martes, 29 de diciembre de 2009

Diciembre


y entonces la vida fue una cárcel
donde de mi lado
dentro de la celda
está todo el universo entero
y fuera
más allá de las rejas
lo único que hay
sos vos

que sos lo único que quiero

domingo, 29 de noviembre de 2009

Todo termina al llegar


Marina viajó a Europa a encontrar las huellas eólicas de su primera oportunidad para amar.
Descendió en el aeropuerto de pie y olvidó las características de su adiós en medio de la aduana.
Cerró la valija revisada y caminó hasta el taxi creyendo que un cómic mal dibujado volvía la lluvia de aquella ciudad un espanto de gris oxidado.
Miró al taxista desde atrás creyendo que sus manos en el volante la alejaban del viento querido y de las huellas.
El taxi aceleraba. Marina le preguntó al taxista porqué le hacía eso.
No entendió el chofer pero mientras se detenía en una esquina se dio vuelta y la miró.
Marina observaba la lluvia sin hablarle.
El taxista le preguntó qué cosa le hacía.
Marina le respondió que alejarla.
¿Volvemos?, le preguntó el taxista.
Marina lo miró e imaginó una vida juntos, una vida adentro del taxi, una fiesta adentro del taxi, un hijo parido adentro del taxi, una cocina adentro del taxi y cómo se cortaría el pasto de un jardín adentro del taxi.
¿Juntos?, le preguntó Marina.
Otra vez el chofer no entendió y miró el tráfico de la calle. Pero le preguntó ¿quiere tomar otro taxi?
Marina entendió que la estaba dejando, que aquello estaba terminando. Pero se apuró a responder que no había otro taxi para ella, como para ver si la promesa de taxi eterno lograba hacerlo cambiar de parecer.
El taxista la miró y le dijo que sí, aunque es verdad que la lluvia complicaba las cosas, pero que él le conseguía otro si ella no quería seguir.
Marina supo que había llegado el momento de la franqueza y le dijo, ¿usted quiere dejarme?
El taxista suspiró y le respondió que sí, que quería dejarla en el lugar al que fuera.
Marina volvió a mirar por la ventanilla y le dijo observando la calle, como siempre... todo termina al llegar.
El chofer detuvo el motor del auto y se dio vuelta a mirarla. ¿Usted me va a pagar?, le preguntó. Marina lo miró asustada y le preguntó a su vez, ¿qué cosa?.
El viaje, respondió el taxista.
¿Adónde me lleva?, le sonrió Marina.
El chofer respiró hondo y volvió a arrancar el motor. Le dijo, al aeropuerto.
¿Juntos?, le preguntó Marina.
Sí, contestó el taxista, juntos.
Entonces Marina echó aliento en el vidrio de la ventanilla, empañándola para luego dibujar un corazón con su dedo.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Cuento para dormir a una mujer


Una Dama sempiterna cuestionaba al Ocaso su guadaña cargada de pareceres desubicados por toda carga nocturna y por toda la ancha llanura.
Acometía con dones despreciados y olvidados toda clase de ataques en pos de mantener vivas las cuestiones del Ocaso a la hora de no sucumbir a la Noche. 
Pánico de duermevela sospechaba el Ocaso y la sempiterna le sonreía a su disimulo peor entrazado. 
La Dama se acercó a acariciarle los últimos rayos anaranjados y el Ocaso dio luces de luna distante sintiéndose en peligro. 
La Noche sostenía el Sueño de lejos y sin fecha de vencimiento, pintando acuarelas viradas al ocre sobre marcos de deseos sabor plata. 
La Dama, con la esperanza en duda, plantó verdores de madrugada en medio de las brisas del susurro, mientras que el Ocaso derretía jazmines fabricando el elixir sagrado de los amables sueños turbios. 
Invitó entonces a la Dama sempiterna a cenar sauces de gloria, mientras la Noche llegaba a los acrílicos sin conocer las perspectivas del porvenir, pero imaginando soles nonatos que su abuela llegó a contarle. 
Quiso, la Noche, consultar al Ocaso sobre el color del sol, cuando éste brindaba la paz con jazmín en jugo frente a los ojos de la Dama, embriagada de juegos de luces sospechadas entre las estrellas. 
De a poco. 
Sin quererlo. 
Enamorada. 
La noche miró de lejos acunando al Sueño sobre sus óleos de espesuras rojas, resbalando decires murmurados. 
El Ocaso vació su copa para tomar en sus brazos la mirada de la Dama virada al entorno. Sempiterna, le dijo, duerme hoy y verás el ardor del sol cuando yo sólo sea recuerdo y los jazmines sólo engarces de tu aliento pasado. 
De a poco. 
Sin quererlo. 
Enamorada. 
La dama durmió. 
La Noche pidió permiso para acabar al Ocaso y mientras el Sueño le sonreía al sarcasmo ciego de la ancha llanura, derribó los finales y anaranjados rayos. 
El Ocaso murió. 
La Noche parió el espanto de su nostalgia propia en total soledad. 
De a poco. 
Sin quererlo. 
Ilusionada como cada vez con imaginar al fin el color del sol.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Noches sin sonido


Abandonando el sol llegué a acariciarte
por sobre la luna mojada de tus deseos
empapados de iridiscencias opacas de tiempo.
Ya no saber esconder excusas
para darle un adiós
al significado de la espera.
Una vez más tu carrera y una vez más, escape.
Tu espalda y mis manos.
Ojos al tiempo y símbolos anclados en la eternidad.
Tus piernas y mis manos.
Es correr por los ríos inundados
y amanecer en las escarchas vacías de espejos,
con imagenes subidas en un salto de alma.
De vinos pasados al perdido encuentro
y de licores usados disimulado la cátedra,
saberes que se desprecian y esparcen
regando desolaciones,
acotando arenas de noches sin sonido.
Imperdibles. Innecesarias. Impostergables.
Una anécdota más que caerá en gracia de cara al futuro.
Una mano en vos y un cierto recorrido que desata las vidas.
Al llegar.

Tierno


Ella le pidió que le arranque el clítoris con los dientes y él obedeció.
Recién cuando él le mostró su boca tan manchada de sangre ella le dio su primer beso tierno.
Vació la botella de vino sobre la herida y reía.
—Toda ceremonia acaba en luz. Siempre.
Afuera la noche lastimaba las veredas con silencios.

sábado, 21 de noviembre de 2009

Indispensable para Magdalena


Cada vez que un mes trae un martes diez, Magdalena hace sus valijas vaciando su casa de olvidos y se sienta en la estación a esperar un micro azul para poder despertarse.

... cuna de mimbre y un regalo de luz acabado en sorna triste.

Ocasionalmente nadie le habla y sólo saca su pasaje indicando con su dedo índice en un cartel su destino. El hombre detrás de la ventanilla le da el cambio y ella sonríe. Y se sienta a esperar. Otra vez.

... deshilacha la sombra en el réquiem y de ellos brotan. Pasajeros del hotel.

Magdalena usa un sombrero masculino que a cada rato se quita y acomoda, cuidando su pelo por encima de los hombros. Suspira. Tiene calor.

... ya nada ni nadie apuesta nunca más a dar una respiración artificial a cambio de las monedas que salvaron de aquella cuna. Ni savia.

Mira a su alrededor todos los otros micros que no son azules y entiende que ya no tiene fuerzas para imaginar otra cosa.

... se subió a los árboles para desenroscar las lágrimas heredadas. Y nunca bajó.

En estas ocasiones Magdalena fumaría si hubiese aprendido cómo, pero sólo se permite envidiar a quienes sí lo hacen como al descuido, como si no les costara nada esa práctica de prender fuego, aspirar, tragar y exhalar. También cree que tomaría café si no le tuviera el miedo que le tiene a las bebidas calientes y negras, que despiden humo y que angustian a las gargantas. Por eso sólo mira, porque mirar es algo que nunca le causó miedo. Aunque recuerda que alguna vez alguien pudo decirle que su mirada causaba miedo.

... y escuchar el ladrido de los perros que se profetizan a sí mismos sobre las lluvias que van a caer, sobre las casas que finalizarán sus terrazas unos metros antes de los cimientos de Dios.

Pero ella despide a esos recuerdos guardando sólo cartas que ficcionan la memoria de una manera sesgada, una manera que esquiva realidades y que envuelve todo con su aroma propio.
Sabe que un micro azul la llevará al destino de cada martes diez y la piel se le eriza junto a sus manos que aprietan las manijas de sus valijas. Si ella recordara lo que lleva adentro de ellas no acabaría por sentir que no pesan nada. O que están vacías. O que el micro azul llegará vacío. O que ella sentada arriba del micro azul estará vacía. Si ella recordara, claro.

... se fue a entretejer descampados lejos de su cama, permitiendo que los grillos se reúnan bajo las sábanas a discutir las nieves próximas.

Pero ahora mira sus pies y extraña caminos que no conoció. Adonde sus piernas no la llevaron.
Finalmente alguna cosa se acabará sentando a su lado siempre antes de que el micro azul le abra las puertas. Y su sombrero, ladeado, que oculta su rostro y entorna espacios de encuentro. Nadie va a hablarle. Y ella es muda, aunque sus labios son hermosos.

... pero querer volver es dejar de suponer regresos para amar el olvido sin que nos corresponda, le dijo y cerró los ojos para siempre, una vez más.

Cuando llega el micro azul y sus ojos finalmente se abren, entiende que llegó el momento de despertar. Y despierta, Magdalena, sentada arriba del micro, mientras pega sus labios al vidrio de la ventanilla y deja un beso flotando en el aire manso de la estación en un martes diez.

... entender que al cerrar los campos y la gloria también vaciamos la cuna al fin, y que árboles sin flores ya son cada vez más raros de ver por estas zonas.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Caballos ardiendo


El relato de las dos ciudades acababa de formarse en la estación del tren último, pacífico.
El banco despintado sostenía óxido como signo de amistad al tiempo. Sus maderas le sonreían al viento y extrañaban a los bosques que las parieron. Memoria de árboles.
Sol que deslumbra y sus ojos que entornan tardes como espigas amasadas por unos días acaso más oscuros. Más sabios.
¿Dónde queda el mar y dónde se dejan los barcos amurallados, si todo es frío bajo el sol de este cuadro virado al ocre?
Sus ojos que encandilan y un sol que entorna campos con dimensión de rombos volviendo tardes en diagonal. Las rectas aman árboles. Las flores preguntan por su sexo y la tela de su vestido cubre cielos impermeables hoy.


Relato de Una Ciudad

Batalla gris en pasado cierto y médicos deambulando por calles rojas de vacío nublado. Polvo. Humo. Sobrevivientes inciertos que apuntalan la historia con cicatrices anchas como su llamado ancestral. Oscura pátina de caldos sobrevuelan terrazas y almacenes decayendo a las noches y durmiendo con los dormidos. Lluvia.


Otro Relato de Una Ciudad

Ezequiel que llora al costado de un carro preguntando por el nuevo precio de las almas ya dormidas. Más lluvia. Escarcha de agua salada que supo visitar lágrimas giradas vía postal, certificada, aviso de retorno para una voracidad que nunca calma felicidades. Fiestas acabadas. Ezequiel derruido. El carro duerme.


Sentada al borde del verde mira la ruta que es plateada. Sus ojos mantienen la recta en calma y sus párpados descuelgan el horizonte para acosarlo a puro humor de sentido curvo. Ahora el horizonte le teme. La ruta le pregunta a la tela de su vestido por el sabor de la carne. Sus ojos, brasas. - Tú carne, aclara la ruta.


Relato de Otra Ciudad

Carnaval de otoño desarmado en parvas de alquimias y certezas acerca de la conformación real de las arpías que fundaron las piedras fundamentales. Jimena se acuesta sobre los umbrales a recordar un futuro que nadie más le prometió pero que supo dibujar antes, mucho antes, de las manchas de sangre sobre cada pedazo de piel asomada. Caballos ardiendo en llamas que embisten carros con hielo azul mientras todos aplauden un poco más. Fiestas de aguardar otras fiestas. Jimena se duerme antes de la lluvia soñando que esa tarde llega Ezequiel.


Relato de Jimena en Otra Ciudad

—Quise buscar el mar y a sus barcos, pero mis ojos desgarraron telas en vano y en vacío. Quise nadar por los vientos y ahogarme en el sol cuando llegué a ver tus velas caer desde los acantilados. No hubo fortuna que me impidiera salir de mi carne y darle de comer mis huesos a cuanto cancerbero me cruzara palabra amable. Vos sabés cómo soy. Vos tenés mis cartas y vos calculás mis medidas a cada mensaje y cada bandera agitada al azar. Y vos sabés que azar no hay.


Sentada en el banco de la estación le da la teta al tren último. Le cuenta historias de ciudades, de guerras y mares. Le cuenta las muertes doradas debajo de la luna y le cuenta de los médicos que lloraban delante de sus mansos fracasos. Lo cambia de teta y lo arrulla con una copla desarmada en inciensos legados por sus padres. Sus ojos envuelven la estación y el tren duerme al fin sin soltar su pezón. Acomodar los vagones entre sus brazos y el arrullo que se va silenciando al compás del viento. No llueve.


Relato de Ezequiel viajando de Una Ciudad a Otra

—Cambiar nunca sirvió de nada. Miro este vidrio y se vuelve opaco. Miro este cielo y llueve. Miro tu cordura y no hay filo que amenace. Cambiar es tan inútil como viajar y llegar es tan insoluble como ese beso que voy a buscar. A esta ruta le faltan dioses que la glorifiquen en una gloria abstracta. A este viaje le falta ruta para que unir sea un glorioso juego consagrado. Sacramento del altar de los puentes. Mi ventanilla me pide que me calle. Y se vuelve opaca. Ahora voy a soñarte dormida para que puedas evaporar al fin tus mares y para que vuelques tus barcos anclados en el vientre. Reescribo todas tus cartas y sé que mi condena es tomar tus medidas en forma eterna, sin que nunca acaben de cambiar. En un rato más voy al vagón comedor. Me voy a sentar a cenar junto al azar.


Sentada en el marco de la ventana que da al universo. Sus dos ciudades se descuelgan
del acantilado en sus piernas. Sus mares lamen sus ojos. Sus barcos ya no están. Su carne, tampoco.

martes, 17 de noviembre de 2009

Por última vez


Salió de la oficina. Se cambió en el auto y entró al gimnasio. El ruido de los aparatos no lo dejaba pensar. Transpiraba. Miraba la hora en el reloj de la pared y la tele mostraba un partido de tenis. Le dolía el cuello. Entró a la ducha y el agua le quemaba. La dejó correr por su cuerpo. Se cambió y salió a la calle. Buscó su auto y no estaba. Llamó a su mujer para preguntarle si ella se lo había llevado. No atendía. Caminó una cuadra. Se palpó el bolsillo y tenía las llaves. Hacía frío y todavía tenía el pelo mojado. Tosió. El quiosco de la esquina había cerrado. Volvió al gimnasio. No sabía qué preguntar. Se quedó en el umbral mirando hacia adentro. El chico de la entrada lo saludó, pero no le preguntó si necesitaba algo. Tampoco lo sabía él. Miró a la calle. Por la vereda de enfrente venía caminando su mujer. Entró corriendo al gimnasio y se metió en el baño. Transpiraba otra vez. Agarró el teléfono. No sabía a quién llamar. Miró la hora. Prendió la cámara y se puso a sacarle fotos al baño. Se abrió la puerta. Entraba alguien. Él se metió en un compartimiento. Lo cerró. Guardó el teléfono y sacó las llaves del auto. Esperó a que el que había entrado saliera y tiró las llaves al inodoro. Apretó el botón y descargó el agua. Vio las llaves irse. Sacó su pañuelo y se secó la frente. Salió del baño. En la puerta estaba su mujer. La abrazó por detrás y la saludó. Ella le sonrió y le habló. Caminaron juntos por la vereda. Ella le preguntó por el agua mineral y él sacó la botellita de su mochila. Se le cayó el teléfono. Ella se lo levantó. Él se la quedó mirando. Ella se lo dio. Él no lo quería agarrar. La miró por última vez y empezó a correr por la vereda. Al pasar por el quisco cerrado tiró la mochila y dobló la esquina. La mujer prendió el teléfono. Buscó las fotos. Empezó a mirar el baño fotografiado. Volvió por la vereda y llegó a la puerta del gimnasio. El chico de la entrada estaba cerrando. Ella lo saludó y le mostró las fotos del teléfono. El chico se encogió de hombros y terminó de cerrar la puerta. La saludó y empezó a caminar por la vereda. Después de un par de pasos se detuvo y se dio vuelta. Miró a la mujer y le preguntó si había venido en el auto. Ella no le contestó. Se sentó en el umbral de la puerta cerrada y se cerró la campera. Hacía frío. El chico volvió hasta la puerta y se sentó al lado de ella. Empezó a contarle de su abuela alemana y de cómo había escapado de la guerra. Ella ya no lloraba. Él terminó de correr cuando cruzó la ruta y se sentó junto a la parada de colectivos. Los carteles de la calle se nublaban en vapor de neón. Le dolía el cuello. Se sacó la campera y la dobló. La acomodó debajo de su cabeza a manera de almohada y se recostó en ese paredón. Se durmió. Ella abrazó al chico y le dijo que ya no siga. El chico le preguntó si tenía el auto. Ella volvió a llorar pero sacó el auto de su cartera y se lo entregó al chico. El chico la miró y le pidió las fotos. Ella lloró más fuerte y le entregó el teléfono. El chico lo prendió y miró las fotos. Luego se puso de pie, tomó el auto y el teléfono y se fue. Ella se quedó en el umbral sentada. Tenía frío pero se durmió. Soñó con dormir con su marido, al costado de una ruta. Comenzaba a llover cuando el chico acabó de borrar las fotos del teléfono.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Viento en Sombra


—Cerrá la ventana que este viento ya me hinchó las pelotas.
El discurrir sólo por el ángulo de tus ojos y las manchas de humedad que se agrandan tanto como para tapar los agujeros de esa luna salvaje que nos ilumina.
La letra de la puerta se va a caer del canto. Hacé algo.
La pretensión del mirar de frente y la presunción de ser visto de costado. El ángulo ese que se ensimisma de un canto alado, de ganas que alcanzan la luna en una aerosilla plateada. La soga se corta y tus senos aguardan.
Hoy por primera vez. Y recogé las bananas que aún quedan. No te olvides de sacarlo todo.
Afuera el viento. Adentro el aliento. Sol no llevamos, hay de sobra y este de acá vence tan rápido que...
Mamá dijo que podía mirarte sólo en tu sombra. Papá dijo que sin luz no hay sombras y mamá sonreía desde lo alto de la escalera. No sabía la cantidad de veces que imaginé la escena de ella en la que cayendo. Y papá que lo sabía se limitaba a tomar coñac en los atardeceres acaramelados y sin gritos. Ruidos en la cocina y las ventanas cerradas. Siempre.
Te invito a discurrir sin ángulos y te invito a olvidarte de las rectas para estrellarnos en las curvas. Juntos. Yo olvidé tu sombra a tiempo y vos te viniste tan sin luz que era un espanto de velas en medio del viento.
¿Cerraste la ventana?, nunca volviste de la costa aquella y acá no hace más que entrar arena. ¿Cómo no tenés miedo de que los ángulos se tapen de arena y el relleno desborde al cabo de tantas y tantas manchas de humedad?
Trato de redibujar las letras de la puerta. Hacé el favor de dejarme tranquilo.
La escena se llena de mamás cayendo de escaleras arriba de papás lamiendo vidrios acaramelados de coñacs en atardeceres y como las ventanas siguen cerradas nadie en los alrededores escucha nada. Con este viento.
Verte en tu sombra. Sólo con llevar algo de luz. Sólo con alcanzar la luna. Sólo si la aerosilla no se cayera tantas veces como la soga se corta y sólo para verte. verte.
Papá tiene razón. Pero ya está enterrado. Y su botella vacía. Vamos a acostarnos porque no conseguí sol. Sólo bananas que pelaremos en la cama. Dejá esa puerta y alcanzame el tacho de basura. Ahí, cerca de la cama. Tengo hambre.
¿Te ayudo?
Sí, salí de ahí, por favor. Me hacés sombra.

martes, 3 de noviembre de 2009

Sombrero


Le mostró sus manos vacías.
¿Soy capaz de llenarlas?
Alrededor las balas silbaban. Y un reloj quebraba piedras sin darse cuenta.
Sacudió jirones en derredor y volvió a su cauce. Le mostró sus brazos abiertos.
Y no saber cuál de las balas.
La avenida cobraba cielos y espantos con dieciocho sentidas emociones alineadas alrededor de las esquirlas.
Una vez tras otra, una vez tras otra, un pez detrás de la obra.
Pero no puede volver a llover, eso es claro, explicaba el hombre de la esquina virada al rojo, basta mirar los cielos para entender que hay más lluvias extinguidas que balas rebotando contras las columnas de alumbrado.
Luces. Luces bien, hoy. Y mejor será el mañana.
Entonces él pensó en cuando todo acabe. En cuando todo de la vuelta y el regreso sea un presente más que forma fila. Luces.
Agachate. Abajo. No hay balas para vos ni para mi. Pero más vale reirse un poco más de los riesgos que eso que siempre hacés, eso de mirarlos desde lejos, desde tu siempre estúpida colina.
Auto que se detiene en semáforo en rojo y granada que entra por la ventanilla por la que se ven brazos que se agitan antes del rojo-naranja-amarillo y ese ruido.
¿Lo escuchaste?
Reloj. Dobla esquinas y junta piedras. Corre. Cruza en rojo. Mira a la mujer sin detenerse y la mujer se detiene sin mirarlo. Ni piedras ni balas a su alrededor.
Pero ¿lo escuchaste?
Espera y lo mira. Ocho balas más que rompen la vidriera de la izquierda.
¿Vos me hablaste?
Otro auto se estrella contra el incendiado y el conductor del mismo prendido ya fuego se cae al asfalto.
¿Ves?, no parecen quedar cosas para llenarlas.
Le muestra sus manos vacías.
Entonces saca los vidrios rotos para entrar a la vidriera y un camión encuentra su estrellarse en la esquina. El reloj los mira a ambos. Se sacude pedazos de camión y los mira. Saca de la vidriera el sombrero más cálido de esa primavera y lo coloca en la cabeza de la mujer que sonríe.
Le muestra sus manos vacías y él niega con la cabeza.
Ahora sí vamos.
Pasa a su lado el reloj, con sangre helada en los segundos. Las balas lo buscan y las piedras no alcanzan.
Le muestra el sombrero sobre su sonrisa.
Yo te cubro.

domingo, 25 de octubre de 2009

Maga en Magias, vuela


Ella le abrió la puerta de la jaula al dormido pez dorado.
Anestesiado.
Recordando.
Y flota una vez más, tan cerca, que el océano que sabe brotar de sabios labios apenas si acierta con el sano oficio de saber morirse de ese miedo tan sabio.
Y lo sabe.
Maga de Magias que lo atenúan en dorado y lo acentúan en brillantes escamas que logran ejecutar una necesaria respiración que alcanza para los dos.
Los dos vivos.
Y las dos vidas.
La de antes, la rota partida que no arrancó y la sana, la débil alimentada por la memoria impregnada en las pieles. Cada piel y cada reflejo que acribilla a la noche, esa que sólo puede aprender lo que es el absorto abstracto, al mirarlos buscarse en los sexos con hambre salvaje, de animal pez o animal
Y el pez olvida tan rápido que cada
Y la Maga aprende tan rápido que cada a olvidar esfuma la jaula.
El pez mira los cielos con un entusiasmo que encoge las nubes. Alguien le dijo que las Magas vuelan y él no lo cree tanto por cierto sino porque le va la vida en ello. Además, ahora que aprendió a abrazar (no es fácil si sólo se tienen aletas), sabe que no cerrará los ojos nunca más, ni durmiendo.
Habiendo tanta Magia por mirar...
Sabe que ya no puede darse lujos de jaulas extrañando tanto océano de labios como necesita para respirar. Para dos, incluso.
Y mira las nubes.
Y espera.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Lluvia en sábado


Reiteración definitiva, una última vez más y su vientre que se desenrosca en un humo que la asfixia desde la infancia roja.
Fue cruel. Una dureza que hablaba de destinos entremezclados con presentes que apoyan mentiras, causas, exageradas definiciones. Todo lo necesario para no querer volver, le dijo ella y cerró la puerta.
Caminó empapada de leve espanto y dio vueltas tantas esquinas como lágrimas, como páginas de un libro oxidado en sangre vieja.
Todo lo necesario para intuir las respuestas al sólo grito del las tripas, no le dijo ella, pero lo murmuró a través de la lluvia y de las veredas.
Y más de una vez se tocó los párpados sólo por ver si los ojos estaban de verdad abiertos.
Y tocó su cara, para ver si la piel aún la defendía.
Y palpó sus labios, pidiendoles que callaran en retrospectiva los errores ya condenados.
Lluvia en sábado. Sus mejillas como acequias de los gritos turbios que siempre habitan demasiado en el fondo. Lluvia. Los músculos tensos. Bajo el agua todo tiene brillo y bajo el brillo ella incendia su presente y lo esconde detrás del umbral de la conciencia. ¿No va a molestar ahí?. El semáforo se pone en verde y ella cruza encrespando insultos y neumáticos que se niegan a caer en la tentación que su cuerpo, atravesando la velocidad, les propone. Desde la vereda siguiente (que siempre será otra) mira el universo y su exagerada pretensión de no contenerla. De olvidarla. Su pelo chorrea y el agua se filtra por el pecho, despierta, fría, la tibieza desierta de su vientre. Y es el universo que acepta, al menos, aportar esa caricia fría que ella aprieta a través de su camisa. Y es el agua que sigue su rumbo hacia abajo avisando que la fecundará cuando llegue el momento. Pariré mares, sonríe mientras la lluvia comienza a descubrirle el sexo triste. Observa los autos y duda de que lleven gente adentro. Duda de todo. Duda de que él haya sidó él y duda de que su memoria aún lo contenga. Verde, los autos desaparecen y ella piensa en su memoria. No desaparece, duerme. Y es peor. Porque va a despertar.
Se sienta en el cordón de la vereda y saca una foto guardada. Ella, con un vestido blanco. Ella, Sonriendo e ignorando. (Y duda de que él sea él.) Mira la fecha. Ocho años pasaron. (Y duda de que ella esté en esa foto.)
Se acuesta en la vereda, ofreciendo su espalda a la lluvia. Mira la foto aún en su mano. Ocho años de astillas que nunca llegó a entender. (Y duda de que hayan dolido en el lugar oportuno.) Suelta la foto sobre el agua que corre junto al cordón de la vereda. La observa alejarse en la corriente. Ocho reinos en liquidación, que se desarman en una lluvia incomprensible, agotada y, por fin, verdadera.

sábado, 23 de mayo de 2009

Un dios en relajados sentidos


—Yo no quiero llegar al punto en el que absolutamente nada tenga ningún tipo de sentido. Sobre todo porque ya creo que ese punto está demasiado cerca de mi.
Luego de esto abrió su valija y comenzó a hacer su mejor truco de magia.
Al finalizar, junto a nuestros ojos humedecidos, cerró todo y salió.
Dejando la puerta abierta.

El viento agitó mi pelo y el aroma a café me habló de la noche próxima.
Me dormí pensando en la magia por venir.

sábado, 2 de mayo de 2009

Leche hirviendo


Aprendí mi primer oficio a la edad de un mes y medio.

La calidad de lo circundante no me dejaba pliegos frontales libres ni llanezas excavadas por necesitar. Los Otros, esos Otros siempre ahí, anclados en sus libros y sus bibliotecas, querían verme en mi pasado de siempre, necesitando, pero no observando ni cuestionando en herramienta alguna.

Mi primer oficio fue el último de una larga serie de llantos, más cercanos a la llamada Cortina de las Impresiones que a lo que un mes y medio suele demostrar. Mamá solía acostar a sus hermanos en camas separadas, creyendo que la noche no alcanzaba para soñar deseo alguno, pero cualquiera despierta de noche con los oídos abiertos y la institución de la Cortina de las Impresiones legaba salvoconductos hacia el entender temprano. Despertaba por las mañanas sin haber dormido nunca, sabiendo que los sueños eran lo más real de todo mi oficio. Mamá lloraba junto a la cocina mientras sus hermanos desfilaban por el baño sin saberse ni limpios ni enteros. Desde mis ojos recitaba las lágrimas de mi mamá con un sentimiento ligado a la bioquímica del llanto, la angustia quedaba fuera de nuestra relación por esa época. Lo peor de cada hora de cada día para ella era que la acercaba a su noche. No le importaba no dormir, pero sí no poder soñar. Mes tras mes, sus ojos me preguntaban por cada noche y por cada sueño, por cada hacer de mi oficio. A lo último casi suplicaba mientras sus hermanos perdían de a poco la clarividencia de cuánto un velo puede llevar adelante una casa y a sus personas. El deseo desarma velos. Y yo sólo trabajaba de noche. De día, el pecho de mi mamá y su leche me iban enseñando a armar el sueño final para ella. Algún día finalmente soñaría, pero despertar, no sé. Y refinando cada noche la calidad de los actos en los hermanos, la Cortina de las Impresiones en una temperatura cercana a la del sol, volviendo día la oscuridad y pesadilla los sentidos de mamá. La mañana y los hermanos desfilando por el baño y mamá llorando en la cocina mientras su pecho me enseña a preparar su sueño.

Pero ni los Otros ni la Cortina supieron decirme que aquella mañana posterior al sueño de mamá, su primero, su único, un fruto de mi oficio esta vez para ella, haría eso de incendiar toda esa casa, ya sin velos desde hacía tiempo. El único hermano que salió de ella me sacó fuera y ambos miramos largo rato esa alquimia de madera ardiendo y gritos junto a un hermoso juego de luces, en un amanecer encendido de azules. La bioquímica del llanto y la angustia ausente me llevaron a mirar a mamá quemándose despacio y por última vez, tumbada en la puerta de entrada, y desde mi cochecito sólo pude pensar en leche hirviendo. Aprendí, de mi primer oficio, que volverse experto en él era también necesitar abandonarlo.

Hoy, que estoy tan cerca de los Otros y de sus libros, pienso en el único hermano y en mi segundo oficio, mientras observo aquellos bellísimos ejemplares en los estantes de la biblioteca.

Pienso también en los sueños de mi infancia.

Que ya no lo son.

viernes, 24 de abril de 2009

Blanca


Se acostó desnuda en mi cama y mirando el techo dijo.
—Hacé lo que quieras menos penetrarme.
Cuando supuso que apenas me había movido agregó.
—Y si preguntás el porqué, me visto y me voy.
Dieciocho minutos más tarde miraba fijo sus ojos cuando empezó a jadear. Y luego a gritar.
No conocía su piel. Unicamente imagen flotando entre ambos.
Sólo llevaba por vulva una mirada abierta de par en par. Lloraba demasiado para ser real.
Acabó por secarse. Derruida, opaca y cansada me pidió volver a nacer en el escepticismo del amor.
La miré una última vez. Dije.
—No te voy a pedir lo que no tenés, no te voy a dar lo que no querés.
La tarde se olvidó rápido de nosotros. Y cada vez que vuelvo a acostarme en esa cama me pregunto si realmente se habrá ido.


lunes, 13 de abril de 2009

Canción de amor


Sos responsable ante el desierto en llamas, abierto y claro a la luz sentida de la noche.Suero encarnizado de la supervivencia, ruega por nosotros, santa parte del vos.Voy a hundir mis futuras muertes en este pozo en llamas y a esperar la cosecha de naceres ardidos, seré la obstetra de los paraísos por venir.No es que insista, pero se debería de terminar todo esto con una sincera fiesta indebida. Veo mis pezones arder como fósforos en perpetua ignición y me creo detenida en el seno de una desilusión. O en dos. Y no hay cielo que ocupe más que lo que tu sonrisa desarma en mi.O ¿hasta cuánto?, manto sobre las llamas, agua sobre las heridas, ¿hasta cuánto? Voy apagando lo líquido y enterrando futuros naceres desprovistos de un vos. Voy, desandando la tempestad y reiniciando el fruto. Voy... y vos.

miércoles, 1 de abril de 2009

Horizonte

Salgo al jardín y llueve.
El aire es un accesorio traído de oriente 
y las voces dentro de mi cabeza 
saben el precio, pero se lo callan.

Vos dormís. Y llueve.

Miro las hojas mojadas y pienso en tu piel.
El jardín es un vacío de estrellas 
oxidadas en septiembre.
Te miro por el ventanal y sé que soñás 
otra vez con ese cabalgar. 
Y tus brazos apuntando al sol, 
y tus párpados bajando el cielo hasta la arena, 
y tus piernas logrando que el mundo siga girando.

Como ahora, 
que la lluvia logra que desoiga las voces 
dentro de mi cabeza, 
las que me dicen qué hacer con el aire. 
El que se escapa.
Y el otro.
El que me dejará amarte.

miércoles, 18 de marzo de 2009

Medios alternativos de pago


Todavía ensayo la floración a pesar de que toda ternura parecería vulgar. Todo intento fallido. Toda oclusión, un vacío vuelo de adonis en góndola cercada de lujo. Y ensayo descascarar la rosa de los vientos en la ingenuidad clareada de una inocencia que compré antaño y que al devolver (cambios sólo por las mañanas) me fue impuesta. ¿Por qué?, si el ensayar aflora y la constancia fue desde mi esposa hasta mi laguna salada de olvido. Impuesto también.
Y ensayo. Ocupo y desvelo resurgires que mis vecinos de celada (en los amaneceres incendiados de esos campos que el recuerdo, y sólo él, siembra de culpas y de otros granos sempiternos) festejan cosechando tiros al aire, navajas del tiempo y sonrisas de obtuso carácter endiosado (por la tarde, días hábiles únicamente) por medios alternativos de pago oportunamente comunicados en los canales habituales.
Vos, ¿dónde te vas a deshacer?
No reconozco mi voz desvistiéndome ni tu vos de ternura ambivalente. No reconozco un vulgar espejo como tal.
¿Pensás en un pariente lejano?
Ni como tal ni como imagen de un rombo opacado de todas las celadas de cada resurgir.
Despertar, en todo caso, nunca acaba por doler un poco menos que la suma inacabada de todos los ensayos, en el caso de las floraciones inigualables, polen y olvido, pétalo y luz de brasas en cada luna compartida.
Sacar a pasear a algún deseo... ¿Volveremos para la hora del té?
Y dijo mi vecino entonces que, lo más paradójico es que si finalmente y al cabo de tantos reflejos, yo me decidiera a aceptar el plan de pagos que acaba (licitando en la sexta cuota) con el asesinato sin culpas ni excomunión de ella y sus menesteres (navajas volando que piden pista y carretean, oh, amor, en el aeropuerto sin neblina de tu cuello) podría yo culpar a las barrancas tediosas de esa ternura que me ha desflorado a toda imaginación.
¿Perturbada?
No. Tejiendo. Una mortaja de lana verde cielo.
¿Habrá gastos administrativos?
¿El perdón llegará?, dijeron sus ojos celestes.
Cansancio de celadas en las redes viales del desprecio.Y sí, Lo creo. El derrumbe es inminente.

jueves, 19 de febrero de 2009

El Oráculo en la Tormenta


Hace ocho minutos que ella habla con su lápiz de labios.
Murmura.
Las nubes lo cubren todo y la multitud espera en un silencio tan respetuoso como ignorante. Aburrido, en algunos casos.
Toma el micrófono y dice "nada habla hoy, pero habrá desastres al sur del Río". El maestro de ceremonia pide calma y ella aprieta el lápiz de labios en sus manos. Alguien del público ofrece un rímel y ella se larga a llorar agitando su pecho.
Suenan truenos.
Vamos a irnos, dice el maestro de ceremonia tomando el micrófono del piso. La multitud piensa en sus casas y en el lápiz de labios que, mudo, les niega todo futuro más allá del desastre.

Muchos años más tarde, en el neuropsiquiátrico, la enfermera se aburre en esa tarde calurosa mientras ella le pide por enésima vez que por favor le devuelva su lápiz de labios. La enfermera no contesta y piensa en cómo debería usarlo para sorprender a su hermana, aunque eso será cuando aprenda a abrir ese tubito que la llena de misterio, y cuando su hermana aprenda que está loca por ella.

Ahora la cama que la contiene es un trueno y en un relámpago su voluntad amenaza con emigrar. Al sur del Río, esa delirante invasión de sangre espesa que los cartógrafos se apresuraron a bautizar Bahía Transfusión y los místicos La Hemodinamia de una Nueva Era, crece haciendo llegar su aroma acre hasta las calles más alejadas del centro del pueblo.

Ella cierra sus ojos y clava sus dientes en el labio inferior hasta sentir la humedad y la primera gota que acaricia su pecho y la hermana con el dulce futuro que se acerca allí, al sur del Río,
donde el pueblo se termina.

lunes, 16 de febrero de 2009

Take it easy


Cortó el teléfono y, para cuando pudo dejar de llorar, respiró con un hondo cansancio lejano y me dijo.
Acá el tema no es si vendiste tu alma o no. Todo este tiempo que llevo vivido me convence de que nacemos con el alma ya hipotecada.
Y se rió. Solo para sí misma.
Y concluyó.
La verdadera cosa es ver si todos los años que vas a vivir te alcanzan para darte cuenta de que esto es así. O no.

Después le alcancé su abrigo y no volví a verla hasta aquel velorio en el que para no resignar su vocación eligió morirse ella misma y protagonizarlo. Pasé toda la noche evitando asomarme al ataúd por no querer comprobar nada. Aunque nada fuera ya a cambiar, tampoco estaba tan seguro. A las tres y cuarenta de la madrugada la sala estaba vacía y sólo el tío Ignacio fumando en la vereda. Me acerqué entonces al ataúd y me asomé a verla.
La cadencia palpable de las flores que ponen allí sólo para asfixiarnos me acarició el lomo en un gesto de amigo. Desde una distancia cuidada y estratégicamente lejana de todo este mundo tan cercano como virtual, ella sonreía.

Al pasar al lado del tío Ignacio le palmeé la espalda y él creyó necesario comenzar a decir.
No nos damos cuenta de lo poco que somos hasta que...
Eso, tío, eso, le interrumpí, darse cuenta lo es todo.
Y me alejé.
Y ella seguiría sonriendo hasta que yo volviera a verla.

domingo, 8 de febrero de 2009

Las huellas de un amor descalcificado


Sylvana se fue. Sylvana dice que ya no soporta mi costumbre de usar las bombachas de mi mamá muerta. Sylvana no entiende que el amor es una herida anal. Acostumbrado a repartir incienso cada madrugada hoy veo los fondos vacíos de su ojos y el aroma no me convence, Sylvana. De cuando en cuando repartimos sensatos beneficios de haber ocultado una gran pasión en medio de una pila de fiestas empotradas en cada filo de cada muesca de cada uno de todos nosotros. Nosotros, Sylvana, siempre te lo dije, debimos haber cambiado el auto cuando mi mamá murió. Sylvana dice, porque ella dice y yo escucho, que ella se va porque las bombachas de mi mamá muerta no le quedan bien nunca más. Sylvana dice que ella nunca dice eso y que yo invento todo lo que ella dice, así que nada de lo que yo digo es lo que ella me dijo, dice Sylvana. Pero el auto nuestro hubo que cambiarlo, Sylvana, y había que haberlo cambiado cuando murió mamá, pero hubo que cambiarlo porque al fin lo estrellé contra el desfile del día de la independencia y se quedó lleno de pedazos de caballos adentro, Sylvana, aunque, enojada como estabas por el tema de la inauguración de mi exposición retrospectiva de los supositorios de mamá fosilizados, quizá no lo recuerdes. Y sería importante, Sylvana, que hagas el esfuerzo de recordarlo, porque al fin era el auto y era también el bebé el que estaba adentro cuando el choque contra el día de la independencia y los caballos con sus pedazos que no eran paté porque tenían huesos, y eran duros, Sylvana, duros como lo son los huesos siempre. Pero aquella vez, y yo lo recuerdo bien, que cenábamos goulash tuyo y yo insistí en que me dijeras si los huesos de mamá ya estarían descalcificados, aunque los remedios, nunca se sabe, y vos te enojaste, sí, tanto otra vez, y ya no quisiste cenar, pero fue demasiado, era apenas pedirte una opinión, no costaba tanto, ni una cena ni nada. Descalcificados ahí en su ataúd, solos como nos deja toda la herida anal que el amor nos infringe, no sé si me entendés, Sylvana, tampoco es tan terrible que use las bombachas de mamá, sólo lo hago, y lo sabés bien, tanto que se lo contaste un día a tu peluquera, sí, me enteré cuando fui a su casa y ella acabó electrocutada con el cable de la plancha por, entre otras cosas, no decirme eso, que al final me dijo, pero ya tarde, claro, sólo lo hago, te decía, los días de lluvia y truenos, realmente no entiendo cómo no lo soportás, y me acusás, encima, de que nunca las lavé desde que mamá murió, pero nada decís de que a vos sí te he lavado y tanto, tanto, tanto, todo lo necesario para que no queden huellas, Sylvana.

viernes, 6 de febrero de 2009

Y siempre Verdes


Quiero liberarme de todo lo que no me libera y acostarme a dormir.Apenas, no exagera, te lo aseguro.Y sin maní...Haberte esperado en vano.En vano y en un desierto.¿Olvidado?Qué va... falta que lo publiquen en el Google Earth para que esto se pavimente de sueños estúpidos, de esos que nunca faltan. Pavimento y parquímetros municipales, vas a ver.¿A los estúpidos o los sueños?Tampoco está lo que se dice fría.Dije que no exagera.¿No te convendría volver a dormir?, murmuró con un intento falso de sonrisa acabada.Recuerdo aquella tarde en la que se me prometió tanto que el sueño me envolvió con una espera que duraría años, mirá... No va que me pongo a vivir y ni la espera me corre a la par. Decime, ¿con qué se parió la vigencia ignota de tanto sádico esperar a la nada envuelta en celofán de sueños verdes?Verdes, siempre verdes, ¿viste?... y el maní que no llega.Vuelvo a la arena que crepita, digo agitando mi vaso vacío para subrayar."Aquieta latidos de cadencias / agotados en sones marcados / de revivires ayeres y de matar, si lo quieres...", canta mientras agita rítmicamente su vaso sin beberlo."... y de sanar si lo vieres / a un cielo de ciego soñar", le completo la canción, mientras me levanto y dejo la plata de las cervezas.Esta vez, pago yo.

miércoles, 28 de enero de 2009

No hay mal, en realidad


Y no le voy a negar que siento por usted una atracción malsana. Verdaderamente malsana.
Sí, pude empezar a sospecharlo cuando me amputó el seno izquierdo.
Entiendo un aire de resentimiento en su voz y hasta puedo justificarlo. Pero, deberá reconocerlo, tuve la decente precaución de estudiar medicina para poder tratar correctamente sus retiros y mantenerla con vida, así como graduarme de chef para que los platos sean dignos de usted.
De todas maneras no va quedando mucho de mi.
Claro, estamos recorriendo la gran curva de todo devenir humano. La del surgimiento, apogeo y decadencia.
¿Puedo sugerir que esos canapés en los que perdí mis primeros dedos fueron parte de ese "surgimiento" que usted menciona?
Suena interesante como teoría, pero le resta mérito, le aseguro. Si hubiese accedido a saborearlos no los colocaría en un modesto "surgimiento", sonaban soberbios, se lo aseguro.
¿Sonaban?
Sí. Cuando el sabor es tan sublime y sublime es, a su vez, la educación del paladar que los recibe, puedo garantizarle que la experiencia acaba teniendo tal armonía que compromete también el sentido auditivo.
Verdaderamente una desconsideración de mi parte no haberme querido saborear.
Y sí. Y queda poco de usted para que acabe por acceder a tal experiencia. Es el fin último que usted se empeña en despreciar.
Siento curiosidad por esa decadencia de la que habla. No acierto a imaginar qué parte de mi caerá clasificada como tal.
Le seré franco en este punto. Yo tampoco. Como en todo artista, cada paso es un acto y cada acto una creación. No tengo idea, ni quiero tenerla, acerca de lo que haré a futuro. ¿Imagina, acaso, que tengo un plan?
En verdad, ya no lo sé, pero en algún momento lo supuse.
Sinceramente me ofende y hasta casi me insulta. Me está rebajando a la calidad de un abogado, o un contador. Una verdadero acto de maldad de su parte.
Supongo que debería de pedirle disculpas, al menos mientras conserve la lengua, ¿no?
Sería muy apropiado de su parte.
Sí, creo que deberé callar de una vez, parece que a cada paso le hago daño.
Sin embargo no hay mal que no enseñe algo, ¿lo ve?, ahora ha logrado decidirme acerca de qué parte de usted es la que sigue.

martes, 27 de enero de 2009

Flambeando a septiembre


Él asoma por la ventana y sueña despacio. En clave. En signos. En esperada incordancia con la alquimia misma de siempre. Desapariciones de espíritu y revueltas en cada incorrecta esquina del sembrado entusiasmo que acabó en dos noches. O fueron más. nunca lo sabe. Cada recuerdo agrega capas, suma intersticios, devela requiebros, ahoga ascos.
    —Dos pasajes.
    —¿Trajo la sensación de rigor?
    —En septiembre me bajo, apenas.
    —Voy a tener que advertirlo, y bajó la mirada por vez primera.
    —Me va a obligar a matar.
    —Suena a pregunta.
    —Sonará a vacío.
    —Diga el porqué al subir y quedará en su asiento hasta que su esperar estalle, sonrió.
    —Lo dicho.
    —No es ninguna estridencia. La formación se pone en marcha y cerramos a las ocho.
    —Juega con luces de almíbar. No pretenderá que...
    —Hay más gente a su espalda, va a tener que ceder al callar.
  —¿Me garantiza el estoicismo?, ¿me extiende póliza de silencio?, ¿acabará de infectar la resurrección de una turbia vez? (breve suspiro de largo cansancio).
    —Buenas noches. Partimos.
    —Será en septiembre.
    Desmadeja claves y toma asiento mientras la formación se mueve. Abre un diario sin fotos ni fechas y coloca sus manos en dos o tres pareceres que concurren puntuales. Habíamos quedado en eso. Muchas gracias.
    Y el suelo crepita bajo su cuerpo. Y el suelo arranca. Como flambeando el cimentado rol de su existir en un juego remoto de gran importancia. Mira el diario y en página dos un ayer oculto bajo propaganda de jarabe le cuenta que perdió el juego hace tanto que ni juego había al perderlo. Él asoma su sonrisa por la ventana y duerme despacio. Septiembre espera. Septiembre espera y agosto apura su trago de beneficencia rota para caer en página catorce, junto al partido del sábado a la tarde. Agosto se le encripta en sus costillas y ya su respiración bastardea el paisaje en inútil movimiento sincopado, una delicia armónica que ronronea al lado de la lejana bocina de la formación.
    Dos asientos más allá, el clon fumado de Fred Astaire le cuenta al vagón todo que ejecutó tres cuadros de Broadway bailando sobre la cuerda floja que unía el Kavanagh con una antigua iglesia sumida en el incienso. Estallan los aplausos grabados desde un disco mientras tres asientos se desocupan a puro pasajero muerto, a puro caer en las vías mientras sigue durmiendo su vigilia de página veintidos, política exterior y mayoristas de carne. Agosto se le despereza en sus amigdalas y el aire es un raro recuerdo de un viaje exótico, una fragancia de eucalipto, de violetas de noviembre, de soles y siestas, de la voz de su madre pidiendole que duerma ya.
    Cierra el diario y, en la contratapa, un calendario ensombrecido de reflejos amarillos le canta que el dormitorio ya está en penumbra, que las sábanas son limpias, la almohada blanda y el sueño eterno. Ni mira el mes del calendario. Cerramos a las ocho, le dijeron.

lunes, 19 de enero de 2009

Reagresión


"Ser consciente es tan inútil como vaciar el alma cuando ya pasó el último tren", le había dicho ella, y él no se animó a completar "y encima hace un frío de cagarse", porque le conocía las miradas, pero más le conocía esa franja de emoción que se reservaba para los adioses perpetuos que encadenaban.

Quería respetar.
Sus manos envueltas en la bufanda y el pálido pestañear para domar montañas de únicas derivas, de salvas impolutas, de labios que nunca fueron. Si recordaba el sabor de su saliva se sentía culpable de extorsión, porque ella lo sabía y tanto bastaba. Si olvidaba su nombre honrado, se divertía mucho con la furia calendaria que encendía hasta los semáforos, parecía. Si se rendía ante las paredes de impiedad los sobrevolaba el aburrimiento en rasante insulto, óxido de cinismo que abandonaban ahogando la noche en vino. O no.

"Sé consciente. Es inútil", sentenció ella la última vez que la vio. La puerta del tren se tragó su espalda (que nunca se voltearía, juramento) y el alma de él estornudó una regresión de karma vetusto.

Ella también se llevaba el vacío.

Neón


Un cielo de oro azul
y el mar
bajo tus pies helados
de crema.
Un caído en esferas
cubiertas en luna
y desnudos en bares
de abiertos abanicos
óqueos.
Siempre fue
el gritarle al yacer
tu hedonismo más sacro.
Si baja el mar y sube
la ruina de la marea,
en siestas se planea
cielo afuera.
En quedados manantiales
voy a ver la sencillez
y la sepia dulzura.
Y voy a ver la noche hoy
desde el magma,
desde el control remoto,
voy a beber el pasto con
luces de aguardiente,
neón de aguas sobre las tumbas
de nuestros pasados futuros.
Tan pasados, mi cielo,
que ni los globos inflados
recuerdan tu boca inflando
sus almas de guirnalda
acaramelada, necia y sabia,
para el cumpleaños involuntario,
creyéndote capaz de rezar en la misa
del décimo aniversario
a cuerpo presente.

sábado, 17 de enero de 2009

Algo de lo que vamos a hacer


La raíz de todo es aceptar esa ambivalencia de la que ningún ser escapa, más teniendo en cuenta el hecho de que nunca termina de llover del todo ni de secarse nos la boca cuando queremos desparramar explicaciones de todo tipo acerca de nuestra expectativa al ocupar un espacio en el universo este que conocemos, de gastar aire, como quien dice. He ahí la falta que se nota y el que se nota en falta al notarse algo así como vivo, ambivalente y deseoso de saciar algunos de los hambres con los que nacemos, catálogo imperdible de derroteros que seguiremos a lo largo de todas las salas de espera que nos tocarán habitar después. Mucho después. Casi inmediatamente después de la primera parafernalia de dicha y desencanto.
Ambivalencia, ni más ni menos.
Silencio ambivalente, que es el callar lo que se piensa.
Y escritura. Que es callarse en vida lo que se escribe en letras.

Damas y Caballeros, sean bienvenidos a este blog.