sobre el papel, justo donde quería colocar el nombre. Pero él sólo se limito a repetir lo ya escuchado pero inaudito.
—La muerte de la paloma después de la tormenta.

Los siguientes segundos de silencio rubricaron en la mente del secretario que ahí acababa la descripción. El nombre. El motivo del duelo. Y sus esperanzas de entender.
—Claro… —murmuró el secretario sin tener nada claro— pero permítame preguntarle, ¿era la paloma de alguien?
La pregunta quedó flotando sobre la madera lustrada del escritorio y fue demasiado evidente que su intención había sido preguntar si “¿la paloma era alguien?”, pero dadas las circunstancias y la investidura que tenía por delante agregó el “de” para no caer en una posible ofensa al prestigio de la ignorada paloma.

—Si usted quiere preguntar si la paloma era de alguna personalidad relevante, funcionario de primera línea o figura destacada del ámbito social, no, la respuesta es no. No era de nadie.
Y luego de una breve pausa, remató:
—No era de nadie. Y eso la vuelve mucho más importante.

Durante estas frases el bolígrafo pareció disfrutar algún tipo de romance con un electrocardiograma, porque se agitaba en la hoja del anotador de tapas rojas simulando una importancia que la mano que lo revestía no alcanzaba a hilvanar por ningún lado. El secretario, en un gesto ya mecánico dentro de su oficio de servir, repitió la última palabra como para invitar a su interlocutor a que siga, a que aclare, o a que lo absuelva de ese raro pantano.
—… importante…
—Sí.
Silencio. No había caso.

Decidió entonces, algo también aprendido con los años, tratar de abrir el tema con preguntas, probando a ver de qué forma podía llegar al nudo de lo incomprensible.
—Disculpe, señor, con todo respeto, claro… ¿Usted conocía a la paloma en cuestión?
Él se volvió a acomodar los anteojos, pues claramente era incapaz de comenzar una frase sin ese gesto previo, y se decidió a pronunciar algunos obsequios retóricos para allanar un poco el camino del hombre que tenía por delante.
—No podría decir que la conocía en persona, aunque quien ha visto una paloma las ha visto todas, pero la conocí lamentablemente ya occisa.

El secretario seguía anotando.

—¿Occisa?, disculpe la ignorancia, pero ¿adónde queda eso?
—Occisa no es una localidad. Significa muerta en forma violenta.
—Entiendo —dijo el secretario sin entender, pero algo más animado—, ¿y tenemos conocimiento del autor material del hecho?, quiero decir, ¿se ha dado intervención a la fiscalía correspondiente y demás?

Él apoyó su mentón en una mano y lo miró con toda la piedad que le era posible antes de responder.
—Ya le dije que la paloma murió después de la tormenta. ¿Usted sabe qué jurisdicción interviene cuando hay chaparrones?
—No, señor. Hemos tenido casos de ciudadanos fallecidos por caída de rayos, pero nunca se registraron denuncias contra los mismos. No que yo recuerde, al menos.

En este punto el secretario sintió un tenue pinchazo de mea culpa, porque si ignoraba un hecho de trascendencia tal que iba a provocar un duelo nacional, paloma más o paloma menos, bien podría ignorar otras cosas fundamentales y su carrera corría peligro.

—La conocí como una mancha gris y borrosa que interrumpía el asfalto, con sus plumas desordenadas, caída seguramente de algún árbol a raíz de la última tormenta.
—Ahora, disculpe, señor, sin ánimo de impertinencia, ¿no?, pero ¿no cabía la posibilidad de dar aviso a algún servicio de emergencias para efectuar algún tipo de rescate? Digo… ¿realmente no había nada para hacer?

—Aplastada. ¿Le suena la palabra?… aplastada. Créame que si yo lo encontrara a usted caído de un piso veinte y vuelto un rompecabezas desarmado tampoco llamaría a nadie.
Y con una rapidez de reflejos que casi no se conocía el secretario soltó impulsivo:
—¿Y decretaría tres días de duelo nacional por mi?

Él olió el acre aroma de la trampa en el aire y decidió seguir caminando sobre terreno seguro.
—Habría que ver cuál fue el motivo de la caída.
—Entiendo —dijo el secretario que ya creyó agotada su cuota de atrevimiento durante esa charla.

—La tormenta… ¿sabe?, la tormenta lo vuelve épico. ¿Lo entiende?… estamos hablando de un ser con alas que vuela, y que termina su vida aplastado contra el piso por una tormenta… que no tiene alas y que no vuela. ¿Entiende la épica?
—Claro —carraspeó el secretario— partimos un poco de la base de que yo no tengo alas, al menos hasta ahora, y de que es poco probable que una tormenta me tire de un décimo piso.
—Partimos de la base de que siendo usted, lo más probable es que se caiga por estar bailando borracho en la baranda del balcón. ¿Entiende la épica?

—Entiendo… —repitió el secretario cual letanía y retomó el bolígrafo y su anotador—. ¿Cuál sería el nombre que deberíamos colocar en el decreto, entonces? Hay un protocolo armado y los decretos se completan en base a modelos, usted ya sabe. Pero me faltaría el nombre…
—Otra vez… La paloma después de la tormenta. ¿Cuántas veces quiere que se lo repita? Mire, si sigue haciendo preguntas y no se pone a trabajar la paloma va a terminar reencarnando antes de que arranque el dichoso duelo nacional.

El secretario seguía con el bolígrafo adherido a la hoja, como si fuera un ancla que le asegurara su perdido barco en medio de esa rara tormenta. Mientras pudiera escribir, no se ahogaría.
—Entiendo… ahora, en ese caso, digamos, si se comprueba la reencarnación, ¿correspondería anular los tres días de duelo nacional o invitamos a la paloma a los actos pertinentes para que se rindan los honores que marca el protocolo?
—No. No corresponde anular nada porque en caso de reencarnar ya no sería la paloma occisa, sería otra paloma distinta…
—¿Aunque compartan el mismo espíritu?

Él ladeó la cabeza y resopló, como anticipando un cansancio posible.
—Mire, yo con eso no me voy a meter porque no quiero tener problemas con el clero. Vio cómo son. Apenas uno manifiesta alguna cosa espiritual y ellos creen sentir un poco de olor a incienso y ya se nos tiran encima acusándonos de herejes, ateos y todo eso. Prefiero concentrarme en las plumas y, llegado el caso, ver qué hacemos. Mire… sinceramente y que esto quede entre nosotros, si algo así ocurriera yo tengo una médium amiga que por algunos pesos nos comunica enseguida con el espíritu de la paloma y ahí aclaramos todo lo que sea necesario.

El secretario seguía en su frenesí de bolígrafo agitado al viento y hoja llenándose de anotaciones.
—Claro… ahí libraríamos el pedido de indagatoria correspondiente y...
—¡No!, ¡no!, pare… eso no lo anote, le dije que queda entre nosotros. No está bien visto que alguien en mi posición ande consultando almas del más allá.
—Claro… y menos si son palomas. Imagino —apuró el secretario.

Él volvió a acomodarse los anteojos pero ahora con las cejas enarcadas, en una curva que denotaba cierto desafío.
—No entiendo… ¿por qué “menos si son palomas”? ¿Me equivoco o usted tiene algo en contra de las palomas? Su frase sonó despectiva.

El secretario respiró hondo, cerró su anotador de tapas rojas y le colocó la tapa al bolígrafo. Luego habló desde ese tono opaco que provocan los recuerdos más hondos.
—Mire, señor… seré breve. Pasé mi infancia viniendo casi todos los días a la plaza que está aquí enfrente, la conoce, sabe de qué hablo… desde donde puede uno sentarse y mirar la Casa de Gobierno. Venía cada tarde a darle de comer a las palomas y pasaba horas y horas… ¿Y sabe qué pensaba?, que algún día iba a estar ahí adentro, en esa casa inmensa e importante, haciendo cosas inmensas e importantes, me veía con banderas, con sillones… Luego, por las noches soñaba que una bandada de palomas agradecidas me alzaban de brazos y piernas desde la plaza y me llevaban por los aires hasta algún despacho de aquí adentro.

Los ojos del secretario acabaron húmedos, mirando a la nada. O al pasado, que es lo mismo.
Él dejó pasar unos segundos y le intentó colocar algún cierre que los dejara en comunión.
—También hubiese sido una caída épica.
—Pero ninguna tormenta me hubiese detenido —respondió instantáneo el secretario.
—Ni yo decretaría un duelo nacional.