lunes, 14 de julio de 2025

Los que escuchan


Quedárselo todo y nadar en el barro.
El silencio de lo que se manifiesta
cayendo.
(Los que escuchan están arriba.
Siempre.)
¿Dónde esperar el golpe?,
si cada piedra sonríe sana y cada suelo reza
su insensible letanía de contornos, 
deambulando la rotura de tus huesos
como el parpadeo final de una feria ensamblada
en la última de todas las madrugadas de lluvia posible. 

Vuelvo. 
Pero con ese brillo de agua que todo barro miente
por abrazo despenado.

—¿Es mi caída un insulto procaz al viento?, 
pregunta la piedra,
que pretende caer a domicilio 
en lugar de la entrega utópica
al azar anodino de un parpadeo más de cualquier feria.
Quiere su alma,
tallada en barro inmóvil,
el silencio último de su saludo al sol. 
Quiere sonar ceca. 
Y soñar cerca. 
(Miedo a perderse.
Los que escuchan, encuentran.)

domingo, 13 de julio de 2025

Por buscarte


Se siente frío.

Es que hemos muerto.

No, si aún te abrazo.

Eso se llama baile.

Nadie baila en medio de este frío.

Ella sí, mirala.

Pero es la Luna.

No, es mi último beso.

¿Y por qué se fue al cielo?

Por buscarte. 


Fotografía: © Pablo Baico

 

lunes, 30 de junio de 2025

Aún


Soñé con vos.
Y entendí
que extrañarte es
el parche en mi conciencia
para que no se acabe de perder
la poca sangre de alma
que aún lleva
el color de tu sonrisa.


miércoles, 28 de mayo de 2025

El ateísmo de querer ser salvo


Como el cierre ese,
casual o adictivo,
pero nunca anónimo de historias
que nos cuesta la desmembranza
de todos los polos opuestos 
que yacen en el lecho 
de las lagunas de nuestra ignorancia. 


Sentado y con las piernas cruzadas, repartía cartas en el espacio que el semicírculo de su respiración le abría por delante. Cartas en el piso y un acervo de monosílabos que se iban puliendo en el roce con el aire frío que contenía a varios presentes ahí parados. Mirando. Calculando. Contando. Describiendo hasta dónde puede un mecanismo de tipo humano mantener esa ironía llamada vida sin los recursos más indispensables. 

Va carta. Va piso. Va polvo que se corre algunos milímetros no sin cierto desdén. Van las miradas de los reunidos allí que parecen peinarle la madeja de suciedad que debería de ser pelo, pero es apenas eclosión de cerebro en mal estado. 

—Usted. Sí, caballero. El del paraguas. Esta noche olvidará la puerta de su casa abierta, sin llave, y mañana Dios estará sentado en su cocina comiendo tostadas mientras lo mira fijo. Y usted sabrá exactamente qué quiere que le explique. Y morirá su silencio, se lo garantizo, antes de que Él termine su tostada. 

Carta. Un camión cansado destroza los espejos de agua de la calle y sus baches. Se aleja, con el rumiar de un motor que no busca excusas para envejecer. Y los presentes que aprietan a oscuras sus manos en los bolsillos, rezando el ateísmo de querer ser salvos del destino ese, tirado tan parco en la vereda. 

—Callar no le va a servir de nada. Daría lo mismo que eso que hizo el sábado pasado detrás del establo fuera publicado en los diarios o entonado sinfónicamente por todos los coros de la ciudad. Él ya lo sabe y, en su cabeza, la cicatriz no se va a cerrar jamás. Al menos no mientras ambos vivan. Y sí, señorita, hablo de usted. Nadie más de los aquí presentes viajó al campo en las últimas semanas. 

Las manos ennegrecidas y con las uñas partidas acarician el mazo de cartas mezclándolo con movimientos nada casuales ni azarosos. Todo lo contrario. Cada entrar y salir de naipes, aunque semeje el contorsionismo sensual de un amante desquiciado del caos más longevo de esa cuadra, está obviamente destinado, colocado y previsto. 

Va carta. Y el semáforo de la esquina cambia a rojo al mismo tiempo que una sirena pasa, lamiendo con el dolor de la urgencia el aire agreste que ahora agita apenas las cartas sobre la vereda. Los ojos, endurecidos como dos piedras negras que piden por favor párpados para su próxima vida, se clavan en la carta dormida ahora sobre el cemento. También sobre el rojo del semáforo, como si todo fuera uno. Y finalmente vuelve a hablar mirando, como siempre, a todos y a nadie. 

—Sí, se lo confirmo. A usted caballero. Esta noche me encontrará aquí, como casi todas. Sé que vendrá a buscarme porque necesita mi muerte. O, en realidad, sólo mi silencio, pero sabe que no hay manera. Sabe, siendo quien es y viniendo de dónde viene, que sólo la muerte me calla. Podrá retornar mañana a su propio averno y sentarse con algo más de paz sabiendo que, al menos, una de las tantas amenazas que pesan sobre su cabeza fue eliminada. 

Un viento, de poca armonía con el clima de la cuadra, se levantó brusco y agitó tanto los cabellos y abrigos de los presentes allí reunidos como las cartas repartidas en el piso, que se dispersaron como conejos culpables de algo innominado. Algunas de las personas, luego de las palabras dichas, buscaron alrededor algún posible destinatario, adivinando o presintiendo en el vacío, sin más que la pura intuición. Pero no hizo falta. El sobretodo beige, la espalda y las piernas rígidas del hombre se alejaban ya a unas cuántas veredas de allí, sin volver la vista, ni el tiempo. 

sábado, 24 de mayo de 2025

El desguace de la entropía familiar

Acabo de contar la hierba muerta, atravesada por las espinas acanaladas de las palabras que dejaste flotando en la última navidad.

Ve hacia el horizonte. Ya es otoño. Y el bajorrelieve que tus muslos hincan en el parecer de los suelos callados no permite cerrar los cajones que ocultan el desguace de la entropía familiar.

Pero el león que bajó de los cielos ha quedado hipnotizado mirando tu pelo. Tengo más miedo de desenredarlo que de despertarlo. 

Puede que haya bajado de los cielos, yo no niego lo divino ni mucho menos aquello que proviene de espejos que se amnesian a la hora de reflejar cualquier poniente, por más absurda que sea la circunferencia del sol y su afección por ser dibujada con tallarines pasados de cocción, pero tampoco puedo dejar de ver, entre sus garras, parte de la hierba muerta. Y las palabras las sabés de memoria. Así como la llegada de la navidad. No se te puede caer del cajón un año nuevo colorado sin que acabes por angustiar al león de los cielos. 

¿Por qué no reconocer, acaso, que lo que inflama tu verba enhiesta no tiene nada que ver con desiertos de hierba occisa por cualquier llanto pasado de cocción? ¿Por qué no admitir que la savia que recorre mis muslos, engamados con el sonido que emite la Vía Láctea al tragar su ensalada de hierbas en otoño, es tan paralela al derrame del rojo y sinuoso acervo familiar que desciende del cajón, transversal a mi seno y oblicuo en su apertura?

Porque todos sabemos que dormís abrazada con el león de los cielos, en un cajón vaciado a medias de antiguos estrépitos rojos, que nuestros cinco abuelos dejaron a fuego lento en la última navidad sin palabras. Y sin espinas. Y con la sombra de lo rojo siendo negra en la luz y desfilando como un ceño fruncido de hormigas que bajaran a la Vía Láctea a reclamar por su mutismo, o su incapacidad para jugar al tenis, pero reflejando, eso sí, el delineado corpóreo de tus muslos de año nuevo en el armario que le da vida al cajón.

La palabra cajón suena, en tu boca, como ataúd.

Mejor así. El león de los cielos no vivirá por siempre. Y todo pelo acabará por ser desenredado en el final de la Vïa Láctea.



Imagen: Salvador Dali, Spain, 1938

lunes, 19 de mayo de 2025

Regreso desarmado


En un principio es el camino,
desandando su huella perturbada
y mordiendo el sol de a ratos,
como quien necesita pensar la noche.

Pero el signo recto del estío
nos levanta del sueño níveo, 
aquiescente con la calidez que acuna
un siseo de formas espejadas y caninas,
de paso esquivo,
entre horizonte y ruta de olvido.

Y luego del principio es el regreso.
Con tu huella en brazos.
Y la mirada sempiterna que horada
cualquier destino que crea posible,
entre las manos tendidas
y el juego, siempre falaz,
de negarnos a la cosecha
de lo que nuestro llanto siembra.

lunes, 21 de abril de 2025

Alguien que eligió seguir de largo


El nombre es ese animal inquietante que nos penetra para tomar asiento en la sombra sensata de la conciencia, desde donde identificará algo y nos arrancará la piel amnésica dejándonos expuestos a la asociación necesaria. 
Lo dijo como el infortunio de un saber que indigestara el resto de las cenas del porvenir. Incluso sin conocer su nombre, llegaba hasta mí el color de la amenaza que, como una aurora boreal, se proyectaba impertinente sobre el interior de su cráneo, usando la oquedad legada por la vida para sentirse dueña de esa especie de bóveda celeste con atmósfera de hueso. 
Cada vocablo un estilete que ensarta nuestra memoria a una cara, un paisaje, un trozo de ser humano, la calle ridícula del último adiós o el tono de voz de alguien que eligió seguir de largo. Pero allí está el nombre, bendito atuendo de lienzo significante para disimular la evidente tortura ejercida contra la memoria. Sabrás. Enunciarás. Te lo llevarás como una siega más de la cosecha social, que semeja una danza infinita, interminable e inabarcable. 

Apoyé la mano en la pared, mientras la calle se paladeaba desierta de autos con cierto íntimo goce. Necesitaba sentir ese trozo de mundo en estado de quietud y saber que carecía de nombre alguno, como todo aquello que, de tan común y evidente, no se enuncia ni se revela en ninguna oralidad o grafía. 
Desde allí lo vi alejarse rengueando, con la mirada desesperada fulminando cada objeto, presencia o recuerdo. Murmurando una letanía de agónicas revelaciones finales, ramillete de epifanías que lo iban cegando vereda tras vereda hasta que lograse caer, vuelto ya innominado y libre, fuera del alcance de cualquier diccionario en celo. 

viernes, 18 de abril de 2025

Un salvaje crimen contra Flora


—No sé por qué hay que escribir.
—No hay que escribir. 
—Si no escribo, no estoy.
—No hay que estar.

(La descomposición entra en escena con un ramo de flores que piden auxilio sin saber que ya fueron cortadas por la mañana, mientras la lluvia se preguntaba cómo realizar un caligrafía de pétalos que justificara su mirada turbia.)

—Por ese camino no llegamos a ningún lado. 
—No hay que llegar a algún lado. 

(En la banda de sonido tejida al telón púrpura, las cuerdas llegan a un clímax que las sume en un silencio de jadeo, dejando a la sección de vientos corrigiendo la caligrafía de la lluvia con acentos sincopados que se acuestan en el proscenio y simulan un cuadro de ardientes velas oblicuas que increpan al viento por haber cortado las flores.

—Pero allí están las preguntas. 
—Las preguntas lo detienen todo. Son la fórmula para que nada se mueva. 

(Del fondo del camión estacionado en la entrada, se desprende una luz violeta que lacera lentamente los pasillos alfombrados con caligrafías de desencuentros y acaba por rebotar en forma coreográfica entre los espejos del hall de entrada, tapizado de fotos y canciones de diciembre, simulando ser un ramo de violetas vespertinas que arrancan media fila de butacas para plantarse en la espera de su riego.

—Sin preguntas nunca sabremos.
—El saber está en la respuesta, no en la pregunta. 

(Abrazada al telón, sobre el margen derecho, la descomposición repasa su letra sin saber que en su guion sólo hay números y que, además, al ser todos números primos no podrán procrear y darle un segundo acto que redima su salvaje crimen contra Flora. Lee, ensimismada y, a su alrededor, la carne regresa al hueso, el hueso a la tierra, la tierra al polvo y el polvo a la pregunta.)

—Pero sin preguntas las respuestas no existen.
—Por eso escribir es coleccionar una cantidad de respuestas a preguntas que nadie hizo. 

(Las violetas, desde su media fila de butacas, se ponen de pie y aplauden a rabiar en una pirotecnia de polen que convierte en terciopelo sus alrededores. Y todo sin saber que el camión sigue en marcha, estacionado en la entrada y congestionando angustias de diésel por su soledad, ya sin luces.

—Entonces no hay necesidad de leerlas. 
—Nadie lee. 
—Pero se hacen preguntas. 
—Por eso nada se mueve. 

(Escucho al último de los matafuegos verdes caer al piso en la lejanía del pasillo violeta. Sé que la voracidad de las velas oblicuas consumirá todo en apenas un cuarto de hora. También sé que, en ese mismo cuarto, se refugiarán los minutos violetas que sienten una nostalgia ya irreparable por su camión en marcha. Y que la descomposición atravesará corriendo el escenario para sumergirse en la escalera que lleva al sótano, donde la lluvia duerme, sin pensarlo ni quererlo. Y sin hacer preguntas.)

lunes, 14 de abril de 2025

Saberse


La noche como ese filo arrepentido que elige quedarse del lado de la caricia, renegando del corte, la herida o la división certera entre lo sufrido y lo olvidado. Sostiene a quien elige habitarla con una voz propia que es luz vaciada de sombras. Y esas luces conversan mudas durante la noche. Se saben. Se miran ciegas pero se mantienen en la cercanía de un tacto que va enderezando las huellas digitales para que esos vientos que levantan bolsas y papeles de las calles no invoquen miedo.

Bajo el marco de la puerta de incansable madera verde creí ver mis nueve años. Parado en la espera grácil de todo el resto de los años por suceder. Pero sin alejarse del marco verde, como si sólo allí debajo el tiempo pudiera ser controlado. No me hablaría ni me acercaría. Cuando el tiempo juega con nosotros adquirimos la solidez de una burbuja. Dos palabras y una mirada mal echadas y todo nos desvanecerá. Por eso sólo mirar y ni siquiera llevarme la seguridad de ser, ni tampoco preguntarle a la noche si el verde de aquella puerta está labrado en la sonrisa de su oscuridad o en la lejanía de mi sueño. 

Varias cuadras antes del amanecer, subo el cuello de mi abrigo para que los años no se coagulen en mi cuello mientras camino de regreso a mi vespertina soledad. Era mi verde, lo sé. Eran mis nueve años, estoy seguro. Pero me iré a dormir sin repetirlo, puesto que la noche no permite que ningún delator llegue vivo al amanecer. 

domingo, 13 de abril de 2025

El espejo de un deseo


A medida que se acercaba al espejo, cerraba los ojos. Y se quedaba detenida allí, sin mirar. 
—¿Por qué?
—Porque lo que se muestra ahí no soy yo. 
—¿Y quién es?
—Lo sé, pero no puedo decirlo. 
—¿Funciona mal el espejo, entonces?
Se daba vuelta, dándole la espalda, y ahí sí me miraba. 
—Todo laberinto se alimenta de incertidumbres. Mientras la duda está presente, tiene vida. Cuando hay certezas, muere. 
Yo la miraba. Y miraba el espejo detrás de ella. Y el espejo reflejaba una parte de mi y una parte de su espalda. Ahora sentía el miedo de no recordar cuándo habíamos entrado.
—Es hora de apagar la luz. 
Como siempre, solía decirlo cuando entre los brazos de cada uno, ejecutando el tenerse en el reflejo de un abrazo, serpenteaba el laberinto con una paleta de colores venenosos que volvía sensata la oscuridad. 
Luego, sus labios, que aún sin luz tenían aroma a rojo verano, le hablaban a los míos tan cerca que no me hacía falta oír las palabras para entender, por la vibración de su aliento invadiendo dulcemente mi boca. 
—No hablemos, porque los espejos no solo entienden de imagen, también de sonido. Pueden reflejar todo lo que decimos. Y sé que lo que algún día repetirá esa imagen que no es la mía, son palabras que nunca he dicho. 
—Te voy a dar un beso.
Porque ella siempre me pedía que le avise antes. Odiaba girar de imprevisto dentro del laberinto y ver el extremo sin salida, la elección torpe, la falla. 
—Y salimos. 
Porque yo siempre le pedía que me avise antes. Necesitaba una mínima señal de salida para poder desplegar a tiempo las alas y llevarla, con esa danza de aire turbulento alrededor que nos gustaba hasta la embriaguez, hacia donde nuestro laberinto se desplegaba recto, sin elecciones ni reflejos de otras dudas.
Antes de aterrizar y cuando ya las alas disfrutaban del planeo suave cercano a la tierra, se lo dije. 
—¿Algún día me dirás quién es la del espejo?
Ella apretó fuerte sus brazos alrededor de mi pecho.
—Sí, pero te lo diré cuando ya no puedas oírme. 
—¿Y verte?
—Verme sí, claro. En el espejo. 
Aterrizamos. Justo a tiempo para volver a encender la luz. 
Y mirarnos. 
Porque cada ojo es, al fin, el espejo de un deseo.

miércoles, 9 de abril de 2025

En el mismo lugar


René se acuesta a dormir y abraza a su oso. 
La escena podría ocurrir en un dormitorio antiguo de Bruselas, o en medio de la estepa siberiana. René podría ser adulto, al igual que el oso, o un infante de pocos años y el oso ser un muñeco de peluche. René podría estar cerca de la muerte, en medio de nieve perpetua, y abrazar al oso como buscando un último aliento de tibieza, o simplemente ser arropado por su madre en un sillón de Hanoi, mirando ambos cómo cae la lluvia frente a los faros amarillos de la calle, mientras recorre la suavidad del oso peludo pensando que la infancia es un lugar para quedarse. Quizá René, ni infante ni adulto mayor, sea un hombre maduro intentando dormir sentado en su minimalista y fría cocina de Varsovia, abrazado al oso que ella le dejó antes de partir, y quizá no advierta, hasta bien entrada la madrugada, que las lágrimas van mojando el muñeco de peluche que no acierta a quejarse como podría hacerlo un oso de verdad. Pero René también es cuidador del zoológico de Nápoles y viene, ya hace varios días, sentándose durante horas al lado del oso pardo que perdió a su compañera y no quiere comer, ni moverse, ni salir de su cueva. Dormita y luego amanece con toda la espalda dolorida, entumecido, pero la mirada del oso lo gratifica; sabe que en esos ojos que parecen fríos hay un agradecimiento que trasciende especies. Y René, que tiene apenas seis meses de vida, aún duerme mucho con la fija mirada cuidadora de su madre que pasa la noche entre la guarda de su bebé y alterna, para distracción, la mirada entre su hijo y la ventana que da a la callecita de su vecindario en Niza, colocándole historias inventadas a cada automóvil que pasa durante la madrugada, mientras se preocupa de que el oso de peluche, regalo de su hermana, no se escape de los brazos de René, lo que podría despertarlo.

En la calle Macquarie, donde se alza el Hospital de Sídney, la lluvia oscila entre acariciar las ventanas y resoplar como una queja impulsada por el viento. Ella, todavía con la anestesia reinando su voluntad y acostada en la cama de blanco absoluto, no acierta a creer que ya todo haya pasado. Apenas llega a advertir la lluvia en la calle cuando la enfermera, con una sonrisa más ancha que su uniforme, entra a la habitación con un bebé en brazos. Su bebé. Se lo coloca sobre el pecho con la suavidad de una pluma soñando y ella siente sus ojos húmedos. Detrás entra el médico y le informa, protocolarmente, que todo ha salido bien. Ambos la miran como se suele observar a los milagros cotidianos. Y el médico pregunta, por decir algo: —¿Ya tienen el nombre?, y a ella se le caen de los labios todavía resecos esas dos sílabas que tanto han repetido con su marido en los últimos meses: —René. Se llama René. Y junto con un trueno lejano y adormecido en la tarde de Sídney su esposo entra en la sala, todo ansiedad y nervios, cargando un oso de peluche que le pasa casi instintivamente a la enfermera para poder abrazar a su esposa hasta el llanto. El médico se queda mirando perdido el oso con su gran moño rojo en los brazos de la enfermera, que no puede borrar la sonrisa de su cara. Y luego murmura, sin saber si ella lo escucha o sólo habla para sí mismo: —Yo dormía siempre con un peluche igual a éste, durante años, no me separaba de él jamás por las noches... hasta que escuché a mi padre contar cómo mi abuelo había muerto a manos de un oso pardo en un viaje de turismo a Canadá. La enfermera, que sí lo había escuchado, calló su sonrisa deliberadamente, dejó el oso de peluche en el costado de la cama de la madre y, al pasar junto al médico le puso una mano en el hombro y le dijo en voz muy baja: —A veces el cuidado y el consuelo están en el mismo lugar que la amenaza y la tragedia. El médico sintió un repentino frío en sus brazos y ganas de abandonar la habitación. Se acercó entonces a los padres y, mientras acariciaba el moño rojo del oso, les dejó su última frase: —Bienvenido René. Cuídenlo mucho, por favor. Y abandonó la sala. 

viernes, 4 de abril de 2025

El último junio


Refinamiento. Desesperación. Canto encerado que se expande como seda desde gargantas hasta su inevitable reflexión en paredes. Y cada palabra que fue cantada colisiona con el inveterado obstáculo, que ni siquiera nació para esperarla, y que golpea, troza y devuelve algo parecido en sílabas, pero jamás igual. 
Refinar no es adiestrar en la forma de colocar los brazos, o cuándo es indicado el movimiento casual de la mano que indica aprobación, solías decirme. Refinar es llegar a ver lo que no hay allí en donde no hay ningún canto por ver. ¿Desesperación por escuchar? Porque las paredes no escuchan, su reflexión no requiere de la vista, decías también entre sorbo y sorbo de té. 
Pero yo sí lo recuerdo. En el último junio que pasamos en la casa. ¿Hablás con lo inanimado, con lo que ya partió de este tiempo?, te apuraste a corregirme. Sí. Y son conversaciones más refinadas que la continua desesperación que armoniza el canto de las que mantenemos los aún animados. En el último junio, decía, aquellas paredes que ya han fallecido acertaron a mostrarme su memoria, todo lo que recordaban, guardaban, atesoraban. Cada una de las palabras pronunciadas, en canto, voz, susurro o insulto. Ellas las tenían todas. Entonces entiendo un poco mejor que ya no existan, dijiste terminando la taza de té.
Si la desesperación acabará devastando, por el pánico de poder escuchar, a todo recuerdo posible, quiero pensar que no estás guardando ninguna de nuestras vidas, ninguno de nuestros junios ni tampoco la más leve armonía que nuestras voces hayan entonado junto a algún fuego. No, respondiste con lo ojos absolutamente endurecidos.
Y agregaste, antes de levantarte y salir de la sala, yo quiero sobrevivir.

miércoles, 2 de abril de 2025

Basado en hechos reales


—El problema lo tengo con las semillas. 
—Cuénteme.
—Yo como pan con semillas. Éstas se caen, a veces, del pan y quedan esparcidas por la mesa.
—¿Le molesta que se caigan?
—No. Yo no me meto con la voluntad de nadie. Menos si es una semilla. 
—Bien. 
—No sé... ¿por qué me está juzgando? ¿Cómo sabe que eso está bien?
—No fue un juicio, lo invité a que prosiga el relato. 
—Está bien, pero sería bueno que no utilice sentencias morales para animarme a hablar, porque podría lograr inhibirme del todo. 
—Fïjese que acaba usted, ahora, de hacer lo mismo. 
—Pero yo soy el paciente. 
—¿Y eso le hace suponer que tiene salvedades que no me abarcan a mí?
—Claro, porque yo le pago. Usted no me está pagando nada a mi. 
—Pero lo escucho. 
—Eso es relativo... porque todavía no le conté el motivo concreto. 
—Adelante. Lo escucho. 
—Las semillas desprendidas del pan y esparcidas sobre la mesa se confunden con pequeñas cucarachas. 
—¿En su casa hay cucarachas?
—Es notable su perspicacia... sin duda elegí muy bien al profesional. 
—Gracias. Pero no era tan difícil tampoco. 
—Nada que ocurra en mi vida es difícil. Y si lo es, ni llego a percibirlo. 
—Dejemos eso para más adelante. Volvamos a las semillas y las cucarachas. 
—Eso eso todo. Se me confunden. E imagine que estoy comiendo... no es lo más agradable que puede pasar. 
—No, es claro. Sin embargo, no puedo dejar de preguntarle por qué tiene cucarachas arriba de la mesa. 
—Lo entiendo. Si no puede dejar de preguntarme, pues hágalo. 
—¿Por qué tiene cucarachas arriba de la mesa?
—Yo no tengo nada. No son posesiones mías. ¿Me imagina con un título de propiedad de un rebaño de cucarachas? No existe tal cosa. 
—Supongo que no.
—Su margen de duda ya me da escalofríos. 
—Lo ratifico, no existe. Entonces... ¿cómo llegan esas cucarachas a la mesa y a confundirse con sus semillas? 
—Ahora está usando el posesivo para las semillas. Es decir, supone o admite que no soy dueño de las cucarachas pero sí de las semillas. ¿Cómo llega a esa conclusión?
—Es sencillo. Las cucarachas no las compró, pero el pan con semillas, sí. Ergo, es suyo. 
—Brillante. Dejemos de lado hipótesis molestas de que podrían habérmelo regalado, podría haberlo robado o podría, ¿por qué no?, haberlo horneado yo mismo. 
—En principio, dudo de que alguien regale un pan con semillas, también dudo de que si usted eligiera el camino del delito le apuntara a un pan con semillas. Y por último, de ninguna manera cocinaría un pan con semillas en un ambiente en el cual perfectamente podría estar elaborando pan con semillas y cucarachas.
—¿Sabe que lo soñé?
—¿Soñó conmigo?
—No, mi inconsciente tiene claros sus límites. Soñé que cocinaba pan y cuando abría el horno veía un dantesco espectáculo de cucarachas pasándose bronceador... cual si estuvieran en un balneario, por el calor, ¿vio?
—Claro. ¿Sintió algún tipo de pulsión agresiva hacia ellas?
—¿En el sueño o en la mesa?
—En general. 
—Si aplastarlas con un golpe que prácticamente va dejando la mesa en pedazos es algo llamado "pulsión agresiva" para usted, sí. No sólo la siento, la ejecuto y cada vez con más y más agresividad. 
—Entiendo. ¿Encuentra usted algún tipo de culpa en la cucaracha para actuar de esa manera?, denominando "la cucaracha" como una generalidad por todas, sin discriminar una por una, claro. 
—Sí, es feo discriminar.
—En realidad, depende. En ocasiones es imposible no hacerlo. 
—Por ejemplo, yo debería discriminar semillas de cucarachas, porque luego el golpe en la mesa acaba con la cucaracha, pero también acaba con todas las semillas en el piso. 
—¿Y culpa de eso, usted, a la cucaracha?
—Mire... ya van dos veces que intenta meterme en la dicotomía "culpa - inocencia". ¿Me parece a mi o usted está tomando partido por las cucarachas por tener algo en contra de las semillas? 
—Yo no tomo partido. Yo sólo analizo y trato de que usted encuentre su propio camino hacia la solución. 
—Hasta ahora, ese camino va de este sillón a la puerta de salida. Y si bien usted no toma partido, toma agua, lo veo. Y a cada rato. 
—¿Eso lo perturba?
—No, claro. Su vejiga no es de mi incumbencia. 
—Eso es un punto a favor. Al menos dejamos claro ese tema. 
—Gracias. ¿Qué tan cerca del alta me deja eso?
—No tiene nada que ver mi vejiga con su alta profesional. 
—No, claro... ¿se imagina?
—Volvamos al tema de la culpa.
—Usted vuelve. Yo, no. 
—Claro. Yo soy el analista. 
—¿Y por qué con ese tonito?
—Fue una declaración absolutamente neutra. Sin tonos. 
—Ahí está. Esa es la palabra. Neutra. Ahí radica el foco del problema. Ambas cosas son de forma y color neutro. Semillas y cucarachas. Ninguna se caracteriza ni destaca, entonces se camuflan. 
—¿Y usted da por sentado que las cucarachas toman esa forma y color adrede para confundirse con sus semillas?
—Sí. 
—Bueno, ahí nace un sentimiento de culpa. Usted está culpando a las cucarachas. 
—¿Usted, no?
—Yo no abro juicios de ningún tipo.
—Lindo sería. No vine a un estudio de abogados, precisamente. 
—No sólo los abogados abren juicios. 
—No, claro. Ahora veo que también los analistas. 
—Eso es un juicio suyo.
—Sí, ¿vio?... voy aprendiendo, ¿no? La terapia da resultados. 
—Me alegra que sienta eso. ¿Y qué resultado estima?
—Por ahora un empate peleado, con posible definición por penales. Y ahí estamos complicados porque las cucarachas patean y las semillas, no. Y usted, ya lo sé, hincha por las cucarachas. 
—Dejando de lado su altamente cuestionable juicio sobre mí, pregunto, ¿alguna vez vio a una cucaracha patear un penal?
—Sí. Esa fue otra cosa que soñé. 
—¿Era gol o atajaba la semilla?
—Me desperté antes de que la pelota llegue al arco. 
—Un mecanismo de defensa inconsciente. 
—Sí, el equipo de las semillas, en mi sueño, defendían bastante bien para ser semillas. Se cerraban atrás y parecían esperar el riego como si fueran a florecer. 
—A todo esto, hay un elemento que fue quedando afuera del análisis. 
—¿Su secretaria?
—No, el pan. 
—Ah, eso... es que el pan no interviene, no tiene nada que ver. 
—Ah, mire... ¿me parece a mi o ahora es usted quien pretende darle un halo de inocencia al pan, la semilla y el conjunto todo, dejando a la cucaracha como único culpable?
—Hay algo definitivo. Algo que diferencia de manera inequívoca a unos de otros y coloca culpabilidades donde deben estar. 
—Lo escucho. 
—Las cucarachas se mueven y las semillas, no. Las cucarachas tienen voluntad y las semillas, no.
—¿Le parece que algo que es capaz de devenir en árbol carece de voluntad? Deje pasar el tiempo suficiente y vaya a observar a cucaracha y semilla. Por un lado verá un cadáver ya consumido y, por el otro, un árbol de dimensiones que harían palidecer a cualquier cucaracha, por más voluntad de contaminar su mesa que tenga. 
—No deja de tener razón, pero no puedo esperar a que la semilla se vuelva árbol para comerme mi pan. 
—Y ahí ya llegamos a que las cucarachas directamente serían las culpables de su muerte por inanición. 
—Me parece una excelente conclusión. Ahora sí empiezo a ver el camino. 
—¿Y qué siente que tiene que hacer?
—Aceptar mi destino. 
—Me parece altamente razonable. 
—Bajar la pulsión agresiva de la culpa.
—Excelente. 
—Y quitar el pan con semillas de mi dieta. En realidad quitar todo tipo de comidas, puesto que sea lo que sea que ponga en mi mesa ellas vendrán. 
—Aceptación. 
—Claro, la última etapa del duelo. Aceptar que debo desaparecer para evitar toda culpa posible y toda pulsión agresiva. 
—Sí lo piensa bien, llegó aquí "negando"; luego entró en la "ira" de pretender acabar con seres inferiores en voluntad a una semilla; más tarde llegamos a una "negociación" en donde intercambiamos voluntades, penales y algún vaso de agua; llegó después la "depresión" de entender la realidad y ahora la "aceptación" de su propia extinción. Es decir, ha completado las cinco etapas típicas de todo duelo. 
—Supongo que aquí terminamos por hoy. 
—Terminamos con la terapia en general. No acepto pacientes que han fallecido. 
—Claro... es lógico. 
—Eso sí, al salir por favor abónele la sesión a mi secretaria. 
—¿Ella le cobra a seres fallecidos?
—Sí, porque tiene una licenciatura en médium.
—Qué completo todo... ¿Y le puedo hacer una última pregunta, doctor?
—Sí, por supuesto. 
—¿Me llevará flores?
—Créame que lo evaluaría de buen grado, pero la ética profesional me lo impide. 
—Obvio. Usted es lo que se dice un profesional en toda la regla. 
—Sí. Y aparte, entre nosotros y ahora que ya terminó la terapia, debo confesarle que tengo un grave trauma de confusión entre las margaritas y los huevos fritos.
—Ah, caramba... qué complejo, puedo imaginarlo. 
—Me estoy tratando, por supuesto, pero no sabe la frustración que experimento en la mesa cuando quiero mojar el pan en una margarita. 
—¿Sabe qué, doctor? Ahora me hace sentir realmente mucho mejor. No es que me consuele su desgracia, por supuesto, pero me siento menos solo. 
—Es invariable. Las tragedias unen a la gente. 
—Por supuesto.

lunes, 31 de marzo de 2025

No es lo mismo


Entonces el amor de mi vida dobló la toalla en tres y apagó la luz. Antes, sonrió al pasar frente al espejo y silbó un muy breve fragmento de la canción que habíamos estado escuchando. 
Sentada, apoyaba las palmas de sus manos sobre la mesa, como quien intenta frenar un terremoto, o al menos verificarlo. ¿Por qué su boca dibujaba siempre la forma exacta y necesaria para que el universo se mantenga en orden? ¿Porque yo la miraba? 
Una de sus manos dejó la mesa y sostuvo su cabeza, de costado, en esa introducción que puede ser un pensamiento sordo, una declaración última o sólo sueño cercano. Como no escuché palabras al cabo de un tiempo supuse sólo sueño. Y fue bastante. Porque yo sabía qué soñaba, podía delinear sus despertares y conocer qué rostros habían pasado por su inconsciente, podía ver el desorden de su pelo y entender qué mundos había visitado o no. 
Pero no. Se levantó de la mesa y yo seguí su cadera con la vista hasta que prendió la hornalla de la cocina, la delantera izquierda, que era su preferida. Se calentó las manos, frotándose. No importaba la temperatura, era su costumbre. Las manos, ¿viste?, siempre frías, solía decirme por arriba del hombro. Y cuando se las tomaba entre las mías se acurrucaban como pájaro en tormenta, mientras ella cerraba los ojos y alzaba los hombros. Lo ideal sería que pudiera caber completa entre tus manos, porque son muy cálidas, me decía algunas veces; sonreía luego, quitaba sus manos de entre las mías y me acariciaba la cara despacio, dejando que el recorrido se vaya deteniendo de a poco. ¿Ves?, ahora ya no están frías. No, le mentía yo, porque al tacto seguían frías, pero eso a ninguno de los dos nos importaba. 

Apagó la hornalla, guardó sus manos en los bolsillos y apoyó su cadera contra la mesada. 
Mirándome. 
—¿Por qué insistís en describirme si no me conocés?
—Precisamente por eso.
—Son mentiras que sólo están en tu cabeza. 
—Pero allí dentro sí te conozco. 
—Claro, pero la verdad no me deja existir. Sólo se puede recrear esta mentira en la que armás un rompecabezas con piezas de una mujer que nunca conociste. 
—Mentira no. Ficción. No es lo mismo. 
—No podés besar a la ficción. No podés abrazar a la ficción. Si algo te deja totalmente clavado a la soledad es la ficción y sus espejos. 
—No me siento solo. Si estuviera solo no estaría hablando. 
—No estás hablando. Estás escribiendo. Y teniendo un diálogo conmigo, una mujer que necesita que la escribas para poder moverse, hablar, existir y calentarse sus manos entre las tuyas. 
—¿Te pone triste?

Dio dos pasos, alejándose de la mesada y se paró en medio del ambiente. Me miraba. Sus labios se entreabrían como deletreando un murmullo de relieve inconsciente. Todo su cuerpo denotaba algo entre el cansancio y la resignación. Luego se acercó hasta la mesa, hasta mi, se inclinó y apoyó los brazos hasta que su cara quedó casi pegada a la mía. Era muy fácil sentir que me caería dentro de sus ojos negros. O que su respiración me absorbería finalmente de este mundo. 
Sin embargo sólo habló. Pude sentir su aliento cálido rozar la piel de mi cara. 
—No tengo más espacio para la tristeza al lado tuyo. Quizá pueda sufrir algo así cuando te encuentre, o te conozca. Mientras tanto estas palabras me mantienen viva y hay lujos que no puedo darme. 
—Uno no conoce al amor de su vida a cada paso. Hay vidas que no lo llegan a conocer nunca. Ambos lo sabemos. 
Ella tragó saliva y me dedicó una última mirada húmeda, diciendo:
—Yo creo que no hace falta que me conozcas. Lo que hace falta es que... me traigas de regreso. 

sábado, 29 de marzo de 2025

Sol poniente


De lejos (el paisaje ayudaba, allí todo era lejos siempre) eran dos hombres recortados contra el mar, entrevistos por esos huecos naturales que las piedras le van zurciendo a los límites de la costa (una forma de salpicar la visión y quitarle al horizonte su calma pretendida).
Quizás el único atractivo posible radicaba en la evidente diferencia entre lo gestual. Mientras uno de ellos, el que estaba a la derecha (tomando como referencia la línea del horizonte que descansaba sobre el fin del mar, en ese lugar en donde cada día se acuesta el Sol), se mantenía inmóvil, parco, quieto y sólo desviando la vista por períodos menores a un minuto, el otro, es decir, el que estaba situado a la izquierda (tomando como referencia su acompañante, puesto que el mismo, tal como se dijo, se hallaba a la derecha) realizaba gestos ampulosos y desenroscaba sus brazos en rápidos movimientos que parecían querer explicar, nombrar, justificar, advertir, desentenderse, acusar, recordar, enfatizar, y todo eso acompañado de expresiones de su cara y, seguramente (esto como algo supuesto, pues por la distancia no era posible escuchar) de un desarmadero infinito de recursos verbales con visibles usos indicativos de la vehemencia que todo ese tipo de armado gestual suele cargar. 
Desde la distancia, entonces, (tal como se describe en el primer párrafo) el atractivo podía situarse en ver una especie de molino de viento humano bañando de palabras y gestos a una especie arbusto de naturaleza humana que sólo parecía recibir brisas ocasionales (miradas de soslayo al mar, al suelo o a sus propias manos, como si vigilara que no se le escapara a él un gesto, en medio de esos miedos) e inclinarse muy leve y calmo sólo para no desbordar el límite de lo educado y cortés frente a un interlocutor.
Pero claramente no mostraba la más mínima intención de respuesta, de interrupción o de reacción frente a su compañero y su actitud. 
De la misma manera, el otro (especie de gaviota enloquecida rebotando sus alas dentro de una jaula de vidrio invisible) tampoco parecía tener ninguna intención de detener su necesidad de volcar todo lo que tenía por decir en gestos y voces.

Con la llegada del ocaso y su violento telón naranja copulando con el horizonte (siempre teniendo al mar de cómplice, con su manía de reflejarlo todo, colores, formas y decepciones) la escena se había modificado, pero no tan radicalmente como el paso del tiempo podría haberlo sugerido. 
Ahora ambos daban la espalda a un posible espectador y se situaban de cara al mar, sin dirigirse la mirada entre sí. Si bien el de la izquierda continuaba hablando (aunque con muchas intermitencias y notablemente más resignado o acabado), sus manos descansaban en sus bolsillos y toda su parafernalia gestual quedaba reducida a algunas inclinaciones de cabeza (esas oscilaciones que parecen no poder completarse nunca y acabar siempre muriendo de envidia ante cualquier elipsis lograda) o movimientos fortuitos de sus piernas. El de la derecha sólo semejaba un pilar o tronco estático, también con sus manos en los bolsillos y ya sin dar señales de escuchar o atender.

Pero, cuando la escena casi parecía no dar más motivos para la observación, ocurrió.
El de la derecha, sin modificar en absoluto su silencio ni sus manos en los bolsillos, comenzó a caminar en una línea recta perfectamente transversal al horizonte, es decir, en un ángulo recto que lo sumergiría en el mar. Lentamente, sin modificar su paso, fue hundiéndose en el agua. La marea calma de ese atardecer se le fue arremolinando entre las piernas; luego, alrededor de su abdomen; rato después abrazando su pecho y, por último, cobijando su cabeza en forma completa para no dejar rastro alguno (porque si hay algo que el mar no refleja jamás es aquello que se traga).
Al unísono, como armonizando con la inmersión de su otrora oyente, el de la izquierda se arrodilló con los hombros caídos y el rostro inclinado hacia cierta ausencia de recuerdos, y comenzó a cavar un pozo en la arena con ambos brazos (a la vista, se repetía un poco el movimiento gestual de ampulosidad y agitación, pero esta vez uniforme, coordinado y sin dramáticas expresiones verbales que acaben diseminadas entre esos últimos rayos de sol poniente) denotando un impulso en el cavado equivalente a lo inflamado de su verba, cuando ésta aún sonaba, más temprano, en la playa.  

El comentario lo escuché al pasar.
Ni siquiera me dí vuelta para buscar a quien lo había hecho. Daba lo mismo, a esa altura. 
Pero las palabras me quedaron grabadas para siempre:
—¿Viste?, ahí terminaron los dos últimos seres humanos vivos.
 

miércoles, 26 de marzo de 2025

Al final del viaje


—¿Usted cree que algún tren se va a detener aquí?
—Sí, por supuesto.
—¿Y por qué lo haría?
Cómo explicar lo visual cuando nada en derredor permite afirmar las descripciones para asentar una mínima metáfora empática con lo que se ve. 
—Disculpe, pero no sé por qué dijo "algún" tren. 
—Porque alguno será el que se detenga, si es que eso llega a ocurrir. 
—Yo sólo espero mi tren. No alguno. No cualquiera. 
Más allá del camino de tierra y del verde que se extendía por fuera de lo que la palabra infinito resiste, no veía cerca ningún motivo para que yo estuviera allí. Mucho menos para que me quedara. Tampoco para que le hablara o siguiera cuestionando su absurdo. Pero así también el sol sale cada día y no admite preguntas. Ni las hace.
—¿Y por qué se detendría?
—Bueno... es claro. Por mí. 
—Pero aquí no hay ninguna estación. Es más, no hay nada. 
—Estoy yo. 
—También yo, si vamos al caso. 
—Pero usted no espera ningún tren. O peor, no cree en él. 
—Nunca entendí el viajar en tren como una religión. 
—No es mi culpa lo que le suceda a su alma al final del viaje. 
Lo dijo alzando los hombros y girando la cabeza hacia el horizonte, donde las vías se perdían. No pude dejar de estremecerme, más allá de la opinión que tuviera del sujeto.
A veces no es lo que nos dicen, ni siquiera quién lo dice. A veces es quienes somos en el momento de escucharlo. No siempre somos los mismos, y a veces somos tan poco los mismos que acabamos dándonos pánico.
—¿Sabe?, yo también espero subir.
Ladeó levemente la cabeza como si escucharme fuera la versión piadosa de no dirigirme la mirada. Y resopló, haciéndome pensar en un caballo que, descendida ya su montura, expresa así su alivio.
—Vea, yo espero mi tren. Si usted se sube, estará en un tren, es evidente, pero no será el suyo. Y jamás ocurrirán las cosas.
—Pero llegará alguna estación, alguna terminal, cruzaré la noche, podré detener el tiempo mientras las luces del horizonte se vuelven línea recta denunciando vida, pueblos, cercanías...
Ahora inclinó aún más la cabeza y sonrió de costado. 
—¿Sabe a cuántos trenes me he subido antes de esperar éste?
Sin saber por qué, su frase me hizo retroceder dos pasos hacia atrás, alejándome. 
No siempre somos los mismos. Y lo hubiera dado todo por tener un espejo allí, en medio de la nada. 
Pero, mientras el sujeto se calzaba su sombrero, en el final del horizonte amanecía la silueta de un tren acercándose. 

martes, 25 de marzo de 2025

Frambuesas que han visto la Revolución Francesa


Soñar con nada.
Despertar dibujando un vacío para que se llene de las amenazas de los seres dormidos. Y allí, desde las alturas de lo simbólico en coherencia somnolienta con esas fiestas que quedaron en el pasado, ver cómo cada sillón se va hundiendo en el agua corroída por peces que no han sabido participar del milagro de cada fruto.

Soñar con cada vacío abordado desde cada sillón. Aún seco, claro. Aún a flote, en cada noche. Recorrido por una miasma de fauna marina que profesan el más marino ateísmo en todo lo que pueda florecer. 

Soñar con que nada se pudra. Jamás. Frambuesas que han visto la Revolución Francesa y aún hoy deben sufrir la indiferencia hereje de peces negados. Nogales remando sobre sillones a flote que lloran en ramas bajas recordando aquellas fiestas que supieron verlos con sus mejores galas: hojas verdes en una fluorescencia que volvía fruto el sólo color. Manzanas que habitaron las egipcias bandejas de faraones que contemplaban la construcción de las pirámides de Keops, Kefrén o Micerino, y que hoy, aún sin madurar del todo, ven alejarse de sus semillas a peces de sueños atrofiados. 

Los seres dormidos no abandonan los sillones cuando se hunden. Y el vacío que he dibujado en cada despertar los va deglutiendo. Pero, soñar con nada, anestesia cada día, al día siguiente del mañana que nos permitió dormir para soñar la nada que nos dejó dibujarla. Soñar con una nada en fiesta, aunque el sueño atrase y yo esté despierto, disimulando mi vigilia por piedad y para que no llore impotencia, porque si hay algo triste hasta el desangre es ver a un sueño bañado en lágrimas. Sin frutos. Ni peces creyentes que sepan dibujar nada. 

El último de los sillones carga tres seres dormidos, apretados, respirando roncos con la boca abierta. Se va hundiendo entre un fragor de peces que son parte de otra fiesta (un morbo reluctante a todo festejo o sonrisa mínima) y que miden con la curvatura de sus aletas cada ahogo que los seres dormidos acabarán por protagonizar. Fiesta al fin. Sacrificio, en clave de horror. Pero quieto, apenas un agua agitada y vuelta al sueño. Pero eterno.

Soñar con nada. Y amanecer con uvas que supieron conversar con Moisés. 
Acabaré con todos los peces algún día, y el vacío dibujado será hogar, mundo y lago por siempre. 
Frutos, fiestas y el pasado siempre presente en cada brillo, cáscara o semilla. 
Pero soñar, soñaré siempre.

lunes, 24 de marzo de 2025

Cuando carece de ruido


Sin el sonido, los autos parecían flotar en la calle. Y cada esquina podía ser una invitación amable a ver las cosas de otra manera. 
Tampoco hubo sonido para las cuatro palabras que le dijeron antes de dejarlo solo. 
—Sale a las quince. 
Entonces lo miró cruzar la calle (ese arroyo de silencio) y entrar en la puerta azul, cerrando todo lo vivido por detrás.
Nunca entendió lo que iba a suceder.
Nunca escuchó.
Los camiones pasaban ante su vista como esas nubes que corren violentas y mudas en los cielos de tormenta. El movimiento, aún de lo inmenso, es blando e inofensivo cuando carece de ruido. 
Miraba fijo todavía la puerta azul cuando dieron las quince.
Un negocio, a su derecha, bajaba la persiana atrayendo su atención cuando ella pasó por detrás, usando la última oportunidad que el destino había dispuesto para que se conozcan. Cuarenta segundos más tarde la puerta azul se abrió, al otro lado de la calle y, al verlo solo, entendieron que todo había pasado de largo. Y el ruido que hizo, al cerrarse de un portazo de ira que dejó astillas azules en la vereda, fue el primer sonido que él escuchó esa tarde en la calle. 
Miró la puerta, nuevamente cerrada, sin entender y decidió volver caminando a su vida (ese jadeo en el vacío).

domingo, 23 de marzo de 2025

Desde el despertar


Descartar en la noche los esqueletos,
(movimientos todavía frágiles),
y la nostalgia de la carne que los recubría,
como cada sueño se ocupa de asistir,
la realidad que nos ataca desde el despertar.

Se va otro día sin que. 
Un día menos para el.
Se pasó el día y nunca pude. 
Llegó la noche y sin. 

Voy a redimir cada roce con las sábanas,
(movimientos en clave de sol, de noche),
de la misma manera que cada hora del día
fue tajeándome el sentir iluso de que,
en el final,
aguardaba la meta, la gloria y la fama, 
para el ganador absoluto de la jornada. 

Y dormir. 
Sabiendo que hasta el más crudo
de los cementerios,
deja pasar los sueños silbando bajo
entre los huesos de cada esqueleto
que nos prometió reencarnar
en la mañana siguiente. 

sábado, 22 de marzo de 2025

Un adiós en sí mismo


Un florero vacío en el medio de un campo. 
Indiferente y estoico frente a toda la vegetación circundante que se pregunta por él, sin un sólo murmullo, apenas con la mirada vegetal que sabe descifrar todas las noticias que el viento carga.

Un bote seco, ajado en su madera veteada de nostalgia.
A un escaso metro de donde rompe la ola más extensa, sin mojarlo jamás, como respetando un pacto sin firma alguna. O como entendiendo los significados de lo estático y vacío, algo que en ningún mar existe.

Una quieta lluvia de abril, detenida a varios árboles de altura por sobre el suelo inerme del desierto.
Intentando recordar la forma de caer, la magia convocada para que todo se precipite y reflexionando sobre la necesidad o no de llegar realmente al suelo trenzado en polvo y piedra, pudiendo también quedarse como esmerilada cortina de cielo. Tan cierto o tan efímero como el Sol lo admita. Tan peligroso como el viento que se atreva a abrazarla y caer juntos a tierra, en un amor tan único como último. 

Un sendero trazado con huellas que finalizan en forma abrupta en la cima del cerro. 
Parten desde la ciudad vacía, desgajada de abandono, atraviesan el campo, la playa y el desierto, y suben a paso calmo hasta la parte más elevada para luego desaparecer, como si el llegar a lo más alto fuera un adiós en sí mismo.

Largos días pasó el cerro preguntándose por el autor de sus huellas y su destino, hasta que la lluvia de abril, habiendo observado todo desde su privilegiado cielo le dijo, en una breve llovizna, que no lo espere más porque el bote ya había partido, el florero contenía ahora la única historia posible conservada en agua, y ella caería finalmente esa noche, borrando las únicas huellas que aún quedaban como solitario epitafio de la ciudad vacía.

viernes, 21 de marzo de 2025

Se imaginó salvaje


"No hay resultados que coincidan con su búsqueda."
El silencio tomó asiento entre humano y máquina. Se escuchaba el movimiento de la saliva dentro de la boca de la mujer. Y sus dedos como ensayando algún tipo de salto mortal, el definitivo, el final. 
"No es posible reconocer los términos de su búsqueda."
Una cadena de palabras. Retroceso, corrección de alguna letra, retroceso, un signo de puntuación, retroceso, cambio de un plural, como quien decora una torta. Los ojos color verde olvido de la mujer se movían en líneas horizontales, como queriendo tejer algo que por fin haga reaccionar al destino. 
"No hay términos compatibles con ningún resultado en su entrada."
Sintió el sabor amargo en su boca. Ese signo que siempre precedía a las ganas de llorar. Pero volvió su mirada al teclado y recompuso su intento. Imaginó formas distintas, imaginó qué diría si no fuera ella y pudiera vivir bajo otro cabello. Se imaginó salvaje, golpeando la pantalla hasta hacerla estallar y partiendo el teclado para comerlo a grandes bocanadas, heridas sin sensibilidad alguna. 
Puso el punto final, apretó la tecla correspondiente. Otro intento. 
"No hay resultados que concuerden con el criterio de su búsqueda".
Absolutamente sin pensarlo escribió, con sus lágrimas mojando las teclas: "Yo no tengo criterio."
Intro.
"De manera estadística se ha establecido que la ausencia real de una voluntad de búsqueda disminuye notablemente la cantidad de resultados a mostrar. Le sugerimos que regrese en otro momento, cuando esté completamente convencida de lo que busca."
Tomó el cable que conectaba el aparato a la corriente y lo arrancó deliberadamente de la pared. Sin mirar. Y sin prestar atención al breve fogonazo que iluminó el rincón cercano al piso. 
Luego se dirigió a la ventana, con sus dos hojas abiertas. El verano aderezaba la noche como una canción de cuna invisible. Ella mantenía su cuerpo derecho, sin asomarse (el miedo ese, siempre, eso de pensar que sin querer, o quizá sin saber que lo quería, pero terminando con todo, y sin querer, miedo puro, sin pensarlo, mejor no asomarse, mejor no probar, podría gustar ¿y luego qué, entonces?). 
Miraba las estrellas en ese cielo nítido. Un universo que invitaba a caerse dentro de él. Sin fin. Y cada estrella le pareció uno de los "No..." de la máquina. Un universo que le negaba completamente cada una de sus búsquedas. Y por cada "No..." dejaba una estrella de muestra colgando del cielo. Para que todos la vean. Ahora... entonces, toda la ciudad sabría ya que ninguna de sus búsquedas tenía un destino.
Sintió frío en los brazos. Se los frotó. Se secó la cara mientras sus labios se movían deletreando ese "completamente convencida de lo que busca", de cara al cielo estrellado (el miedo, el otro, porque vendrían y le gritarían con ademanes violentos que aprenda de una vez, que cómo todavía no sabía, que adónde iba a parar...). Fue escuchar ese "adónde iba a parar" dentro de su cabeza y mirar instintivamente el suelo, seis pisos más abajo de su ventana. Por eso volvió a frotarse los brazos y se alejó de la ventana, mirando al pasar la máquina con su cable formando un arabesco herido en el piso, ya sin argumentos para contestarle nada. 
Se recostó vestida en la cama dispuesta allí cerca. 
Se dio vuelta, de cara a la pared. 
Dormiría más segura así, dejando la ventana abierta. 

jueves, 20 de marzo de 2025

Lo más cercano a la verdad


Sabía que mentía.

Caminar por el pasto raleado, más intención que vegetación que perdía la batalla contra el suelo de piedra del borde del acantilado, le hacía llevar la vista naturalmente al suelo. Y el suelo le sugería que no deseche la intuición.

Y que le había mentido desde el inicio. 

De su lado izquierdo, el mar se volvía sinfonía de vientos entre oleajes y nubes con genética de tormenta. Una de esas tardes en donde el sol jamás logró despegarse del horizonte. Del lado derecho, el hombre hablaba sin interrumpirse, caminando a su lado. 

Pero también sabía que haberle creído era una mentira más. Como el sol en esa tarde. 

Ya daban los últimos pasos donde el acantilado languidecía y comenzaba su romance con algo más cercano a una llanura e incluso algo que podría llamarse playa. Se detuvo, sin mirar al hombre a su lado, que ahora seguía hablándole parado. Sentía necesario seguir teniendo los ojos cargados de su mar, de su viento de intuición. Necesario también que esas olas lo empujen a decirlo. 

Finalmente dos palabras secas bastaron para callar al hombre a su derecha. Ambos quedaron sumergidos en el silencio que imponía la cercanía ahora imponente del acantilado. Y con el cese de la mentira, casi como una armonía más en la sinfonía del mar cercano, el viento amainó bruscamente, como si entendiera que ya podía callar y retirarse de la escena. 

Tomando conciencia de lo inevitable, del obvio devenir de los hechos próximos luego de aquellas dos palabras, el hombre parado a su derecha bajó la cabeza, metió las manos en los bolsillos de su abrigo y comenzó a caminar despacio, en dirección a la playa.

Entonces él extrajo de entre sus ropas lo más cercano a la verdad que conocía, la cargó, la amartilló y le apuntó lentamente a la cabeza de la figura que se alejaba caminando de espaldas.

miércoles, 19 de marzo de 2025

Cenizas de voz silenciada


Y las luces perdidas en la noche de la ciudad. Espaciadas, como si juntas se apagaran. Sobrevolando en la interna complacencia de saber que el día volverá. Sobre el rumor indecible que lleva la madrugada como motor y salvataje de soledad. Versos que escuchan los solos, rimas que llevan la métrica del inútil cambio de luces de cada semáforo, abandonado de todo auto. 

Y, cada luz, una ventana. O incluso algo peor. Pero, sobre todo, el desgarro de saber que flota en cada punto luminoso de esa red la sospecha de una historia. Cada ventana iluminada, un sueño que eligió eludir el sueño. Pero también el despertar. Alguien calla lo que otro piensa. Alguien dibuja con las cenizas de su voz silenciada. Alguien toma su decisión sin saber que es la última .Alguien aburre recuerdos en un desfile convocado para no sentir más el espanto. Alguien imagina el mañana como si el sol fuera a atenderle el teléfono. Y alguien escribe, por último, el entrañable comienzo de lo que nunca acabará de amar. 

Y, si pudiéramos unir con un trazo de deseo cada punto de luz nocturna, cada ventana con su madrugada esfumada, y mirar desde el cielo la figura formada con todas esas líneas, entenderíamos cuál es nuestro rostro ante la Luna.

martes, 18 de marzo de 2025

Hasta que su mirada se dirigió a mí


—Podés dejar tu ropa ahí. 

Contra todo pronóstico, la falla a la que venía prestándole atención, mejoraba con el tiempo. No era lo esperado. Lo normal hubiera sido que empeore y acabe por romperse. En ese contexto, romperse, era algo tan lacerante como limítrofe con la paz más funcional posible. En ese contexto. Posible. 

—La forma empieza a corresponderse con lo que solemos denominar humano. 
—¿Antropomorfo?
—Todavía no. Pero no veo nada que indique lo contrario a través del tiempo. 
—Me resulta confuso...
—Es por la falta de ropa. Vestite. 

Y siempre la misma sensación. Cuando telas, cierre, botones, costuras y demás condimentos empezaban a sobrevolar su cuerpo, la sensación semejaba presenciar una marea suave, amable, una costa domesticada en un domingo de otoño. O alguno de esos campos sembrados que el viento mece, conversando entre ramas y hojas que guiñan las respuestas correctas. 
Hasta que al fin todo terminaba en su lugar. Aunque no había nada a lo que se le pudiera llamar "lugar" en ella. Si algo la caracterizaba era la rotura como orden, el desequilibrio como serenidad.

—Confuso —lo repitió ahora vestida por completo—, en un sentido que no parezco alcanzar nunca. Cuando me miro al espejo lo único que veo es un horizonte que se corre cada vez que supongo llegar allí.

Me asaltó nuevamente la misma sensación. La voz de ella era el mejor perfume que la habitación podía tener. A pesar de la falla. A pesar de la irrefrenable idea que sobrevolaba lo descompuesto, lo desarmado, lo inacabado, lo roto. Otra vez esa palabra, romperse. Y otra vez el sentimiento tan claro de que mi posibilidad de vida estaba atada a ese romperse de ella. Entonces, ¿cómo deshacer la confusión?

—No hay confusión si podés llegar a entender qué hay al final de ese horizonte. 
—Pero no lo sé. Y nunca lo voy a saber porque cada día que corro, él se aleja. 
—No. Cada día que corrés llegás acá.

Su único ojo recorrió su alrededor como queriendo entender, hasta que su mirada se dirigió a mí. Y supe lo que significaba ese gesto, aunque no tuviera nada que ver con los movimientos humanos. 

—Entonces... entonces no sólo quiero entender. También quiero otra cosa. 
—¿Qué?
—Quiero quedarme.
—Perfecto. Podés dejar tu ropa ahí.

lunes, 17 de marzo de 2025

Una flor carnívora


—Cada vez que suena esa música siento olor a humedad. 
Él pensaba en que cada vez que sonaba esa frase sentía una curiosidad irrefrenable por entender si el verbo reptar podía aplicarse a un ser humano.

—Como si brotara de las paredes, no sé. Como si la melodía le arrancara lo que tienen de agua retenida. 
Él la escuchaba y, delante de sus ojos, se formaba la imagen del sillón que la contenía abriéndose como una flor carnívora y asando su carne en una parrilla que cargaba a la música que aún sonaba por todo fuego.

—Quiero decir que es el olor, no sé. Probablemente no sea humedad, si no sólo el olor. En definitiva, pensémoslo así, ¿no?, si la música es aire vibrando, está muy emparentada con el olor, que también es aire vibrando.

Curiosamente, y en este caso para los dos, en la radio que estaban escuchando terminó la melodía en cuestión y recomenzó. La misma. Repetida. 
Ambos se miraron.
Pero cada pupila tenía distintas frases detrás.

—Probablemente esto signifique que está por llover —siguió ella sin contenerse. 
Ahora, mientras la radio se volvía un árbol más del paisaje dentro de su cabeza, él entendió que, vistos desde cierta perspectiva espacial, todos los humanos reptaban. Pero necesitaba con desesperación materializar esa idea en la persona que declaraba sentir olor a humedad desde ese sillón que no acababa de germinar su flor carnívora. 

—¿Ves?, ¿no tiene una cadencia como de lluvia fina?... ese piano, esa voz que parece un trueno que llega desde otra ciudad... ¿Cómo se llama el instrumento para medir la humedad?
—Higrómetro —respondió él, totalmente ajeno a sí mismo, mientras comenzaba a entender que lo único que reptaba era su voluntad derruida, alejándose de aquella estancia y olvidándolo como un pañuelo violeta caído en el costado del asiento de un ómnibus. 

—Eso, un higrómetro. Me voy a comprar uno y la próxima vez que suene esta canción voy a medir la variación de la humedad ambiente. Claro. Necesito saber que no son sólo ideas mías. A ver si todavía me tomás por loca. 
La palabra tomás logró que, en su mente, se formara la imagen de él reptando por la alfombra y de ella convertida en una pastilla. Luego él se la tomaría, aprovechando la humedad ambiente para tragarla. Así entonces, las próximas palabras de ella las escuchó provenir de su estómago. 

—No tendría nada de malo, claro, si no fuera que me arruina el peinado y me hace doler las articulaciones. Y es esa canción, no otra. 
Articulaciones. Esa imagen le devolvió la idea de la flor carnívora vuelta sillón y, pero claro, también debería de averiguar, aparte de la posibilidad de reptar o no, si esa flor carnívora era capaz de devorar, entre otras cosas, articulaciones. También recuerdos. Y letras de canciones borroneadas en el sepia de un pasado que se iba escuchando, de a poco, mal sintonizado, como radio sin pilas, o como vejez no entendida, o como todas esas palabras endurecidas en una garganta que cada vez hablaba menos y tragaba más.

En la radio, casi como un hecho paranormal, la canción comenzaba por tercera vez mientras que, en su pecho, ese dolor tan fuerte ya se volvía una verdadera asfixia y él entendía, al fin, que lo único que había estado reptando era un coágulo por sus arterias, empujado seguro por la humedad del lugar. 
Escuchó la última frase de ella antes de perder el conocimiento. 
—Es olor a humedad, no hay nada que hacer. Realmente no hay nada que hacer.

domingo, 16 de marzo de 2025

Ser isla


Con la insalvable adyacencia sabor destino que carga cada conocimiento de que todo encuentro terminará por ocurrir. Siempre. Al final del túnel de cualquier atardecer que desciende las miradas, la forma humana se dibuja delante como un saber ineludible. Todo encuentro ocurrirá. Y a esas paralelas que se tocan, se enroscan y se pierden en transversales de mediana clarividencia, les aguarda el efervescente despliegue de una esperanza sumamente hostil con cualquier insinuación de realismo pragmático. 

Y la isla. Toda su psiquis de aislamiento allanada durante años, como esos vientos que curvan las briznas de hierba y las vuelvan firmas consecuentes con su paso. La isla y su inocencia sin declarar jamás, sin pretender, ni esperar, ni sonrojarse ante la fastuosidad de una compulsiva ilusión, que carga sueños envenenados en la recámara de su arma delineada en un horizonte de estafa emocional.

La avioneta, biplaza de fuselaje blanco con una línea roja que la recorre desde la hélice hasta el timón y que simbolizaría todo el destino por devorar, toca tierra a la par de la desesperación de la afónica mujer que la conduce, piloto, encuentro y final en un mismo plano y tiempo. Necesita de la palabra para transmitir por radio todo lo que los encuentros que siempre acaban por ocurrir le atraviesan, pero está afónica. Tan afónica ella como aislada aquella isla de todo universo capaz de oír.

La mujer desciende de la cabina y entiende como totalmente lógico sentir que las lágrimas de su cara se van encontrando con el polvo que su aterrizaje dispersó en ese suelo. Al final del túnel de su primer atardecer allí, desciende su mirada y elige un sitio indiferente para sentarse en medio del polvo. Elige cerrar los ojos y elige dar la espalda a lo que resta de vida. Ser isla dentro de la isla. 

Por todo eso no llega jamás a ver al hombre que camina hacia allí, bordeando la costa. Todo encuentro terminará por ocurrir, siempre. Y la isla cierra los ojos al fin, en un descanso que se alegra de ver interrumpida, alguna vez, su inherente soledad. 

martes, 5 de noviembre de 2024

Con sonantes


Lo que dicen, cuando callan,
los que se van, estando,
mientras miran, sin ver. 

Cielo, en clave de sol,
que enumera gritos, 
ahogados, vocal por vocal,
y consonantes al último
día del diluvio.

Das abasto y sobra,
toda falta en plegaria roja;
consciente escasez de un derrame,
vuelto fe, completa y ciega,
al ateísmo más sordo.

Aturdir al silencio,
de quien llega, en clave de huida,
llorando sus ojos en falta. 


lunes, 30 de septiembre de 2024

Que no vale


Puedes escribir cualquier cosa.
Lo que quieras.
Puedes, también, no ser percibido. Jamás.
Como lo que quieras.
Entonces hay una pena que no vale.
Lo quieras como lo digas.
Las espaldas no leen.
Los ojos cerrados no leen.
Y los abiertos mucho menos.

Entonces puedes escribir lo que quieras
y llegar hasta el fin absoluto de toda
pertenencia a lo vivo o lo inconcluso.
Jamás importará.
Entonces hay una pena que no vale.
Hago silencio. La acuesto a mi lado.
Y le aseguro que el sol saldrá.
Ella me cree y los dos mentimos.
Pero al menos
nos leemos
irnos.

jueves, 15 de agosto de 2024

Claveles engarzados en la Luna


Quise darte un abrazo en clave de fresa. Olvidé el otoño que sonreía desde las pantallas de tu octogonal trasplante de tejido en clave de adiós. 
Golpearon la puerta. El despertar nunca puede tener los mismos cuchillos que lo soñado. Y, desde las velas que enturbiaban tus párpados esmerilados de noches óseas, se abalanzaban en cascada fluorescente una torre de luminosos periódicos caducos, cada uno con sus propias muertes anunciadas como claveles engarzados en la Luna.

Sin ella, el café no se enfriaría, decías mientras te acomodaba la almohada blanca, de la cama blanca, de tu final blanco. No hace falta tomarlo, decía yo cerrando la puerta, con ese sonido a picaporte que se afinaba en un —volverás y no sé si estaré—. Yo no corrí las cortinas, ellas huyeron. Si te digo que la madera balsa flota, ¿buscarías un lago para que mi memoria no termine por hundirse? Y, por darle crédito a la noche, no vi la deuda que tus dedos dibujaban en la arena tibia de mis brazos. Llevame a una hamaca. No me importa si la sábana blanca tiene vértigo. Colgá mi suero en las cadenas y dejá que me pierda en el viaje. Quiero amanecer por dentro, en un péndulo que filigrana mi infancia y que le miente mi muerte al ocaso. Incluso sin café. Vos, llevame.

Grumos sentados en los bancos del pasillo. Dispersos. Con sombreros atravesados de plumas y cejas entonando himnos escarlata. Me prometí no volver, sabiendo que no me iría jamás. Como si pedirles a mis piernas un coito con la brisa zigzagueante de los pasos desechados fuera una aberración más cruel que la propia sábana blanca que soterraría tu piel transparente. 
Otro trasplante. El de un molino que tritura los granos con los que hilábamos el brillo de nuestras sonrisas y arroja esa sábana que espera. Te espera. Nos desespera. Pero el turbio y caliente anonimato pudo más que la cruz esa de madera que vigila en lo alto. 

Arrancarte cables, agujas, cánulas y licencias de familia con fecha de caducidad dibujada en la certera forma de una serpiente con somnoliente paciencia. Mirar lágrimas caídas como ojos procaces en las sábanas blancas. Abrazar, como el último piso posible del ascensor en clave de fresa. Y afuera, puerta mediante, el otoño que empuja nuestras pieles.

Nos dormiremos contando claveles engarzados en la Luna. Tenés tu café. Tenés tu abrazo. Podremos irnos. 

miércoles, 3 de julio de 2024

Vimos alces en la orilla del lago


Locomotoras silvestres adiestradas en la rara fragancia de amamantar vagones abandonados. La colina se recorta en sombra contra el ocaso y despereza un desaliño de vías en nostalgia.
Sonreír y esperar la luna. Como quien toma agua sabiendo que es el último vaso. Quizá también la última boca. ¿Y quién no besó trenes viéndolos partir?

Vimos alces en la orilla del lago. Vimos cabellos de mujer desesperada en un soneto de hierbas que besaban el fuego de la noche. Vimos entretejer vías desiertas con cantos de grillos.
La luna se recorta en brillo de paralelas que no se tocan mientras, ahí donde nace el infinito, esa luz que crece es boca, agua y beso último del vaso que dejaste para nadar junto al último de los alces.
El final de tu presencia según el lago es tu cabello hundiendo su saludo a la colina. Y luego el espejo retoma su incierta espera pálida que es manta de alces, sonetos, hierbas y noche con insomnio.
Entonces ya no sé si lo que miro a través del vaso es la luna, amamantando la locomotora que sólo conoce voracidad y partida, o es la luz del tren que ahora mismo corre colina abajo, hundiéndose para siempre en el lago que se llevó tu beso.

Ya no quedan alces que me miren con culpa. Entonces, guardo el vaso en mi bolsillo para recordar por siempre la estación de tren correcta y retomo mi camino por la ruta, repitiendo tu nombre como letanía para recordar exactamente cuándo volver.


martes, 30 de abril de 2024

Sordas uvas blancas


Los bolsillos cansados
son bocas anegadas de silencio. 
Me miran mirar y su olvido es inmóvil. (Parpadea.)
Cada mano un posible
amor imposible,
y su tener constante (sos tener, soy ausente)
de un tejido secreto y un lúgubre azote mudo.

Donde la luz no explica forma alguna (imaginarte)
nadan, en concéntricos úteros de mármol,
los motivos desmañados
que eligen el guardar, al unísono (sordas uvas blancas),
de un solo y desmembrado trino. 

Nacerán, también del mármol, 
recuerdos bustos (derramás vino imaginado),
anillados en bocas, subsecuentes
al fango azotado de aquel silencio (¿irte?).

Los bolsillos, callados,
nadan en el imposible amor constante
que fecunda esa luz inexplicable (la copa es rota),
trozando la cocción de una placenta estéril
de mármol anidada
y de su boca desmembrada (y ahora tus labios ciegos).

viernes, 19 de abril de 2024

Tren ingresando a la estación


Esperá, porque antes del salto hay que encender todas las luces. Yo espero, pero es muy peligroso tener la palabra "salto" tan cerca de la palabra "tren". No están todas las luces encendidas. Todo el tiempo esperando para saber qué es lo que hay que ver. Nada, pero está el salto y, así con el tren, es como cuando la Luna se mete en alguno de sus cuartos y no me deja verla. No es a vos solo. Pero faltan luces por encender. Y tengo que seguir esperando. Sí, porque faltan. Para el salto, digo. Sí, sos igual que la Luna. No, la Luna no salta. Ningún tren pasa cerca de ella. Yo no lo sé. Apenas encienda las luces te lo digo. La Luna no tiene luz. Nada tiene luz. Sí, el salto sí. Pero esperá que enciendo todas las luces. Yo creo que hace mucho frío para tener que iluminarlo todo. El salto pasa por sobre el calor. Pero tenés que esperar, no están todas encendidas. Lo mismo da que el tren enamore a la Luna y ella le ponga rieles atravesando sus cráteres. Vos saltarías igual. No creas, no todo es un riel en la vía, también hay leopardos caminando con paso de alfombra entre los vagones. Y por eso hay que encender todas las luces. Los leopardos saltan. Pero sus manchas no. Eso depende de las fases, en Luna llena saben esquivar el tren como si fueran abejas con alma de búmeran. Pero ningún leopardo se enciende. Y ninguna Luna. Y pocos trenes saltan. Esperá, porque antes de que salte el último leopardo tengo que encender a todos los trenes. Yo voy a dormir en la Luna esta noche. Pero falta el salto. No, es muy peligroso tener a un leopardo manejando un tren sin luces. Puedo saltar yo, entonces. Podés dormir también, si quisieras. Pero la estación está vacía. No tiene nada de malo, ni de salto, ni de leopardo, sólo el tren ingresando. Nunca encendí las luces. No veo que eso cambie nada. Sí, un tren ingresando a una estación a oscuras es lo mismo que un leopardo devorándose la Luna y luego ahorcándose con un riel de acero por la culpa. Y todo a oscuras. Y vos sin saltar. Entonces buenas noches. Buenas noches. Y que descanses. Vos también. Acordate de las luces. Claro.

jueves, 7 de marzo de 2024

Como toda señal


Te siguen.
Por el río pavimentado de señales.
Por el ruido que hacés, te siguen. 

(Un ente vacío. Hasta que alguien me hable.)

¿Cuál sería tu forma si te siguiera
a pesar
de las señales?

El pavimento es un vacío que sufre de ojos.
Te sigue. Por el ruido que ve pasar. 
Sufre la luz de señales que no puede parpadear.
Por el ruido que hacés el vacío se rebota,
(como toda señal),
en forma de pavimento. 

En el momento en el que alguien me hable,
la forma será una voluptuosa fertilidad que,
de catarata en río y de sol en ojos, 
te seguirá por el ruido que hacés
en ese pavimento que nos dejó soñar.