Cada vez que un mes trae un martes diez, Magdalena hace sus valijas vaciando su casa de olvidos y se sienta en la estación a esperar un micro azul para poder despertarse.
... cuna de mimbre y un regalo de luz acabado en sorna triste.
Ocasionalmente nadie le habla y sólo saca su pasaje indicando con su dedo índice en un cartel su destino. El hombre detrás de la ventanilla le da el cambio y ella sonríe. Y se sienta a esperar. Otra vez.
... deshilacha la sombra en el réquiem y de ellos brotan. Pasajeros del hotel.
Magdalena usa un sombrero masculino que a cada rato se quita y acomoda, cuidando su pelo por encima de los hombros. Suspira. Tiene calor.
... ya nada ni nadie apuesta nunca más a dar una respiración artificial a cambio de las monedas que salvaron de aquella cuna. Ni savia.
Mira a su alrededor todos los otros micros que no son azules y entiende que ya no tiene fuerzas para imaginar otra cosa.
... se subió a los árboles para desenroscar las lágrimas heredadas. Y nunca bajó.
En estas ocasiones Magdalena fumaría si hubiese aprendido cómo, pero sólo se permite envidiar a quienes sí lo hacen como al descuido, como si no les costara nada esa práctica de prender fuego, aspirar, tragar y exhalar. También cree que tomaría café si no le tuviera el miedo que le tiene a las bebidas calientes y negras, que despiden humo y que angustian a las gargantas. Por eso sólo mira, porque mirar es algo que nunca le causó miedo. Aunque recuerda que alguna vez alguien pudo decirle que su mirada causaba miedo.
... y escuchar el ladrido de los perros que se profetizan a sí mismos sobre las lluvias que van a caer, sobre las casas que finalizarán sus terrazas unos metros antes de los cimientos de Dios.
Pero ella despide a esos recuerdos guardando sólo cartas que ficcionan la memoria de una manera sesgada, una manera que esquiva realidades y que envuelve todo con su aroma propio.
Sabe que un micro azul la llevará al destino de cada martes diez y la piel se le eriza junto a sus manos que aprietan las manijas de sus valijas. Si ella recordara lo que lleva adentro de ellas no acabaría por sentir que no pesan nada. O que están vacías. O que el micro azul llegará vacío. O que ella sentada arriba del micro azul estará vacía. Si ella recordara, claro.
... se fue a entretejer descampados lejos de su cama, permitiendo que los grillos se reúnan bajo las sábanas a discutir las nieves próximas.
Pero ahora mira sus pies y extraña caminos que no conoció. Adonde sus piernas no la llevaron.
Finalmente alguna cosa se acabará sentando a su lado siempre antes de que el micro azul le abra las puertas. Y su sombrero, ladeado, que oculta su rostro y entorna espacios de encuentro. Nadie va a hablarle. Y ella es muda, aunque sus labios son hermosos.
... pero querer volver es dejar de suponer regresos para amar el olvido sin que nos corresponda, le dijo y cerró los ojos para siempre, una vez más.
Cuando llega el micro azul y sus ojos finalmente se abren, entiende que llegó el momento de despertar. Y despierta, Magdalena, sentada arriba del micro, mientras pega sus labios al vidrio de la ventanilla y deja un beso flotando en el aire manso de la estación en un martes diez.
... entender que al cerrar los campos y la gloria también vaciamos la cuna al fin, y que árboles sin flores ya son cada vez más raros de ver por estas zonas.